Alarmas y dudas ecológicas

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¿Está en peligro la Tierra?
La preocupación por el medio ambiente no se limita ya a problemas localizados, como la contaminación en algunas zonas. También causan inquietud peligros globales -el posible cambio climático, el «agujero» de ozono, la desaparición de especies- que pueden destruir el equilibrio ecológico del planeta. Y, como puso de manifiesto la «cumbre» de la Tierra organizada por la ONU en 1992, se cree que esas perturbaciones son de origen humano y, por tanto, es responsabilidad nuestra remediarlas. Pero esos son fenómenos muy complejos, y a menudo las señales de alarma llegan al público antes de que los científicos hayan dilucidado la cuestión. ¿De verdad la acción humana puede poner en peligro la ecología planetaria? A esta pregunta trata de responder el libro Medio ambiente: ¿alerta verde? (1), escrito por Francisco Tapia, meteorólogo, y Manuel Toharia, especialista en periodismo científico.

Uno de los fenómenos que más preocupan es el efecto invernadero. No es un invento del homo sapiens. Tan antiguo como la Tierra, está ligado a la existencia en la atmósfera de ciertos gases: naturales unos (vapor de agua, dióxido de carbono, metano, óxidos de nitrógeno y ozono); artificiales otros, como los clorofluorocarbonos (CFC). Gracias al efecto invernadero, nuestro planeta es fuente de vida y menos hostil de lo que sería sin ese colchón térmico. Sin estos gases, la temperatura media de la Tierra sería de 18º bajo cero; con efecto invernadero, esa temperatura media es hoy de unos 15º sobre cero.

Si son imprescindibles para la vida, ¿por qué se les echa la culpa de tantas desgracias ecológicas? Por la utilización masiva y rápida que hace el hombre de la energía procedente de los combustibles fósiles. Explican Tapia y Toharia: «Este proceso emite cantidades reducidas si se comparan con toda la atmósfera, pero no obstante significativas -y, desde luego, medibles- bastantes gases de efecto invernadero, cuya concentración en el aire es mayor ahora que antes de la revolución industrial».

Más de tres cuartas partes de la energía total que utilizamos deriva de la combustión del carbón (27,5%), el petróleo (32,5%) y el gas (18%). Este consumo de energía produce enormes cantidades de dióxido de carbono (CO2). Se estima que el carbono desprendido cada año por la producción energética mundial se halla hoy en torno a los 6.000 millones de toneladas. En apenas un siglo, su concentración atmosférica ha aumentado en casi un 25%. Aunque la cantidad de CO2 que emite la actividad industrial es pequeña en comparación con todo lo que se mueve en el planeta, este gas absorbe mucho calor y ello puede influir sobre los climas de la Tierra. Sin embargo, señalan los autores, «el salto mental que lleva de un aumento del CO2 a un cambio climático global no es evidente».

Cambio climático

La energía solar no penetra totalmente hasta el suelo: el 30% es reflejada por las capas altas de la atmósfera y por las nubes, el aire absorbe un 20% y el 50% restante atraviesa el aire y llega hasta la superficie. El suelo y los mares emiten una energía equivalente al 105% de la que les llega, casi íntegramente en forma de radiación infrarroja, porque la Tierra es un planeta cálido que irradia calor; de esta energía, un 35% es absorbido por el aire o reexpedido hacia la superficie, y el resto se escapa hacia el espacio exterior, sumándose al 30% inicialmente reflejado por la atmósfera. Lo que arroja como saldo total la misma cantidad de salida que de entrada. Este equilibrio energético es imprescindible para que el planeta mantenga constante su temperatura media.

Lo esencial es que un 35% del calor que emiten el suelo y los mares queda atrapado en la atmósfera. Si aumentan los gases causantes del efecto invernadero, parece lógico suponer que aumentará la temperatura media de la atmósfera.

Nadie duda hoy que han aumentado las emisiones de CO2 y de metano (CH4), los más abundantes de los gases invernadero. También los CFC, pero los acuerdos internacionales han servido para frenar e, incluso, invertir la tendencia. Sabemos que hubo grandes convulsiones climáticas en el pasado, sin que el hombre tuviera nada que ver con ellas. El problema estriba en determinar hasta qué punto la mano del hombre puede alterar o modular esos inevitables cambios climáticos a largo plazo. Si la temperatura del aire aumenta, los océanos liberarán más CO2 y los ecosistemas húmedos más CH4. Claro que con temperaturas más altas podría haber más fitoplancton marino y más plantas verdes que absorberían más CO2. Y quizá más nubes, que redujeran la energía solar que llega a la superficie terrestre.

La Tierra se calienta… o no

Aunque las estimaciones son aún poco fiables, los expertos, sobre todo los del Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC) de la ONU, temen que el cambio sea inevitable. También son muchos los que afirman que, por ahora, no hay pruebas suficientes de que ya se haya iniciado el tan temido cambio climático, «aunque la opinión pública ya lo da por hecho, haciendo caso a los anuncios catastrofistas de algunos grupos ecologistas». Abonan las dudas cuatro recientes estudios científicos. Publicados entre 1994 y 1995, no sólo ponen en cuarentena el calentamiento terrestre, sino que incluso indican que podríamos estar ante un enfriamiento global. Con estos ejemplos, Tapia y Toharia pretenden mostrar «la complejidad del asunto y lo difícil que resulta abarcar toda la atmósfera y sus problemas».

Por ejemplo, el National Center for Atmospheric Research, de Boulder (Colorado), revela indicios de un descenso general de la temperatura terrestre, aunque enmascarado en variaciones meteorológicas que resultan ser muy poco uniformes según los lugares y las fechas, con frecuentes altibajos. Buena parte de este descenso es atribuida al aumento de la cobertura nubosa. La evolución de la masa nubosa en el hemisferio Norte durante el siglo actual se observa en los estudios realizados por estos científicos: a mayor cantidad media de nubes -en un siglo se ha pasado de un 48% en 1900 a un 58-60% entre 1970 y 1990-, menor temperatura media. Y resulta que hemos pasado de 14,3º entre 1900 y 1950, a 14º en el decenio de los setenta, y a 13,7º a finales de los noventa.

Modelos imprecisos

Para valorar las predicciones sobre el cambio climático, hay que tener en cuenta el grado de fiabilidad de los modelos matemáticos con que se elaboran. Actualmente, sabemos mucho mejor que hace tan sólo unos pocos decenios cómo funciona el sistema climático en su conjunto. Pero subsisten importantes incógnitas. Unas, cuantitativas: se sospecha que puede ser errónea la estimación de la importancia relativa de algunos parámetros, como la influencia de determinados tipos de nubes, intercambio de dióxido de carbono entre mar y aire, variaciones del albedo (tasa de energía reflejada) de las zonas heladas a causa de la contaminación, importancia de los óxidos de azufre como enfriador del clima…

Otras dudas son cualitativas: por ejemplo, subsiste la incertidumbre en torno a los ciclos undecenales de actividad solar y resulta extremadamente difícil analizar la incidencia, positiva o negativa, según los casos, del agua cuando pasa de vapor al estado líquido o al sólido. A esto se suma el que la estimación de los climas pasados reposa sobre datos no demasiado antiguos. Pocos observatorios tienen datos fiables de más de un siglo, y ninguno de dos siglos, lo que resulta muy poco desde el punto de vista climatológico. Otra dificultad añadida es la de saber evaluar con precisión la enorme cantidad de movimientos y procesos que se producen en la atmósfera, y también en los océanos, las masas de hielo, los continentes…

Sobre todo, subsiste una dificultad fundamental. Los modelos matemáticos funcionan de manera lineal, mientras que el sistema climático es caótico. Es decir, que nada garantiza que sea válido el tratamiento matemático que se da a las cuestiones atmosféricas. La Academia Francesa de las Ciencias afirmó recientemente que los modelos del efecto invernadero que se vienen manejando en los últimos 25 años no son necesariamente representativos de la realidad y, lo que es peor, que en estos momentos nadie sabe establecer un modelo mínimamente fiable.

Agujero en el ozono

El ozono estratosférico, descubierto a mediados del siglo pasado, constituye un escudo protector para la vida, ya que si las radiaciones ultravioletas llegaran masivamente hasta los seres vivos producirían mucho daño. De ahí la preocupación por los agujeros detectados en la capa de ozono.

Ahora bien, el ozono no forma una capa, salvo en las páginas de los periódicos, sino que se encuentra mayoritariamente -en cantidades sumamente variables según la altitud, la época del año y la latitud- en una zona de la atmósfera situada entre los 20 y los 50 Km de altitud. Su concentración es, además, muy pequeña: todo el ozono existente en la estratosfera apenas llegaría a formar, junto al suelo y a 0º centígrados, una lámina gaseosa de tres milímetros de espesor.

En 1982, el investigador Shigeru Chubachi descubrió, en la base japonesa de Syowa, en la Antártida, que las concentraciones de ozono disminuían durante los meses de septiembre y octubre (primavera antártica), para recuperar los valores medios a partir del 28 de octubre. Chubachi había descubierto el agujero de ozono antártico. Más correcto sería decir hoyo, porque el ozono no desaparece, disminuye. Esa disminución del ozono fue registrada luego por los británicos de la base antártica de Halley Bay y por el satélite Nimbus-7.

Los sospechosos CFC

¿Desde cuándo ocurría el fenómeno y cuál era su causa? De las tres teorías principales, la dinámica (el ozono disminuye por los cambios en el sistema de circulación de los vientos alrededor de la Antártida) y la solar (el origen está en el irregular comportamiento de la actividad del sol), apuntaban a causas naturales. La tercera acusaba al cloro de los compuestos halogenados, especialmente CFC, presentes en la mayoría de los pulverizadores domésticos, en los extintores y en refrigeradores, neveras y demás aparatos generadores de frío. Aunque las tres tenían en cuenta la contribución humana a la eliminación de parte del ozono, se impuso la teoría químicamente pura de los CFC.

En la actualidad, pese a las numerosas incógnitas, la mayoría de los científicos opina que la comprensión objetiva del fenómeno exige tomar elementos de casi todas las teorías. La ciencia cree saber hoy que el deterioro del ozono del polo Sur se debe al efecto «combinado de dos fenómenos, que unas veces se unen y otras se compensan: la actividad solar y la acción de diversos gases de origen industrial», concluyen Tapia y Toharia. Como el ciclo de la actividad solar dura unos 11 años, eso significa que la disminución del ozono será muy escasa durante 5 ó 6 años, y muy notable durante los 5 ó 6 siguientes. Es de esperar que hasta 1996 el ozono disminuya en la Tierra, para volver a recuperarse después hasta comienzos del próximo siglo.

El ozono es el único problema ecológico global afrontado eficazmente, aunque las medidas sean parciales: la eliminación de la producción (que no del consumo) de los gases CFC, que en la Unión Europea es ya un hecho desde enero de 1995, es un buen signo, «por si acaso» es cierto que los CFC tienen que ver con el ozono estratosférico.

En general, los autores se esfuerzan por hacer ver la complejidad de los problemas ambientales, que no pueden solucionarse con recetas simplistas. Pero esta actitud se quiebra al tratar algunos temas que desbordan su especialidad. Así se advierte en las tres páginas en que despachan la «explosión demográfica» con algunos tópicos. Tan pronto dicen que «es obvio que la población humana no va a dejar de crecer explosivamente» como que «es obvio que, con todo, el crecimiento de la población irá frenándose». Lo obvio es que ese apartado podría mejorarse para ponerlo a tono con el resto del libro.

Erebus, el vomitador de cloro

Llama poderosamente la atención el hecho de que los defensores de la teoría que basa en los CFC la destrucción del ozono olviden lo más evidente: los volcanes del polo Sur. Olvido muy llamativo. Primero, porque se trata de cloro libre además de moléculas cloradas; segundo, porque la propia erupción volcánica se ocupa de inyectarlo directamente en la estratosfera, sin necesidad de apelar a mecanismos más o menos complejos de difusión.

Sobre el continente antártico se viene midiendo concentraciones de cloro 100.000 veces mayores que en el resto de la estratosfera. Achacarlo a los CFC es poco convincente: ¿cómo llegan allí y cómo se concentran en tan gran proporción los CFC emitidos a miles de kilómetros de distancia?, ¿cómo es tan eficaz la radiación ultravioleta que rompe tantas moléculas de CFC, en un lugar del mundo donde la radiación solar es prácticamente mínima? Por culpa del volcán Erebus, situado a menos de 10 Km de la estación McMurdo, uno de los pilares de la investigación en torno a las fuertes concentraciones de cloro estratosférico. Y el cloro del Erebus se inyecta directamente en la estratosfera, por el poder ascensional de los gases ardientes en la atmósfera gélida del polo.

Así es, muy probablemente, como se llega a alcanzar las elevadas concentraciones de cloro en la alta atmósfera de la Antártida. Porque el camino del cloro de los CFC es bastante más alambicado: dificultosa ascensión -por ser más pesado que el aire- hasta varias decenas de kilómetros de altura en los países industrializados, posterior ruptura de la molécula, liberación del cloro, concentración sobre el polo Sur y contribución allí a la formación primaveral del agujero. El Erebus emite cenizas, humo e incluso lava prácticamente siempre. ¡Mil toneladas diarias de cloro!, la mitad de todo el cloro procedente de los CFC de todo el mundo.

Buenas noticias

«El catastrofismo ecológico actual es difícil de excusar, pues llega en un momento en que la mayoría de las tendencias son positivas y la mayoría de los estudios científicos indican que la biosfera es extremadamente robusta». Así dice Gregg Easterbrook en A Moment on the Earth, un libro publicado este año en Estados Unidos, con el que quiere dar a conocer datos tranquilizadores sobre la situación del medio ambiente. Una reseña de Ronald Bailey en National Review (29-V-95) recoge algunas de esas buenas noticias.

La atmósfera está mejor en muchas partes. De 1970 a hoy, en Estados Unidos las emisiones de dióxido de azufre han disminuido un 53%; las de monóxido de carbono, un 57%; las de humo y hollín, un 59%.

Pese a las crisis regionales, ha aumentado la disponibilidad de alimentos en todo el mundo. Desde 1950 se ha duplicado la población del planeta, pero la producción de alimentos se ha triplicado, de modo que el precio medio ha bajado un 70% en los últimos 25 años.

No se han cumplido tampoco las predicciones pesimistas sobre la extensión del cáncer a causa de los agentes contaminantes, especialmente pesticidas y diversas sustancias químicas de origen sintético. Si la incidencia del cáncer en EE.UU. fuera hoy igual que en 1940, en 1988 habrían muerto de esta enfermedad cuatro millones de norteamericanos; en realidad, sólo murieron 2,2 millones.

Los cálculos más difundidos sobre extinción de especies son exagerados. Se dice que diariamente se extinguen 150 especies a consecuencia de la acción humana (el número se debe a Norman Myers). Si eso fuera cierto, de 1973 hasta ahora habrían desaparecido 1,2 millones de especies. Nadie sabe cuáles podrían ser, en su inmensa mayoría; pero se puede calibrar la verosimilitud de tal número comparándolo con las extinciones conocidas en los países donde se lleva registro. La hipótesis de Myers supone un total aproximado de 72.000 especies extinguidas en EE.UU. durante los últimos 22 años. Pero en ese periodo sólo se tiene constancia de siete extinciones.

Carlos CachánCarlos Cachán es profesor de Información Periodística Especializada en la Universidad Complutense._________________________(1) Francisco Tapia y Manuel Toharia. Medio ambiente: ¿alerta verde? Acento Editorial. Madrid (1995). 301 págs. 2.325 ptas.

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