En el siglo XX hubo gente convencida de que la supervivencia de la humanidad dependía de que se detuviera su crecimiento. Esto llevó a planear y ejecutar proyectos de control de la población que dieron lugar a masivas violaciones de derechos humanos. Matthew Connelly, profesor de la Universidad de Columbia, relata en su libro Fatal Misconception (1) la historia del movimiento controlista, cuyas fuerzas impulsoras fueron la eugenesia y el control de la natalidad, este generalmente de matriz feminista.
Los eugenistas estaban preocupados por la mayor fecundidad de la humanidad pobre y de color, a la que veían como origen de “hordas” potencialmente invasoras, o de los inferiores del mismo Occidente, que amenazaban deteriorar el patrimonio genético de las naciones adelantadas.
El interés de los promotores del control de la natalidad estaba más bien en la salud y el dominio de la sexualidad por parte de los individuos, las mujeres en primer lugar.
La alianza para la “criptoeugenesia”
Sin embargo, unos y otros acabaron formando una alianza. Los partidarios del control de la natalidad aprovecharon la influencia y el abundante dinero de los eugenistas, a la vez que prestaban a estos una cara más amable en el extranjero. En efecto, el movimiento eugenista no lograba extenderse fuera de Estados Unidos y Europa occidental por su evidente racismo.
Además, la diferencia en los principios no era tan neta. La misma Margaret Sanger, pionera del control de la natalidad, fundadora en 1921 de la organización que más tarde pasó a llamarse Planned Parenthood, era eugenista. En una carta de 1950 decía: “En los próximos 25 años, el mundo y nuestra civilización va a depender de un anticonceptivo sencillo, barato y seguro que pueda usarse en los suburbios míseros, en las selvas y entre la gente más ignorante. Creo que ahora, inmediatamente, tendría que haber una esterilización nacional para ciertas clases genéticamente deficientes de nuestra población a las que se está alentando a procrear y que morirían si no fuera porque el gobierno las alimenta”.
También Alva y Gunnar Myrdal, impulsores del Estado del bienestar en Suecia, compartían esas ideas. Su fórmula era difundir anticonceptivos y a la vez dar subvenciones por maternidad y vivienda, para asegurar que todo hijo nacido fuera un hijo querido, lema clásico del control de la natalidad. Pero la segunda parte de su programa, advertían, podía llevar a “un aumento de la fecundidad en grupos genéticamente defectuosos”, lo que exigía “algún correctivo adecuado”. El que propusieron era esterilizar a los de tales categorías, incluso empleando la fuerza con “los incapaces de decisiones racionales”. En efecto, a partir de 1941 Suecia implantó una política de esterilizaciones eugenésicas, en algunos casos aplicada también por motivo de “comportamiento antisocial”.
En la práctica, pues, los esfuerzos de una y otra corriente podían compaginarse muy bien. La convergencia encontró una etiqueta positiva para presentarse en sociedad: “planificación familiar”, término surgido en los años treinta.
La tendencia eugenista sobrevivió a la mala prensa que le dio el régimen nazi, solo que después de la II Guerra Mundial sus partidarios pusieron más cuidado en guardar las apariencias. Como en 1956 dijo C.P. Blacker, uno de los dirigentes de la Federación Internacional de Planificación Familiar (IPPF), había que practicar la “criptoeugenesia”: “Perseguir los objetivos de la eugenesia sin revelar qué se pretende en realidad y sin mencionar la palabra”. Pero la eugenesia fue cada vez más criticada, hasta perder prácticamente todo crédito hacia los años setenta.
El miedo a los pobres
Los controlistas siempre se distinguieron por su mesianismo. Se sentían llamados a salvar la civilización occidental, o el mundo entero, del cataclismo que iba a traer la “superpoblación”. Creían que ante el inminente asedio de las masas depauperadas que crecían a paso exponencial en Asia, África y Latinoamérica, Occidente tendría que gastar ingentes recursos en alimentarlas o en defenderse de ellas. Otra versión del apocalipsis demográfico, predominante más tarde, anunciaba hambrunas y epidemias espantosas, la Tierra esquilmada, el agotamiento de los recursos.
Desde el principio, la muestra preferida de lo que se avecinaba fue la India. Ya en 1927, dos libros (Standing Room Only?, de Edward Ross, y Mother India, de Katherine Mayo) popularizaron la imagen de la India superpoblada. Sin embargo, por aquel entonces, la India -al igual que el resto del mundo “subdesarrollado”- no crecía rápidamente; más bien sufría una mortalidad muy elevada. También, muchos años más tarde, Delhi inspiró a Paul Ehrlich la primera de sus profecías fallidas, The Population Bomb (1968), que junto con Limits to Growth (1972), del Club de Roma, forjó el imaginario catastrofista de finales del siglo pasado. Los controlistas no habían advertido que ya entonces la fecundidad del mundo estaba bajando, ni previeron los adelantos que iban a permitir alimentar mejor que nunca a la humanidad.
La exageración era tanto una secuela de los prejuicios como un instrumento para comunicar la urgencia de la misión, que los controlistas solían describir con terminología bélica. Y, claro, en toda guerra hay que recurrir a la fuerza, y son inevitables las bajas y los daños colaterales. Los controlistas, como generales ante el mapa de operaciones, veían números, no personas.
Era imperativo que las masas del Tercer Mundo redujeran su fecundidad: si no se podía obtener su cooperación, habría que lograrlo aun contra su voluntad. Y a menudo fue así: en las primeras campañas anticonceptivas en la India de los años treinta, observa Connelly, se comprobó que “ni siquiera con los más pobres de los pobres se podía dar por descontado que querrían menos hijos. Los que compartían la fe de Sanger en que el valor del control de la natalidad era evidente olvidarían a menudo esta lección”.
Fundaciones privadas y dinero público
Connelly narra la formación del movimiento controlista desde principios del siglo pasado en la primera mitad del libro. El autor se pierde en un exceso de detalles de los que no logra presentar una clara visión de conjunto. Fatal Misconception cobra interés cuando llega a los años cincuenta, época en que se constituye el establishment controlista que dominará la escena desde entonces.
Aparecen las principales fuentes de dinero privado para la causa: las fundaciones Rockefeller y Ford, junto con algunos otros millonarios y sedicentes filántropos, en particular el norteamericano William Draper, que fue responsable del plan de reconstrucción de Japón después de la guerra. La financiación pública vino sobre todo de las agencias de ayuda al desarrollo de unos cuantos países: muy por delante de las demás, la de Estados Unidos (USAID), y luego las de Suecia (SIDA) y Noruega (Norad). El gobierno japonés también puso muchos millones en algunas épocas. En este capítulo, el nombre que conviene retener es el de Reimert Ravenholt, director de la Oficina de Población de USAID entre 1965 y 1979.
Los organismos internacionales que más intervinieron son el Fondo de la ONU para la Población (UNFPA) y el Banco Mundial (BM), especialmente bajo la presidencia de Robert McNamara (1968-1981). En el sector privado, la IPPF, dirigida durante los años clave (1962-1974) por Alan Guttmacher (que fue también vicepresidente de la Sociedad Americana de Eugenesia), fue la principal impulsora y ejecutora de las campañas.
Un Fondo de la ONU sin control
Estos actores comienzan a trabajar en equipo a raíz de una reunión de notables a puerta cerrada convocada por John D. Rockefeller III en junio de 1952. Los frutos del conciliábulo fueron el Population Council y la IPPF, fundados a finales del mismo año. Dotado ya de una estructura para recaudar dinero y desarrollar programas, el movimiento inició sus actividades en la India, donde poco después se implantó, por primera vez en la historia, una política expresamente dirigida a reducir la natalidad. Las fundaciones Rockefeller y Ford se apresuran a ofrecer financiación al gobierno de Nehru.
Las campañas se multiplicaron a partir de 1967, gracias a la USAID, que con Ravenholt se convirtió en la primera donante, con gran diferencia. El problema era que el dinero del gobierno de Estados Unidos hacía a los proyectos sospechosos de servir a una conspiración norteamericana contra el crecimiento del Tercer Mundo. Hacía falta una “mano blanca” que repartiera los dólares.
La solución ideada fue el Fondo de la ONU para Población (UNFPA), diseñado por Rockefeller, Draper y otros en un informe de 1969. Sería una agencia de un tipo inédito en la ONU: independiente del control de los Estados miembros, con completa libertad para recibir fondos y financiar los programas y organizaciones que quisiera. El UNFPA, criatura y longa manus del establishment antinatalista, funcionó de modo autónomo hasta que la Asamblea General lo puso bajo control en 1993.
La principal fuerza del UNFPA estaba en los muchos millones que tenía para dar y las vestiduras de la ONU con que se presentaba. Pero esto último era también la causa de su gran limitación práctica: no le resultaba fácil convencer a los gobiernos que no querían colaborar. La solución llega en 1972, cuando un comité en el que estaban representados los organismos y las agencias controlistas propone y consigue que el Banco Mundial coopere con el Fondo. La colaboración consistiría en presionar a los gobiernos a que aceptaran los programas de control de la natalidad que ofrecía el UNFPA si querían recibir ayudas del Banco Mundial.
Los años más negros
El “eje” UNFPA-BM fue eficaz. Quizá su éxito más sonado fue el brusco cambio de política por parte de México, que dependía de los créditos del BM y en el mismo 1972 adoptó el control de la natalidad tras una visita de McNamara. Empezó a haber campañas de esterilizaciones en México, aunque muchas veces con el disimulo que exigía carecer del apoyo del pueblo.
De todas formas, las mayores campañas, y las que dieron lugar a más abusos, se realizaron en países con gobiernos a favor: India, China, Pakistán, Bangladesh.
Desde muy pronto, las campañas indias recurrieron a la coacción. Había premios para los pobres que se dejaran esterilizar, y castigos para los que no aceptaran, como denegarles la ayuda alimentaria en zonas afectadas por inundaciones. La época peor fue de junio de 1975 a marzo de 1977, durante el estado de excepción decretado por Indira Gandhi. En el primero de esos dos años, se esterilizó a más de 8 millones de personas. Se cumplió, como en otros tiempos y lugares, una ley general de estos programas antinatalistas: cuantas más esterilizaciones y más dispositivos intrauterinos (DIU) insertados, menos asepsia y más complicaciones con menos seguimiento.
China fue aún más drástica a partir de la adopción de la política del hijo único en 1978, que en seguida contó con financiación del UNFPA y asesoramiento de la IPPF. El Fondo empezó dando 50 millones de dólares en 1980. La IPPF, por su parte, aconsejó al régimen de Pekín constituir una Asociación de Planificación Familiar, teóricamente autónoma, que se encargara de aplicar la política antinatalista. Más tarde, cuando en Occidente comenzaron las críticas al llegar noticias de abortos forzosos y otras formas de coacción, el UNFPA y la IPPF se defendieron alegando que ellos solo colaboraban con el gobierno chino, y los abusos eran desviaciones cometidas por personal de organizaciones voluntarias.
En 1983, con dinero fresco del UNFPA, comenzó la fase más brutal de las campañas chinas. Pekín decidió que a toda mujer que tuviera un hijo se insertaría el DIU; toda pareja con dos hijos sería esterilizada, y en ningún caso se permitiría que naciera un tercer hijo. En un año se esterilizó a unos 20 millones de personas, se puso el DIU a 18 millones de mujeres y se practicaron 14 millones de abortos. Los relatos de horrores se multiplicaron, y el control de la natalidad, que desde la década anterior venía siendo cada vez más puesto en cuestión, se desprestigió de modo irreparable.
El discurso de los derechos reproductivos
Connelly da a su libro un final feliz: la derrota del control de la población y la victoria de los derechos reproductivos. El cambio fue fraguándose desde los setenta, de una Conferencia Internacional sobre Población a otra. En la de Bucarest (1974) afloraron quejas contra las campañas de control de población, y en la siguiente (México, 1984) se afirmó la autonomía de cada país para decidir su posición al respecto y se rechazó la coacción. En la última (El Cairo, 1994) se enterró el discurso sobre “poblaciones” y se entronizó otro sobre los derechos y el bienestar de las personas, sobre todo las mujeres.
Al llegar a El Cairo, Connelly tiene un nuevo malo para su historia: la Iglesia católica, culpable de oponerse a los anticonceptivos y al aborto. Connelly aboga por los derechos reproductivos, y presenta su postura como justo medio entre el control de la población y el natalismo con su pariente próximo, la enseñanza católica. Lo uno y lo otro son igualados en maldad, pues -dice- coinciden en impedir que el individuo, ante todo la mujer, decida por sí sobre su descendencia.
Pero el libro no sustenta esa equiparación. Los crímenes del control de la población llenan las páginas, mientras que sobre los abusos del natalismo solo hay alusiones genéricas. No resulta extraño si se repara en que ninguna política para alentar a tener hijos puede alcanzar el grado de coacción de una dirigida a impedir tenerlos. No se puede decir que, en lo tocante a derechos reproductivos, Indira Gandhi fue tan mala como Mussolini: fue mucho peor Indira Gandhi.
Menos aún puede mostrar Connelly las víctimas de la Iglesia. En esto cae en la consabida paradoja de señalar lo opresora que es la doctrina católica sobre la sexualidad, y a la vez cómo son cada vez menos los que se someten a ella. La evidencia de este ineficaz poder de la Iglesia debería mover a conocer de cerca su enseñanza, para averiguar por qué extraña razón hay aún quienes la siguen. Connelly podría también preguntarse si el aborto selectivo de niñas, que él lamenta, guarda alguna relación con el control privado de la natalidad, que tan calurosamente propugna.
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NOTAS
(1) Matthew Connelly. Fatal Misconception. The Struggle to Control World Population. Harvard University Press. Cambridge (Massachusetts), 2008. 521 págs. 35 $.