Jérôme Lejeune (1926-1994) (Foto: Fondation Jérôme Lejeune)
Jérôme Lejeune, fallecido el pasado 3 de abril a la edad de 67 años, deja un ejemplo eminente de dedicación a la ciencia, puesta siempre al servicio de la vida humana. Juan Pablo II le ha definido como «un ardiente defensor de la vida». El Prof. Lejeune realizó esta defensa en la investigación, en la atención a los enfermos -especialmente a los niños aquejados del síndrome de Down- y en el terreno de la opinión pública. Yendo a menudo contra la corriente, no cesó de alzar su voz en favor del respeto a la persona desde su concepción.
En una carta enviada al arzobispo de París con motivo de la muerte del Prof. Lejeune, Juan Pablo II señala que el científico francés tuvo lo que puede llamarse un «carisma», pues «supo siempre hacer uso de su profundo conocimiento de la vida y de sus secretos en favor del verdadero bien del hombre y de la humanidad». El Papa recuerda que a él se debe la iniciativa de crear la recién constituida Academia Pontificia para la Vida (ver servicio 36/94). El propio Juan Pablo II le nombró el pasado 1 de marzo presidente de esta nueva institución, aunque sabía que el profesor estaba gravemente enfermo de cáncer y le quedaba poco tiempo de vida. Fue una última muestra de afecto, confirmada la víspera de su muerte mediante un telegrama en que el Papa le reiteraba su amistad y le enviaba su bendición.
Lejeune continuó trabajando hasta el final. Ya ingresado en el hospital dio los últimos toques a un estudio que preparaba desde hacía tiempo. Murió en París, de un cáncer de pulmón que se había manifestado hacía cuatro meses y medio. Estaba casado y tenía cinco hijos.
Un curriculum impresionante
Este «sabio biólogo», como lo describe el Papa en su carta al Card. Lustiger, ha dejado un curriculum vitae ciertamente impresionante. Doctor en Medicina y en Ciencias Biológicas, comenzó sus trabajos en el Centro Nacional de Investigaciones Científicas (París) en 1953, del que llegó a ser director diez años más tarde. Fue nombrado profesor de Genética fundamental de la Universidad de París en 1964, y al año siguiente jefe del servicio de la misma especialidad en el hospital Necker-Enfants Malades, de la capital francesa. Allí trabajó hasta su muerte en la atención a los niños enfermos, buscando terapias eficaces contra las anomalías causantes de discapacidad intelectual e investigando sobre las afecciones de origen genético en general.
Lejeune pasa a la historia sobre todo por el hallazgo de la causa del síndrome de Down. En 1959, el equipo dirigido por él descubrió que las personas aquejadas de esta anomalía presentan un cromosoma supernumerario en el par número 21.
El trabajo científico de Lejeune, recogido en abundantes publicaciones cuya sola enumeración requiere más de trece páginas del anuario del Instituto de Francia, obtuvo un amplio reconocimiento. Fue admitido en el Instituto, por parte de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, en 1982, y al año siguiente, en la Academia Nacional de Medicina. Era también miembro de academias extranjeras, como la de Ciencias de Suecia, la norteamericana de Humanidades y Ciencias (Boston), o la Real Sociedad de Medicina de Londres. Recibió diversos galardones científicos, tanto en Francia como en otros países, ya que era reconocido como uno de los primeros expertos mundiales en genética. Además, fue nombrado doctor honoris causa por las universidades de Düsseldorf y Navarra.
Pablo VI le nombró en 1974 miembro de la Academia Pontificia de Ciencias. Desde entonces prestó asesoramiento a la Santa Sede en temas de su especialidad, a través de este organismo y del Consejo para la pastoral de los agentes sanitarios. También fue llamado a participar como experto en algún Sínodo de los Obispos.
Una personalidad incómoda
Ciertamente, como dice el Papa en su carta, Lejeune “era respetado incluso por quienes no compartían sus convicciones más profundas”. Sin embargo, su magnífica acumulación de títulos y honores no debe hacer olvidar que también tuvo que sufrir incomprensiones por su firme postura en defensa de la vida. Como dice de él el demógrafo Pierre Chaunu, también miembro del Instituto de Francia, en una sentida semblanza de homenaje (Le Figaro, 4-IV-94), “más impresionantes y más honrosos aún que los títulos que recibió, son aquellos de los que fue privado en castigo a su rechazo de los horrores contemporáneos”.
De modo análogo se expresa Juan Pablo II, cuando escribe en su carta al Card. Lustiger que Lejeune “asumió plenamente la responsabilidad propia del sabio, dispuesto a ser un ‘signo de contradicción’, sin importarle las presiones ejercidas por la sociedad permisiva ni el ostracismo de que fue objeto”. Lejeune, admirado por muchos, fue una personalidad incómoda para otros: un hombre vetado en algunos ambientes, en los que se procuraba aislarle y silenciarle.
Cuando, en 1974, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, como Gran Canciller de la Universidad de Navarra, le confirió el doctorado honoris causa, elogió su “compromiso personal con la verdad y con la vida”. Y subrayó la valentía que demostraba al mantener tal postura, sabiendo que “a esa rectitud comprometida no corresponde siempre una imagen favorable en la opinión pública”.
Lejeune, en efecto, no temió dar la cara y hablar claro: lo consideraba un deber. “No podía soportar la matanza de los inocentes –recuerda Chaunu–; el aborto le causaba horror. Creía (…), antes incluso de tener la prueba irrefutable, que un embrión humano es ya un hombre, y que su eliminación es un homicidio; que esta libertad que se toma el fuerte sobre el débil amenaza la supervivencia de la especie y, lo que es más grave aún, de su alma”.
Su compromiso en defensa de la vida humana se traducía en continuas intervenciones públicas y en la actividad dentro de la asociación “Laissez-les vivre”, de la que fue consejero científico y uno de los promotores. También era presidente de “Secours aux futures mères”, organización dedicada a ayudar a embarazadas que se encuentran en situaciones difíciles.
En la opinión pública
Al recordar este firme compromiso, Juan Pablo II subraya que Lejeune era “un gran cristiano del siglo XX, un hombre para quien la defensa de la vida se convirtió en un apostolado”. Pierre Chaunu resume su vida diciendo que la repartió “entre la investigación fundamental, sus niños enfermos y el esfuerzo paciente para convencer”. Empleó su saber y su prestigio para difundir la verdad comprobada por la ciencia: la vida de cada ser humano comienza en el instante de la concepción. Estaba persuadido de que si el público conociera realmente este dato, no aceptaría el aborto.
Lejeune comenzó pronto esta labor de formación de la opinión pública. En 1968 denunció las campañas para difundir los anticonceptivos, especialmente en las colonias francesas, advirtiendo contra los posibles efectos nocivos de esos productos: un aviso cuya oportunidad ha ido confirmándose después, pero que entonces casi nadie osaba hacer. En la década siguiente alzó su voz cuando se preparaba en Francia la legalización del aborto, aprobada en 1975. Y ya no cesó de clamar en favor de los no nacidos.
Más tarde se opuso públicamente a la fecundación in vitro: insistía en que con ella se introducía una mentalidad tecnicista y productiva en la procreación. Fue uno de los principales asesores consultados para elaborar la instrucción vaticana sobre estas cuestiones, Donum vitae, de 1987. Ese mismo año, como miembro del comité gestor del hospital Notre-Dame-de-Bon-Secours, logró que en esa institución no se practicara la fecundación artificial. En 1989 se prestó a declarar, en calidad de experto, ante un tribunal de Maryville (Estados Unidos) que debía decidir el destino de unos embriones congelados. Mostró que los embriones eran seres humanos, y el juez decidió que no fueran destruidos, sino confiados a la custodia de la madre. En 1991 publicó este testimonio en su libro L’Enceinte concentrationnaire (1).
El Pulgarcito que hemos sido
Juan Pablo II recuerda este perseverante esfuerzo de Lejeune cuando escribe que “diversos organismos le invitaban para dar conferencias y solicitaban su consejo”. El testimonio en Maryville no fue su primera intervención como experto ante un tribunal en defensa de la humanidad de los no nacidos. Y también se hizo oír en los parlamentos: en 1981 declaró ante un subcomité del Senado norteamericano que examinaba una enmienda presentada a la ley del aborto; años más tarde, habló ante una comisión del Parlamento británico cuando en aquel país se discutía si se podía permitir los experimentos con embriones de menos de catorce días. En cuanto a sus conferencias, son incontables, en todas partes del mundo. Lejeune se prestaba fácilmente a hablar en público cuando se trataba de la vida humana.
Lo hacía con maestría de divulgador. Sus intervenciones están llenas de expresiones acertadas y ejemplos gráficos que persuaden y hacen reflexionar. “La vida tiene una historia muy larga –solía decir–, pero cada individuo tiene un comienzo muy preciso: el momento de su concepción”. Explicaba que el embrión es, sin lugar a dudas, uno de los nuestros, aunque el más chico: “El increíble Pulgarcito, el hombre más pequeño que el dedo pulgar, existe realmente: no el del cuento, sino el que cada uno de nosotros hemos sido”.
El legado de Lejeune está compuesto, pues, de palabras y de obras, como escribe Juan Pablo II al aludir al “testimonio, verdaderamente impresionante, de su vida como hombre y como cristiano”. O, para decirlo con la admiración que manifiesta el luterano Pierre Chaunu: “Era un sabio inmenso, más aún… Un médico, un médico cristiano y un santo”.
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(1) Traducido al español con el título ¿Qué es el embrión humano? (ver servicio 151/93).
Breve antología
Seleccionamos algunos fragmentos memorables de diversas intervenciones públicas de Jérôme Lejeune.
La sinfonía de la vida
Los cromosomas son largos filamentos de ADN sobre los que está escrita la información. Estos filamentos se encuentran muy apretadamente enrollados en los cromosomas, y, de hecho, podemos perfectamente comparar un cromosoma con una minicasete en la que hay escrita una sinfonía, la sinfonía de la vida. Si usted va y compra una casete en la que se ha grabado la Pequeña Serenata Nocturna de Mozart y la pone en una grabadora normal, no se reproducirán los músicos ni tampoco las notas musicales, puesto que no están ahí; lo que se reproducirá es el movimiento del aire que transmite a usted el genio de Mozart. Así es exactamente como se desarrolla la vida. Sobre las minúsculas minicasetes que son nuestros cromosomas están escritas diversas partituras de la obra que es nuestra sinfonía humana. En cuanto se reúne toda la información necesaria y suficiente para expresar toda la sinfonía, la sinfonía suena sola, es decir, un hombre nuevo comienza su carrera. [Al tribunal de Maryville, 10-VIII-1989.]
El pequeño astronauta
La viabilidad del concebido es extraordinaria. (…) Dentro de su cápsula vital, la bolsa amniótica, el pequeño ser es tan viable como un astronauta sobre la luna con su traje espacial: sólo es necesario que su nave-nodriza le abastezca con fluidos vitales. Esta alimentación es indispensable para la supervivencia, pero no “hace” al niño: del mismo modo que el más sofisticado cohete espacial no puede producir un astronauta.
Tal comparación resulta mucho más convincente cuando el feto se mueve. Gracias a un ingenio semejante al sonar, el Dr. Ian Donald de Inglaterra consiguió filmar hace un año una película que mostraba a la estrella más joven del mundo: un niño de once semanas bailando en el útero. ¡El niño juega, por decirlo así, sobre un trampolín! Dobla sus rodillas, se apoya en la pared, se impulsa y cae de nuevo. Puesto que su cuerpo tiene la misma densidad que el líquido amniótico, no siente la gravedad y ejecuta un baile de un modo lento, gracioso, elegante, imposible en cualquier otro lugar de la tierra. Solo los astronautas en su estado de ingravidez pueden conseguir tal suavidad de movimientos. Por cierto, que para el primer paseo por el espacio, los técnicos tuvieron que decidir dónde acoplar los tubos por los que se suministrarían los fluidos. Por fin eligieron la hebilla del cinturón del traje, reinventando el cordón umbilical. [Al Senado de Estados Unidos, 23-IV-1981.]
Hombres y monos
Como biólogo, pienso que existe un peligro gravísimo para nuestra generación, el de perder el respeto por la naturaleza humana. Ya sé que el término “naturaleza humana” es algo que no está en boga. Sin embargo, la naturaleza nunca pasa de moda, y verdaderamente existe una naturaleza humana.
Yo viajo muchísimo –quizá demasiado–, y siempre que puedo visito dos lugares en las grandes ciudades: la universidad y el parque zoológico. Resultan muy instructivos. En las universidades he visto muchas veces a personas preparadas que quizá se cuestionaban si sus hijos eran animales, ¿quién sabe? En cambio, en los parques zoológicos nunca he visto a unos chimpancés celebrar un congreso para preguntarse si sus hijos llegarían a ser profesores de universidad.
Deduzco, pues, que existe verdaderamente una diferencia, y una diferencia de naturaleza. Si, por ejemplo, miramos por el microscopio cromosomas de hombres, observamos primero su número y luego vemos unas cintas muy pequeñas, unas bandas en cada cromosoma. Podemos describirlos uno por uno y, si los comparamos con cromosomas de simio y el estudiante que los ve por el microscopio se equivoca y cree que un hombre es un chimpancé, suspenderá el examen. No cabe confusión. [En el X Congreso Internacional de la Familia, Madrid, 17-IX-1987.]
Embriones baratos
Hace algunos años los manipuladores pretendían estudiar en embriones humanos de menos de 14 días enfermedades como la debilidad mental, la hemofilia, la miopatía o la mucoviscidosis. Cuando fui llamado a testimoniar ante los parlamentarios británicos subrayé que en un ser humano de menos de 14 días (era el límite que algunos proponían para la utilización legal del material humano) es imposible estudiar una perturbación del cerebro, pues no está formado todavía; ni un defecto de coagulación de la sangre, que aún no circula; ni una anomalía de los músculos, que no están ni esbozados; ni una imperfección del páncreas, que sólo aparecerá más tarde.
Ciertamente, no era necesario utilizar seres humanos, porque en estos tres años el gen de la mucoviscidosis ha sido descubierto; el gen de la distrofia muscular ha sido clonado (la proteína que fabrica, la distrofina, es hoy bien conocida), y se han hecho grandes progresos en la investigación de las enfermedades mentales. Para la hemofilia se fabrica por ingeniería genética el factor de la coagulación mediante bacterias manipuladas artificialmente. De este modo se podrá tratar a los hemofílicos sin riesgo de inocularles el sida. Y estas conquistas de la medicina se han llevado a cabo sin poner en juego la vida de un solo ser humano.
¿Por qué entonces se está intentando legalizar la experimentación con material humano? Por una razón sórdida que apenas nadie se atreve a decir. Un embrión de chimpancé cuesta muy caro. La vida humana no tiene precio. Pues ha perdido todo su valor desde que naciones, civilizadas desde hace mucho tiempo, han rechazado por votación lo que todos los maestros de la medicina habían jurado durante más de dos mil años.
Desde el 23 de abril de 1990, los pequeños súbditos de Su Graciosa Majestad que no han cumplido todavía los 14 días, pueden ser considerados como material experimental. ¡Esta vivisección de pequeños ingleses, esta supresión del habeas corpus en el comienzo de la vida, apenas tuvo eco entre nosotros! [Artículo en Le Figaro, 17-IX-1990.]