Para curar nuestra anorexia espiritual

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Ahora que se ha difundido tanto la fast food y hay menos ocasiones para las comidas en familia, podemos olvidar que comer es mucho más que satisfacer una necesidad elemental. En su libro El alma hambrienta (1), Leon Kass ilustra el hondo significado humano de ese humilde acto que, realizado al modo verdaderamente humano, abre a la comunión y a la hospitalidad. Cocinar y comer revelan la unidad de cuerpo y espíritu propia del hombre.

«El alma hambrienta» es un libro extraño, ciertamente, porque combina dos elementos heterogéneos y los relaciona con acierto. ¿Qué tiene que ver el hambre con el alma? ¿El comer con el pensar? Leon Kass se atreve a conducirnos por los caminos de la «tristemente obsoleta ciencia de la antropología, en su sentido original» (p. 20) para terminar en el conocimiento del ser humano. Antropología, por lo tanto, no cultural sino estrictamente filosófica, que desvela la naturaleza humana a partir de la más básica de sus funciones: el acto de comer.

Como el autor afirma, «este extraño libro lo ha escrito un escritor también extraño» (p. 27): físico y bioquímico de formación académica, pero actualmente profesor de filosofía y de literatura en una de las universidades estadounidenses de más prestigio -la de Chicago-, judío de religión, defensor de ideas tan poco de moda como el bien, la verdad y la santidad… Si a esto se unen algunos títulos más como el que ejerce actualmente -director del Consejo de Bioética del Presidente de Estados Unidos (ver Aceprensa 112/01)-, u otros anteriores -fundador del Centro Hastings, primer instituto dedicado a la investigación bioética del mundo, etc.-, entonces nadie puede dudar de que nos encontramos frente a un personaje altamente interesante. Estas cartas de presentación son suficientes para entender el fondo de este libro: sólo desde unos presupuestos científicos y humanistas es posible presentar el sencillo, básico y ordinario acto de comer como el tema más adecuado para volver a poner sobre el tapete la cuestión de la naturaleza humana y «curar así nuestra anorexia espiritual» (p. 362).

Leon Kass forma parte de un grupo destacado de autores contemporáneos, como Martha Nussbaum (La fragilidad del bien) o Alasdair MacIntyre (Animales racionales y dependientes), que desde los Estados Unidos han iniciado una vuelta a temas clásicos de antropología, con una visión -valga la redundancia- más humana del hombre y de la mujer. Su osadía consiste en presentar la fragilidad, la vulnerabilidad, la dependencia, la necesidad de alimento, etc., como características esenciales de nuestra naturaleza, alejándonos de la imagen de super-hombre, propia del ideal ilustrado. Aunque representan posturas filosóficas muy distintas -liberales en el caso de Nussbaum o tomistas en el caso de MacIntyre-, lo hacen a partir de una tradición de primera magnitud: cada uno a su modo -y Kass también al suyo-, refrenda sus opiniones en las fuentes clásicas del aristotelismo.

El libro va a contracorriente. Contra la corriente del consumismo propio de lo que denomina «gastromanía»; contra la corriente de un culturalismo distraído en las costumbres específicas de tribus y olvidado de la naturaleza común humana; contra la corriente del dualismo con su propuesta de separación entre el alma y el cuerpo; contra la corriente del evolucionismo que, a costa de identificar al hombre con el animal, sacrifica lo específico de uno y de otro, y pierde la identidad de ambos. «Espero aportar algunas pruebas de que los materialistas modernos -los que desprecian o niegan el alma- y sus adversarios racionalistas o humanistas -los que desprecian o niegan el cuerpo- se equivocan, tanto acerca de la naturaleza como del hombre. Esas pruebas las buscaré en el estudio de lo que significa comer» (p. 47).

De la comida al espíritu

«Estudiar el comer humano -explica Kass- arroja cierta luz sobre la relación entre lo racional y lo irracional en el hombre, y entre lo estrictamente natural y lo cultural y lo ético» (p. 50). Porque el comer es una actividad vital que nos asemeja a los animales, pero que, a su vez, nos distingue de ellos.

Nos asemeja porque «obtener la comida no es una cuestión de elección. Es una necesidad y un objeto de deseo, indispensable para toda actividad vital y perseguida por todo animal vivo (…). Uno existe si y sólo porque come» (p. 58). Pero, no obstante, el reto de esta afirmación consiste en demostrar que, aunque «a primera vista hay razones para creer que uno ‘es’ precisamente lo que uno come» (p. 59), la explicación materialista del metabolismo y del comer, y de la vida en cuanto tal, no es adecuada ni suficiente.

Para afrontar el reto, Kass acude a la clásica noción aristotélica de la forma viva, que goza de una independencia y de una superioridad respecto de la materia, y que es la responsable de su organización. La forma se yergue como «el umbral central que guía el discurso» (p. 54). Gracias a su forma, un animal se distingue de otro y reacciona o dialoga con otras formas del mundo que le rodean. Pero además de formas naturales, hay formas culturales: formas del comer humano, que a su vez dependen de las formas del pensamiento. El discurso de Kass es una ascensión de la naturaleza en general a la naturaleza humana y desde ahí a la naturaleza humana ataviada culturalmente por lo justo, luego lo noble y finalmente lo sagrado. Pero se trata de «una ascensión que mantiene el contacto con su punto de partida» (p. 53), que es el humilde acto de comer.

Una antigua tradición

Cuando la argumentación biológica o filosófica no basta, Kass recurre a otras fuentes con un método «ecléctico y multidisciplinar», que bien puede definirse como una de las claves de esta obra: «aunque lo que intento es repensar un tema, no conviene empezar desde cero; precisamente porque estamos tan desorientados, quizá debamos escuchar algunas voces muertas hace mucho tiempo para contemplar con ojos vivos lo que tenemos ante nosotros» (p. 51).

Por ejemplo, ¿qué puede aportar Homero? Citando a Fielding, Kass presenta la «Odisea» como «el maravilloso libro de Homero sobre el comer», pero un comer que en el hombre va más allá de lo estrictamente fisiológico o animal. Para mostrar la diferencia, recurre a una antigua tradición -la hospitalidad- que se remonta al patriarca Abraham en su célebre encuentro con los tres hombres de Mambré.

En la cosmovisión antigua, el extraño menesteroso proporciona la ocasión para ejercer la nobleza propia del hombre: «Alimentarse uno a sí mismo es obligatorio, pero alimentar a otro comensal es liberal, esto es, libre». La liberalidad ínsita en el dar de comer al extraño parte del reconocimiento de su dignidad, sin ignorar su dependencia. «Curiosamente es el extraño y vulnerable el que nos recuerda la providencia, el que nos hace más agudamente conscientes de nuestro (relativo) privilegio, el que nos inspira gratitud y nos urge a imitar la generosidad de la naturaleza y a aumentarla con nuestros propios actos de hospitalidad» (p. 175). Estos actos hospitalarios, como el dar de comer, van creando lo que Kass llama «la primera institución que los hombres establecen para afrontar sus necesidades: el hogar» (p. 180).

Del comer como acto fisiológico y como acto nutritivo, pasamos al acto liberal y providente. Sólo quien ofrece hospitalidad es capaz de descubrir el verdadero fundamento de esta tradición: la piedad, propia de quienes se saben guiados por un ser superior. Para los griegos -afirma Kass, siguiendo la interpretación más extendida-, el mayor de los dioses del Olimpo, el dios Zeus, es el protector del extraño, del mendigo, del que carece de hogar. De ahí que, también según los griegos, la hospitalidad represente no sólo el ejercicio de la piedad sino de la prudencia: «El extraño, al que nunca has visto antes y quizá no vuelvas a ver, puede en realidad ser un dios». Por esto, aunque «a nosotros, esta creencia de los griegos tal vez nos parezca absurda», bien entendida, «representa una visión profunda, que apunta hacia el verdadero fundamento de la hospitalidad» (p. 175).

Alimentar el cuerpo y el alma

Relacionar el comer o el dar de comer con la divinidad, es ciertamente audaz. Kass lo lleva a cabo al hilo de sus comentarios a los clásicos. Sin embargo, más audaz aún parece el subtítulo del libro: «La comida y el perfeccionamiento de nuestra naturaleza». La tesis de fondo es la siguiente: ¿puede el hombre perfeccionarse mientras come? La respuesta de Kass es afirmativa: no sólo es posible sino necesario. En esto consiste la humanización de nuestras necesidades: «En la comida humanizada, podemos alimentar nuestras almas mientras alimentamos nuestros cuerpos» (p. 358), «pues para los que comprenden cuál es el significado de comer y el de sus almas hambrientas, la necesidad se convierte en la madre de las virtudes propiamente humanas: la libertad, la compasión, la moderación, el ennoblecimiento, el gusto, la liberalidad, la delicadeza, la gracia, el ingenio, la gratitud y la devoción» (p. 359).

Pero una afirmación así ha de ir acompañada por muchas pruebas y argumentos, también de autoridad. Kass lo sabe y de nuevo acude a «su método ecléctico y multidisciplinar». Además de citar a clásicos como Erasmo de Rotterdam, ofrece ejemplos de «aplastante sentido común»:

«Estar en la mesa significa, sepámoslo o no, contraer un compromiso con las formas y la corrección; (…) formas que actúan, regulan y establecen una conducta y que representan el modo propiamente humano de satisfacer las necesidades» (pp. 220-221).

«La multiplicidad de utensilios -platos, vasos, cubertería- anuncia, incluso a los no iniciados, una comida que va a incluir más de un plato y anticipa un ordenamiento temporal (…) Más complejo que morder, masticar y tragar, el uso humano y humanizador de los útiles oculta en parte la necesidad animal subyacente. (…) Las reglas generales formalizadas que rigen su uso -qué tenedor se emplea en la ensalada, qué vaso es el adecuado para el agua-, refuerzan la sensación de constituir una comunidad, distinguiendo aquéllos que pertenecen a ella de los que no (p. 225)».

Desventajas de la comida rápida

Aunque Kass no olvida el origen humilde de su libro -el sencillo acto de comer-, sabe mejor que nadie lo que ya los clásicos descubrieron: que el cultivo de la mente «comienza con la palabra liberada por la necesidad satisfecha» (p. 264). Sin embargo, no lo presenta como una dicotomía, sino más bien refleja su íntima conexión.

Por este motivo, Kass arremete contra las formas actuales de comer, cada vez más funcionales, utilitarias o económicas. «Realmente, la fast food, o la comida que se hace ante el televisor o mientras realizamos otras actividades, ahorra tiempo, satisface nuestras necesidades energéticas y procura una satisfacción casi instantánea. Pero por eso mismo hace que surjan menos oportunidades para la conversación, la comunión y la apreciación estética; así se frustran los otros apetitos del alma» (pp. 359-360).

Lo hasta aquí reseñado es un estupendo aperitivo de muchos otros temas dignos de ser mencionados. Se dejan intencionadamente al lector hambriento. Como el propio Kass escribe al acabar su nota preliminar, sólo queda añadir: «Buen provecho».

Colmar una laguna: el trabajo de la casa

En Gran Bretaña, el gobierno laborista ha optado por destinar más dinero para mejorar las comidas escolares (Aceprensa 71/05). Además, el Ministerio de Educación controlará a partir de septiembre de 2005 el nivel de grasa, glucosa y sal en la comida escolar.

¿Pero se resuelve con esto el problema? John Dunford, secretario general de la Secondary Heads’ Association, ve con escepticismo estas medidas porque «parten de la base de que la mayoría de los estudiantes comen alimentos sanos y de mejor calidad en sus casas». Teniendo en cuenta que las comidas escolares son sólo el 15% de lo que come un niño al cabo de un año, la clave de la nutrición infantil hay que buscarla por otro lado. Neil Porter, de la Local Authority Caterers’ Association, afirma que los niños viven en la cultura de la comida precocinada y que hay «al menos dos generaciones de padres que no saben cocinar y no están familiarizados con ciertos alimentos» (The Economist, 4-12-2004).

Hasta aquí, un problema real; un problema referente a la nutrición, pero también estrechamente relacionado con un tema que aparece tangencialmente: el trabajo de cocinar a diario para una familia y en la propia casa. El libro de Leon Kass no ignora el gran reto que supone el arte culinario, pero deja sin resolver este problema, porque pasa por alto precisamente el «quid» de la cuestión: cocinar, además de arte, es también y en igual medida, ciencia y trabajo; trabajo muchas veces manual -aunque no sólo-, y trabajo doméstico, necesario para el completo desarrollo humano de la persona, que crece en un hogar y ahí debe encontrar las condiciones no sólo afectivas o educativas, sino también materiales para ese desarrollo. Haber olvidado esto se revela como un grave daño a la sociedad. Potenciar estas actividades con toda su trascendencia social y una correcta proyección profesional, puede ser condición necesaria para dar la vuelta al problema. Y de esto, hoy en día empiezan a oírse voces de alerta.

La solución de Kass, sin embargo, no es negativa: «Como el poeta vive en su poema, y el pintor en su pintura, así también, el cocinero en cuanto cocinero vive en su cocina», y en esa experiencia estética «procura misteriosamente una satisfacción tanto corporal como espiritual» (p. 292). Es el caso magistralmente narrado del cuento de Isak Dinesen, «El festín de Babette», y de la excelente adaptación al cine, merecedora del Oscar a la mejor película extranjera. Ahora bien -y estoy segura de que Kass admitiría esta crítica-, no basta con ejercer este maravilloso arte en las señaladas ocasiones de un banquete. El ser humano -esa alma hambrienta que exige humanizarse también a través del comer- merece una atención ordinaria y constante, un trabajo hecho con profesionalidad, rigor, ingenio, variedad, que brinde diariamente un alimento sano, nutritivo, que le permita alcanzar su plenitud corporal e intelectual.

Kass apunta a esta solución cuando se refiere al hogar como primera institución humana para afrontar sus necesidades (p. 180). Autores como Alejandro Llano hablan de la familia como primera solidaridad (2), y otros como Leonardo Polo llegan a afirmar que la familia es posible por la mano (3). El trabajo manual produce ese cañamazo de relaciones materiales -la limpieza, el cuidado de la ropa, la cocina, etc.-, que constituyen una forma de dependencia positiva y necesaria. No está muy lejos de estas afirmaciones Alasdair MacIntyre, cuando sostiene que este «reconocimiento de la dependencia es la clave de la independencia» (4). La madurez propia del animal racional, en efecto, parte de una serie de virtudes menores -virtudes de la dependencia reconocida, en expresión de MacIntyre- que se alcanzan principalmente a través de estas relaciones familiares y también materiales imprescindibles.

Es un error haber despreciado los trabajos domésticos, considerarlos de poca categoría y pensar que no requieren preparación profesional. Como el gobierno británico empieza a descubrir, no bastan medidas económicas a favor de los menús en los colegios para mejorar la alimentación de los niños. Dentro de poco, habrá que admitir la evidencia. Los trabajos domésticos se irán abriendo con nueva fuerza: lejos de volver a una imagen estereotipada del ama de casa sin preparación, habrá que presentarlos como la clave para devolver a la sociedad tecnocrática su aspecto más humano. Tendremos que admitir la excelencia específica del hogar.

¿Falta la Eucaristía?

Cuando apareció por primera vez esta obra de Leon Kass, Molly Finn escribió una recensión en la revista norteamericana First Things (febrero 1995), que finalizaba con la siguiente observación: «Al ignorar esta fiesta de las fiestas [la celebración de la Eucaristía como banquete], el Dr. Kass ha disminuido significativamente la fuerza de su libro». Hacía referencia con ello a la explícita negación del autor a tratar en el último capítulo -titulado «La comida santificada»- de la celebración cristiana y más propiamente católica de la «Última cena». Una crítica semejante hace Alejo José G. Sison en la presentación de la edición española.

Esta objeción no deja de resultar interesante, pero quizás es algo injusta y en cualquier caso, una apreciación externa. Creo que es pedir demasiado a un autor que, además de declararse judío practicante, no tiene reparos en declarar que estaría muy agradecido de que otra persona asumiera este reto y, de paso, escribiera el séptimo capítulo que «falta» a la obra (pp. 24-25).

El libro merece una atención particular por muchos motivos. Uno importante es que, en una sociedad relativista y multicultural como la nuestra, se agradece todo esfuerzo por presentar al lector común temas tan cruciales como la naturaleza humana, su apertura a la trascendencia, su dignidad, etc. Que este esfuerzo sea llevado a cabo por un pensador no cristiano, resulta de especial ayuda para demostrar que no estamos ante verdades de fe. Ése es un mérito más de este libro: unir a la tradición cristiana y judía en una concepción antropológica común, universalmente compartida, presente ya en los clásicos griegos, y que, gracias a estudios como el de Kass, puede servir de punto de encuentro para superar divergencias en la respuesta a una pregunta fundamental: ¿quiénes somos?

Maria Pia Chirinos
Investigadora en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Roma)

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(1) Leon R. Kass. El alma hambrienta. La comida y el perfeccionamiento de nuestra naturaleza. Ediciones Cristiandad. Madrid (2005). 377 págs. 18,75 €. T.o.: The Hungry Soul. Eating and the Perfecting of our Nature. Traductores: Gabriel Insausti y Eduardo Michelena.

(2) El diablo es conservador, EUNSA, Pamplona 2001, p. 132.

(3) Quién es el hombre, Rialp, Madrid 1991, p. 72.

(4) Animales racionales y dependientes, Paidós Básica, Barcelona 2001, p. 103.

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