Nace la Corte Penal Internacional

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Con la oposición de Estados Unidos y notables ausencias, el 11 de abril nació la Corte Penal Internacional. Para sus partidarios es el mayor avance del último medio siglo en el orden jurídico internacional; para sus detractores, el riesgo de una justicia politizada. Resumimos algunas opiniones de la prensa internacional.

El Tratado de Roma (18-VII-1998), que aprobó los Estatutos de la CPI con los votos de 120 países, preveía que entrara en vigor cuando se alcanzasen al menos 60 ratificaciones (ver servicio 95/98, que en el CD-ROM de Aceprensa se acompaña de un anexo no publicado en la edición impresa). El proceso ha sido mucho más rápido de lo esperado y son ya 66 los Estados que han ratificado el Tratado.

«El Estatuto de Roma de 1998 supone el avance más importante en el orden jurídico internacional desde la Carta de las Naciones Unidas en 1945», explica Juan Antonio Yáñez, embajador de la delegación española para la CPI (El País, 12-IV-2002). «Con la diferencia de que entonces se trataba ante todo de organizar las relaciones entre los Estados; ahora la ambición es mayor, porque se trata de proteger a personas y a pueblos contra agresiones brutales como el genocidio, los crímenes de lesa humanidad o los graves crímenes de guerra». Ruth Wedgwood, opuesta a la CPI, escribió en el Wall Street Journal (15-IV-2002): «Los entusiasmos son tan frecuentes en las organizaciones internacionales como en Wall Street. Como la propuesta de la paz perpetua, la propuesta de la justicia universal era demasiado tentadora para dejarla pasar de largo».

Philippe Kirsch, canadiense y presidente de la Comisión preparatoria de la CPI, explicaba así a Le Monde (11-IV-2002) la rapidez de las ratificaciones frente a los recelos de algunos países: «A medida que la comisión preparatoria avanzaba en sus trabajos, los Estados han comprendido que el objetivo de los países que la impulsaban era crear una institución judicial, no un instrumento político».

Kirsch reconoce que algunos países importantes y regiones enteras no han ratificado aún el tratado, pero confía en que sea cuestión de tiempo. Entre los europeos, pronto todos los países de la UE lo habrán ratificado; también lo han hecho doce países africanos, y otros tantos de Latinoamérica; se incluyen doce países árabes. Los grandes ausentes son Estados Unidos y Asia (sobre todo China, India y Pakistán). Rusia firmó el tratado, pero aún no lo ha ratificado.

«La creación de la CPI -explica Kirsch- es un signo del paso de una cultura de la impunidad a una cultura de la responsabilidad, pero esta cultura necesita tiempo para asentarse en todas partes. La Corte no sólo tiene por función castigar, sino que tendrá también un efecto disuasorio sobre el comportamiento de los dirigentes».

La oposición de Estados Unidos

Las críticas a la CPI en Estados Unidos provienen mayoritariamente, aunque no solo, de las filas republicanas. Al firmar el tratado, el presidente Bill Clinton no dejó de advertir de los serios inconvenientes que presentaba. La administración Bush es contraria, y no piensa ratificarlo. Incluso se ha hablado de retirar la firma. El miedo principal manifestado estos días es el de la utilización política de las acusaciones contra las operaciones de Estados Unidos, que mantiene miles de soldados en el extranjero. Kirsch declara que las exigencias de los americanos no podían ser aceptadas. «Querían que el Tribunal no pudiera ejercer su competencia sin el consentimiento del país del acusado, al menos si este era un agente del Estado (militar, funcionario, político). En Roma y después se hicieron muchas concesiones a EE.UU., pero esto era imposible: equivaldría a subordinar la intervención del Tribunal a un cambio de régimen en el país afectado».

En opinión de Richard Dicker, directivo de Human Rights Watch, «ha habido una campaña tremenda de desinformación sobre la Corte. (…) Se han expresado en los términos más escalofriantes, mostrando todo tipo de hipótesis en las cuales americanos inocentes son perseguidos por personas de gobiernos hostiles a los Estados Unidos». (International Herald Tribune, 12-IV-2002). Para aplacar los miedos norteamericanos, Kofi Annan explicó que «la Corte actuará en situaciones en las que el país afectado no es capaz o no quiere hacerlo. Los países con buenos sistemas judiciales, que aplican el imperio de la ley y persiguen a los criminales con justicia y rapidez, no tienen que temer. Donde esto no funciona es donde la Corte entra en acción». Philippe Kirsch, en declaraciones a Le Monde, recordaba que «el estatuto de la CPI proporciona cláusulas de protección al acusado y al Estado al que pertenece, como por ejemplo las disposiciones que subordinan las peticiones del fiscal a una sala preliminar» formada por tres magistrados. «Hay que dejar que la institución se desarrolle; cuanto más funcione en la línea dictada por su estatuto, es decir, judicial y no política, más fácil será que la crispación dé paso a una postura a su favor».

En un artículo sobre el tema en Foreign Affairs (julio 2001), Henry Kissinger, crítico con esta modalidad de justicia internacional, llama la atención sobre la novedad del concepto de jurisdicción internacional, y destaca que «quizás el punto más importante sea cómo afecta esta jurisdicción internacional a los procesos de reconciliación nacional, llevados a cabo por los nuevos gobiernos democráticos, para tratar el problemático pasado de su país». «El país al que se pide la extradición se enfrenta a una decisión aparentemente técnica, que en realidad supone el ejercicio de la discrecionalidad política». «El instinto de castigar debe estar ponderado, como en toda estructura política democrática constitucional, con un sistema de pesos y contrapesos que incluya otros elementos fundamentales para la supervivencia y expansión de la democracia». Kissinger es uno de los que sostienen que la Corte puede ser instrumentalizada políticamente. Su propuesta es crear tribunales ad hoc, pero no una estructura estable.

Ruth Wedgwood, profesora de Derecho Internacional en la Universidad de Yale, considera peligroso que la CPI pueda juzgar sobre el modo en que se desarrollan intervenciones armadas. «Hay cuestiones conflictivas, especialmente en la lucha contra enemigos no convencionales y en el uso de nuevas tecnologías»; y «también se pedirá a la Corte que juzgue cuándo el uso de la fuerza es legal o constituye una agresión. Pero Estados responsables pueden sentirse moralmente obligados a actuar según las nuevas ideas sobre injerencia humanitaria y el ataque preventivo contra armas de destrucción masiva, a pesar de la desaprobación de los teóricos».

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