La semana pasada, el gobierno británico dio a conocer un plan para reformar la sanidad pública, aquejada de falta de médicos y enfermeras, así como de camas en los hospitales públicos; largas listas de espera; un sistema a la vieja usanza, con estructuras heredadas, en muchos casos, de los años cuarenta. Para aliviar estos males, el gobierno anunció el año pasado que contrataría a médicos extranjeros y enviaría a pacientes a ser operados en otros países (ver servicio 136/01). Ahora quiere emprender una reforma en profundidad, cuyo punto principal es que operadores privados puedan atender a los pacientes a cargo del Servicio Nacional de Salud (NHS).
El NHS seguirá siendo un servicio universal, financiado con las cotizaciones de los trabajadores; pero cuando no llegue a atender a sus asegurados, recurrirá al sector privado: empresas, universidades u organizaciones no lucrativas. A estas entidades se podrá transferir la gestión de los hospitales públicos que sean deficientes. En definitiva, se pretende que el NHS deje de tener el monopolio de prestación de servicios sanitarios y se convierta en un monopolio de adquisición de servicios. Como afirmaba el ministro de Sanidad, Alan Milburn: «Habrá una pluralidad de prestadores. Algunos pacientes estarán en el sector privado, la mayoría en el público» (El País, 24-XII-2001). Es decir, «no importa tanto quién ofrezca el servicio, sino cómo sea: su calidad», señala el mismo Milburn (The Daily Telegraph, 16-I-2002).
Algunos se muestran escépticos ante la idea. Beverly Malone, secretaria general del Real Colegio de Enfermeras, objeta: «Nos preguntamos cómo el sector privado va ser capaz de llevar a cabo la mejora del sistema sanitario británico, un campo en el que no tiene experiencia» (The Daily Telegraph, 16-I-2002). Los sindicatos consideran la reforma una treta para abrir el camino a la privatización directa de los hospitales públicos.
Según datos de la OCDE, Gran Bretaña destina a sanidad el 6,9% del gasto público, menos que los países de la Europa continental, que registran medias del 8-9%. Para 2006, el gobierno británico pretende alcanzar ese nivel.
El problema de la baja financiación es común a otros servicios públicos, que han sido reformados con métodos similares a los que prevé el gobierno para el NHS. Desde la era Thatcher se ha dado entrada a operadores privados para mantener los servicios sin aumentar el gasto público, más bajo en el Reino Unido que en otros países comparables. Esto no ha salido siempre bien, y el público está descontento, como en el caso de los ferrocarriles.
En el fondo tal vez haya una cuestión de modelos de Estado. «Los británicos parecen querer servicios públicos de nivel europeo con impuestos de nivel norteamericano -dice Tony Travers, de la London School of Economics-. Son cosas incompatibles. Muy pocos políticos están dispuestos a decir a la gente esta triste verdad» (International Herald Tribune, 16-I-2002).