Se suponía que los smartphones y las tabletas iban a traernos más oportunidades para estar conectados con los demás. Sin embargo, su efecto más visible en las relaciones sociales es que están perjudicando nuestra capacidad para mantener conversaciones valiosas. Así lo explica Sherry Turkle, psicóloga clínica y socióloga del Instituto Tecnológico de Massachusetts, en su libro Reclaiming Conversation: The Power of Talk in a Digital Age.
(Actualizado el 3-12-2015)
Los fabricantes de juguetes han encontrado un filón en la inteligencia artificial. La sorpresa de la temporada es la “Hello Barbie” de Mattel, muñeca provista de un algoritmo con 8.000 respuestas posibles para interactuar con las niñas. Las ofertas de otros fabricantes van desde dinosaurios a ositos de peluche que hablan.
“Vivimos un momento robótico”, declara Turkle a The New York Times. “Y no porque hayamos inventado máquinas capaces de amarnos o de preocuparse por nosotros, sino porque estamos dispuestos a creer que lo hacen”.
Conectados pero solos
Turkle no tiene nada en contra de la tecnología. Al revés: trabaja con robots y lleva años estudiando las interacciones entre los humanos y las máquinas, explica Megan Garber en The Atlantic. Pero últimamente se ha vuelto mucho más crítica con los efectos de la conexión constante a los dispositivos.
En su anterior libro, Alone Together: Why We Expect More From Technology and Less From Each Other (2011), Turkle llamó la atención sobre el peligro de buscar en la tecnología que llevamos encima un sustituto a la relaciones sociales. “Las conexiones digitales y los robots sociales nos dan la sensación de estar en compañía sin las exigencias de la amistad”.
Sentirse conectado también es una forma de evitar quedarse a solas con uno mismo: no nos gusta estar solos, y enseguida acudimos al móvil para quitarnos la ansiedad. De ahí la necesidad compulsiva de compartir: “Comparto, luego existo” es la nueva regla de oro de las relaciones en la era digital.
En Reclaiming Conversation, Turkle sigue estudiando el poder seductor de la tecnología de bolsillo. Los dispositivos móviles, explica a Lauren Cassani Davis en una entrevista para The Atlantic, nos hacen tres promesas. “Yo las llamo los tres deseos del genio de la lámpara: nunca estarás solo; tu voz siempre será escuchada; y puedes poner tu atención donde quieras”.
“Los dispositivos móviles nos hacen tres promesas: nunca estarás solo; tu voz siempre será escuchada; y puedes poner tu atención donde quieras”
Paradójicamente, el resultado de este empeño por estar siempre conectados es que hoy “no nos prestamos atención unos a otros”, sino que la atención se la llevan nuestros dispositivos. Así, muchos se quejan de que sus amigos les ponen “en pausa” durante una conversación, mientras gestionan las demandas de sus smartphones.
El deterioro de la empatía
Para Turkle, la imagen del amigo “en pausa” sintetiza bien lo que los dispositivos móviles están haciendo con nuestras relaciones sociales: cuantas más veces presionamos el botón de pausa, más oportunidades perdemos de “ponernos en el lugar del otro y de comprender por lo que está pasando”.
Un ejemplo de esta pérdida de atención que nos impide empatizar con los demás es la manía de escribir mensajes de texto en cualquier momento. “Escribimos en los funerales. Escribimos durante los actos de culto del tipo que sean. Cuando pregunto a alguien por qué lo hace, responde diciendo que solo escribe en momentos aburridos. (…) Hemos perdido de vista que el objetivo de los funerales es precisamente estar junto a otras personas”.
La revolución digital ha establecido “un nuevo código de costumbres sociales que permite dividir la atención”, otorgando a las interrupciones ocasionadas por el móvil un trato de favor. “Yo crecí entre libros. Pero cuando hablaba con mis mejores amigas no tenía permiso para abrir un libro y ponerme a leer en medio de una conversación”.
“Las conexiones digitales nos dan la sensación de estar en compañía sin las exigencias de la amistad”
Soledad y conversación
Desconectar de la tecnología nos permite establecer otras conexiones valiosas: por ejemplo, con nosotros mismos. “En soledad aprendemos a concentrarnos y a imaginar; aprendemos a escucharnos a nosotros mismos. Necesitamos estas habilidades para estar plenamente presentes en las conversaciones”, explica Turkle en The New York Times.
La soledad favorece la reflexión personal; en ella adquirimos la calma para relacionarnos con los demás y “nos preparamos para participar después en las conversaciones y poder decir algo auténtico, que de verdad sea nuestro”. A la vez, “esa confianza en nosotros mismos nos dispone a escuchar de verdad a los demás”.
Visto así, se entiende por qué Turkle dice que los smartphones no son simples juguetitos electrónicos: también pueden funcionar como “poderosos aparatos psicológicos que cambian no solo lo que hacemos sino lo que somos”.
Ponerse a dieta digital
La buena noticia es que uno puede optar por “una dieta de medios sociales” más saludable. Es lo que pretenden los campamentos de verano que ofrecen diversión sin móviles ni Internet: “Después de cinco días [de desconexión], los jóvenes son capaces de ver escenas de películas e identificar con éxito lo que sienten los protagonistas”.
Turkle recomienda a los adultos que también se pongan a dieta. “A algunos les vendrá bien un campamento. A otros, una especie de día sabático a la semana. A otros, un tiempo diario”.
Algunos ingredientes que no pueden faltar: crear “espacios sagrados”, libres de móviles, en la vida cotidiana (la mesa del comedor, el cuarto de estudio…); abandonar “el mito de la multitarea”, que resta calor y empatía a las conversaciones; potenciar el contacto visual; y cultivar la capacidad de estar solos.
Reclaiming conversation se ha llevado el aplauso de otros intelectuales que, como Turkle, alertan sobre el creciente poder de las herramientas digitales en nuestras vidas. “Poner en duda Silicon Valley no es oponerse a la tecnología”, sino situarla “en el plano humano que le corresponde”, escribe en El País Nicholas Carr, autor de Superficiales y de Atrapados.
Por su parte, el novelista estadounidense Jonathan Franzen afirma en El Cultural que “el atractivo del libro reside en su evocación de un tiempo, no tan lejano, en el que la conversación, la privacidad y el debate matizado no eran bienes de lujo”.