Eutanasia, cooperación al suicidio y otras «invitaciones»
Las propuestas de legalización de la eutanasia invocan el derecho a una «muerte digna», argumento menos novedoso de lo que se cree. Pero si se trata de consagrar el principio de autodeterminación por encima de todo, cualquier criterio de racionalidad que establezca condiciones será una limitación insostenible. El conocido filósofo alemán Robert Spaemann analiza esta cuestión en un ensayo recogido en su libro recién traducido Límites. Acerca de la dimensión ética del actuar (1). Ofrecemos una selección de párrafos del capítulo dedicado a la eutanasia.
En primer lugar tenemos que habérnoslas con la situación demográfica de los países industrializados occidentales. Históricamente no tiene precedentes. Mientras que el progreso de la medicina ha llevado a que cada vez más personas alcancen una edad más y más avanzada, los creadores de opinión difunden desde hace tres décadas un estilo de vida en virtud del cual esas personas mayores cada vez tienen menos jóvenes que las sustenten. La píldora, se piense lo que se piense sobre ella, ha favorecido esta evolución. Además, el llamado contrato generacional no se concibió como un contrato de tres generaciones, sino por desgracia como un contrato de dos generaciones, de manera que privilegia económicamente a aquellos que prefieren que en la vejez los mantengan los hijos de otros. Era de esperar que estos hijos, llegado el momento, no estarían entusiasmados con la idea.
Goebbles y la «muerte a petición»
Se acerca este momento. (…) No es que en este contexto la situación demográfica aparezca como argumento y se recomiende la eutanasia como su solución. Eso sería contraproducente. Es sólo de manera latente como ese contexto produce todo su efecto. Tampoco los psiquiatras del Tercer Reich que ejecutaron el criminal programa de eutanasia ofrecían argumentos sociopolíticos, sino que argumentaban desde el punto de vista de los «bien entendidos» intereses vitales del individuo. La «vida que no merece ser vivida» significaba también en el uso que entonces se hacía del lenguaje aquella vida que para aquel que tiene que vivirla no posee ya valor. Y la película Yo acuso, con la que Joseph Goebbles trataba de provocar la aceptación del programa de aniquilamiento, difundía simplemente la «muerte a petición», viendo en ella una droga que servía para engancharse. El homicidio debía aparecer como un acto de amor y de compasión, como ayuda a un «morir humanamente digno».
La película, con relación a los objetivos marcados, estaba magníficamente hecha. Las objeciones del ethos médico son presentadas con gran rigor por un personaje que despierta simpatía, de tal manera que su cambio de convicciones produce todavía mayor impresión. Y, naturalmente, tampoco podía faltar el sacerdote, que se aparta de su papel tradicional de predicador de la disposición al sufrimiento con el argumento de que Dios ha dotado al hombre de razón para que haga uso de ella. (…)
Estar bien, ¿meta suprema?
Dos factores fortalecen hoy la reclamación de legalizar la eutanasia. En primer lugar, el enorme aumento de las posibilidades de prolongar la vida mediante aparatos. (…) La decisión de no hacer uso de estos medios o de dejar de usarlos en algún momento parece equivalente a matar por omisión, sobre todo si el paso de la acción a la omisión sólo puede llevarse a cabo mediante una nueva acción, por ejemplo desconectando una máquina. Pero puesto que una decisión así resulta a menudo plausible, y en ocasiones sencillamente inevitable, es natural que se pregunte en qué se diferencian entonces tal omisión y la «ayuda activa a morir». ¿Qué diferencia hay -se pregunta Peter Singer- entre que una madre ahogue a su hijo con una almohada o lo deje morir de sed? Ahí se supone que dejar morir de sed y renunciar a la conexión a una máquina de respiración artificial es el mismo tipo de omisión sólo porque ambos llevan a la muerte.
El otro y decisivo factor descansa en una tendencia fundamental de la civilización occidental que considera, por una parte, que divertirse, o al menos sentirse bien, es la meta suprema del hombre, y por otra que el deber moral supremo es optimizar el mundo mediante el aumento de la cantidad de sentimientos agradables. (…) El sufrimiento ha de ser eliminado a cualquier precio. Y cuando no puede ser eliminado de otra forma que mediante la eliminación del que sufre, esto último es lo indicado. (…)
El suicidio no es un derecho
En todo caso, es precisamente el concepto de dignidad humana el que juega un importante papel con relación a la reclamación del homicidio legal. En la mencionada película de los nacionalsocialistas se hablaba del derecho a una «muerte humanamente digna», y precisamente este concepto es el que el teólogo católico Hans Küng interpreta en el mismo sentido que el cura de la película, abandonando así un elemento esencial del ethos que une a todas las grandes religiones. Humanamente digno habría de ser que uno eligiera por sí mismo el momento de la propia muerte: «¿No ha dotado Dios al hombre de razón?».
Del derecho a matarse a uno mismo se deduce de inmediato el derecho a hacerse matar. Esta deducción es errónea. (…) El suicidio no es «derecho», sino una acción que se sustrae a la esfera del derecho. De él no parte ninguna vía hacia ningún derecho de matar a otro o de ser matado por otro.
La condena moral del suicidio en nuestra civilización no es en modo alguno, como siempre se afirma, de origen en exclusiva judeo-cristiano. Corresponde a una tradición filosófica que va desde Sócrates a Wittgenstein, pasando por Spinoza y Kant. El Sócrates platónico ve en la vida una tarea que no nos hemos puesto a nosotros mismos y a la cual no nos es lícito sustraernos arbitrariamente. El sentido de la vida está evidentemente tan lejos de haber sido puesto por nosotros como la vida misma, y por tanto tampoco se nos desvela por completo en cualquier instante de la vida. «Si el suicidio está permitido, entonces todo está permitido», dice en consecuencia Wittgenstein.
«Por favor, ahí tiene la salida»
El porqué lo encontramos primero en Kant. Para Kant no es expresión de la autonomía y la libertad del hombre, sino de su renuncia a ellas, pues con ese acto se destruye justamente el sujeto de la libertad y la moralidad. El suicidio es por tanto aquel acto del olvido de uno mismo mediante el cual una persona da fe de que se entiende a sí misma sólo como medio para alcanzar o conservar estados deseables, como medio que, cuando fracasa, se quita a sí mismo de en medio. (…)
El intento de liberarse del sufrimiento tiene siempre por objetivo la vida liberada. Pero ¿quién es el sujeto de una «liberación de la vida»? Nadie puede impedir a los seres humanos que se consideren a sí mismos como meros medios. Y en la mayor parte de los casos el suicidio es de hecho expresión de una debilidad extrema y de una menguada conciencia de los propios actos. Cuando es considerado como una acción legítima, o incluso como expresión de la dignidad humana, se produce irremisiblemente una funesta consecuencia que la legalización de la ayuda activa a morir refuerza aún más.
Cuando la ley permite y la moral aprueba que uno se mate o haga que le maten, de repente el viejo, el enfermo, el necesitado de cuidados se vuelve responsable de todos los esfuerzos, costes y privaciones que sus parientes, cuidadores o conciudadanos hayan de asumir por él. Ya no es el destino, la moral o la obvia solidaridad lo que exige de ellos ese sacrificio, sino que es la propia persona necesitada de cuidados la que se lo impone, puesto que podría fácilmente librarlos de ello. Hace a otros pagar el hecho de que es demasiado egoísta y cobarde para hacerse a un lado. ¿Quién querría seguir viviendo en tales circunstancias? Del derecho al suicidio surge inevitablemente un deber.
Como nos informa Diógenes Laercio, los estoicos extrajeron ya esta consecuencia y pusieron así un premio moral al suicidio. Quien se aparte voluntariamente de la vida puede hacerlo con la conciencia de que cumple con su deber para la patria o los amigos. (…) Si hay algo apropiado para hacer que el que sufre observe su vida como vida que no merece ser vivida, eso es la insolidaridad de la sociedad mediante la rehabilitación moral del suicidio y la legalización de la muerte a petición, es decir, mediante la indicación tácita: «Por favor, ahí tiene la salida».
La deriva del sentimentalismo
Por lo demás, la muerte a petición es sólo la droga que sirve para «engancharse» y conduce al final a eliminar el tabú de acabar con la «vida que no merece ser vivida», también sin consentimiento. El viejo Padre Smith dice en El síndrome Tánatos, de Walker Percy: «¿Sabe adónde lleva el sentimentalismo? A la cámara de gas. El sentimentalismo es la primera máscara del asesino».
A propósito del proceso contra los médicos del Tercer Reich que practicaron la eutanasia, escribe el médico norteamericano Leo Alexander, en 1949: «Comenzaron con la idea, que es fundamental en el movimiento a favor de la eutanasia, de que existen estados que hay que considerar como ya no dignos de ser vividos. En su primera fase esta actitud se refería sólo a los enfermos graves y crónicos. Paulatinamente se fue ampliando el campo de quienes entraban dentro de esa categoría y se fueron añadiendo también a los socialmente improductivos y a los de ideologías o razas no deseadas. Sin embargo, es decisivo advertir que la actitud hacia los enfermos incurables fue el diminuto desencadenante que tuvo como consecuencia ese total cambio de actitud».
Que no se trata de una casual coincidencia histórica, sino de una relación causal regular, lo muestra el ejemplo de Holanda, país en el que ya un tercio de las personas a las que se mata anualmente de forma legal -se trata de miles- no han muerto a petición propia, sino por decisión de parientes y médicos que consideran que se trata de vidas que no merecen ser vividas.
¿Quién decide?
El paso de la muerte a petición a la muerte no solicitada es, por lo demás, igual de consecuente que el paso de la aceptación social del suicidio a la legalización de la muerte a petición. La muerte a petición suele apoyarse en el inalienable derecho a la autodeterminación. Pero si esto se pensara en serio, entonces habría que cumplir cualquier deseo de morir de una persona adulta, consciente de sus actos e informada. No obstante, de hecho, esto no lo pide nadie. Siempre se establece la limitación de que la ayuda activa a morir sólo se puede otorgar cuando las razones del deseo de morir son «racionales»: racionales significa ahí comprensibles para quien debe prestar esa ayuda. Y para muchos únicamente es comprensible la razón de la enfermedad incurable.
Pero una limitación como ésa no tiene nada que ver con el principio de autodeterminación, lo contradice incluso. ¿Por qué no debería tener toda persona derecho a determinar por sí mismo los criterios para valorar su vida? ¿Por qué debería discriminarse el «suicidio como resultado de un balance»? ¿O el suicidio por penas de amor? (…)
¿Y quién pretende decidir si es irracional considerar la suma de felicidad de la vida como negativa por principio, y matarse por tanto? Si no partimos de que el suicidio es siempre irracional, todo criterio de racionalidad que establezca diferencias y matices representará una injustificable tutela. Si lo que en último término importa no es la autodeterminación como tal, sino la racionalidad del deseo de morir y si sobre esa racionalidad pueden decidir terceros, entonces estos terceros, en caso de incapacidad para autodeterminarse del candidato a morir, pueden también decidir sobre su vida en salvaguarda subsidiaria de su «interés bien entendido». De este modo se ha logrado ya el paso de la muerte a petición a la muerte no solicitada, ¡y que Dios se apiade de nosotros si perdemos la razón o nos quedamos demasiado débiles para defendernos!
Dos argumentos opuestos
La reivindicación de poder matar impunemente se apoya, paradójicamente, en dos argumentos opuestos, De una parte, en que los seres humanos son personas y, por tanto, sujetos de una incondicionada autodeterminación; de otra, en que determinados seres humanos no son personas, no poseen dignidad humana alguna y, por tanto, han de sufrir que otros los maten por su propio interés o en interés de otros. Sí, también en interés de otros. Peter Singer aboga por quitar de en medio a los niños de pecho «malogrados» para hacer sitio a los que hayan salido mejor, es decir, para aquellos que tienen una mayor capacidad para disfrutar de su vida. (…)
«Ser persona», desde ese punto de vista no significa ser «alguien» que por su naturaleza está preparado para encontrarse en ocasiones en determinados estados específicos de la persona, esto es, en estados de autoconciencia, de recuerdo y de un interés consciente en la propia vida, sino que ser persona consiste sólo en la actualización de dichos estados. Los bebés, por tanto, no serían personas. Los retrasados mentales no lo son, y tampoco los que duermen.
Por lo demás, este punto de vista se remonta a Locke. Pero ya Leibniz, Kant y Thomas Reid señalaron que esta perspectiva entra en contradicción con nuestras intuiciones fundamentales y nuestro uso del lenguaje. Todos decimos: «Nací tal día de tal año». Sin embargo, quienes defienden este punto de vista no estarían autorizados a decirlo, pues el que entonces nació era un ser humano, pero no la persona que ahora habla; es más, no era ninguna persona, pues entonces no decía «yo». Pero ninguno de nosotros habría aprendido a decir «yo» si su madre no le hubiera hablado como se habla a una persona y no le hubiera tratado como a tal. O los seres humanos son siempre personas o no lo son nunca. (…)
La ficción de la «decisión voluntaria»
Hoy sabemos que en la inmensa mayoría de los casos el deseo de suicidarse no es consecuencia de daños corporales y dolores extremos, sino la expresión de la situación de sentirse abandonados. La medicina paliativa ha hecho tales progresos que los dolores son casi siempre controlables en todo estadio de la enfermedad y no alcanzan el umbral de lo insoportable. En la mayor parte de los casos también la dedicación intensiva cambia el deseo de suicidarse: la conciencia de que a alguien le importa que yo siga ahí. El médico representa ante el paciente la afirmación de su existencia por la comunidad solidaria de los vivos, aun cuando no se le fuerce a vivir. Precisamente en la situaciones de fragilidad anímica es cuando es catastrófica la conciencia de que el médico o el psiquiatra podrían especular con mi deseo de quitarme de en medio y esperar secretamente poder llevar a cabo ese deseo. Catastrófica es ya la idea de que yo podría hacer que pensaran que debo dejar de existir.
(…) La oferta de ayuda al suicidio sería la salida más infame que la sociedad puede idear para eludir la solidaridad con los más débiles, y la más barata también. Y la salida más barata es la que con seguridad se elegirá al final en esta civilización nuestra en que la economía lo domina todo, a menos que la ley y la moral cierren esa vía con tal firmeza que aquellos que piden su apertura pierdan toda esperanza.
Como ya sabía Platón, siempre hay casos límite para los que no está hecha la ley y a los que no puede hacer justicia. Teólogos morales y filósofos morales se abalanzan hoy con sospechoso interés sobre tales casos límite y, partiendo de ellos, construyen reclamaciones para la formulación de leyes. Se pretende que las excepciones no valgan ya como confirmación de la regla, sino que la anulen. Así sucede en este caso. Pero quien realmente quiere ayudar a un amigo en una situación extrema de una forma que la ley no cubre, sin destruir por ello la función protectora de la ley, estará dispuesto a asumir, por su ayuda de amigo, el castigo previsto por la ley, en caso de que el juez no esté en disposición de tomar en cuenta sus especiales circunstancias. Actuará con la conciencia de estar en perfecta sintonía con la intención de la ley y la moral y de, como excepción, confirmar la regla.
¿Prolongar la vida a cualquier precio?
Entre las razones objetivas del renacimiento de la eutanasia mencioné las nuevas prácticas de prolongación de la vida y el enorme aumento de los costes sanitarios. La resistencia contra la tentación de la eutanasia solo puede justificarse y sostenerse si tiene en cuenta estos factores objetivos y les da una respuesta alternativa. (…)
La medicina ya no puede seguir el principio de mantener en vida, en todo momento, toda vida humana durante tanto tiempo como sea técnicamente posible. No puede hacerlo por motivos de dignidad humana, a la cual pertenece el dejar morir dignamente. Tampoco puede hacerlo por motivos económicos. El valor de toda vida humana es ciertamente inconmensurable, de ahí la prohibición incondicionada de matar. Pero desde una perspectiva moral hay una diferencia entre los mandatos de acción y los mandatos de omisión. Sólo los mandatos de omisión pueden ser incondicionados, los de acción jamás. Los mandatos de actuar están siempre sujetos a una ponderación de la situación total, y a ella pertenecen también los medios de que se dispone. (…)
En vista de las crecientes posibilidades de la medicina, la deontología médica ha de desarrollar criterios de normalidad, criterios de lo que debemos a toda persona, y precisamente a viejos y a enfermos, en dedicación, cuidados y asistencia médica básica; y criterios de lo que, por el contrario, hay que hacer depender de la edad, las perspectivas de curación y las circunstancias personales. (…) El movimiento hospice (centros para atención de enfermos terminales), y no el movimiento en favor de la eutanasia, es la respuesta humanamente digna a la situación en que nos encontramos. Cuando el morir no se entiende y se cultiva como parte del vivir, ese es el comienzo de la civilización de la muerte.
____________________(1) Robert Spaemann. Límites. Acerca de la dimensión ética del actuar. EIUNSA. Madrid (2003). 510 págs. 29,50 €.