Lo que la ciencia no decide

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El cincuentenario del ADN ha dado pie a reflexiones que van más allá del dato científico, la estructura química de la sustancia que compone los genes, publicada en Nature por sus descubridores, James Watson y Francis Crick, el 25 de abril de 1953. Es natural. Por un lado, el conocimiento del genoma humano, hecho posible por aquel hallazgo, abre promesas de terapias para enfermedades hoy incurables mediante la corrección de defectos genéticos, si bien todavía hay en esto muchas más esperanzas que realidades. Mas, a la vez, como diría C.S. Lewis, «todo poder conquistado por el hombre es también un poder ejercido sobre el hombre» (The Abolition of Man), en la medida en que puede utilizarse de modos poco respetuosos con la dignidad humana. De ahí los inevitables y necesarios debates éticos sobre asuntos como la clonación, el uso de células madre embrionarias, las manipulaciones genéticas…

Un modo de clausurar el debate es dar por supuesto que puede ser decidido con criterios exclusivamente científicos. Cuando los que se pronuncian son hombres de ciencia, es fuerte la tentación de pensar que solo el discurso científico es neutro y desinteresado, mientras que otras opiniones están contaminadas por prejuicios ideológicos. Algo de eso se advierte en recientes declaraciones de Watson y Crick, que descartan por principio los argumentos -según ellos- de origen religioso en torno a la dignidad del hombre y las manipulaciones genéticas.

Según Crick, uno de los principales motivos que le llevaron a investigar el ADN fue refutar la religión. «Me pregunté cuáles eran las dos cosas que parecen inexplicables y se usan para apoyar las creencias religiosas: la diferencia entre las cosas vivas y las no vivas, y el fenómeno de la conciencia» (The Daily Telegraph, 21-III-3003). Tras descubrimientos como el suyo, dice, «la hipótesis de Dios está más bien desacreditada». Lo que parece desacreditado es utilizar la religión para decidir cuestiones científicas o recurrir a la ciencia para dirimir cuestiones religiosas que trascienden al método experimental. Hoy hemos aprendido a deslindar ambos campos. Pero se ve que los prejuicios pueden ser también antirreligiosos. Y aunque se llegara a determinar con exactitud la base biológica de la conciencia, eso no equivaldría a decidir la validez racional de los contenidos de la conciencia, entre los que se cuentan las creencias religiosas, las teorías científicas o el ateísmo de Crick. Una causa no es una razón.

Por su parte, Watson señala que «por primera vez, tenemos las herramientas para modificar la naturaleza genética de los seres humanos», y añade que «eso no tiene que ser a priori algo negativo» (El Mundo, 25-IV-2003). Claro que no: justo lo que se discute es cuándo está bien y cuándo mal. Pero luego Watson corta la discusión atribuyendo a creencias religiosas la postura de pedir restricciones legales a la clonación humana, la manipulación genética y otras técnicas semejantes. Así, la prohibición de experimentar con células madres embrionarias, dice, «se sustenta en motivos puramente religiosos». Pero la cuestión es que la biotecnología no justifica la manipulación genética, al igual que la física de partículas no basta para dar por buena la bomba atómica.

De ahí que no sirvan de gran ayuda argumentos como este, también de Watson: «Si una mujer está desesperada por tener hijos y la clonación es la única manera en la que puede lograrlo y la técnica es segura, no veo por qué no va a poder usarla». Los espinosos debates bioéticos no pueden resolverse por criterios puramente utilitaristas. Así lo recordó el filósofo Jürgen Habermas en unas declaraciones a Le Monde (20-XII-2002), con motivo de la publicación de su libro El futuro de la naturaleza humana.

Distintas cosmovisiones

Habermas advierte que «en las cuestiones empíricas, confiamos en los expertos científicos (…) para que establezcan lo que la sociedad -por ejemplo, ante los tribunales- debe considerar como verdadero o falso. En cambio, en materia de ética, donde las cuestiones dependen en gran parte de cosmovisiones, ninguna institución puede evitar que los ciudadanos se formen su propio juicio». En este aspecto, «la cosmovisión del naturalismo cientista no tiene, en sí misma, estatuto de ciencia», sino que entra en concurrencia con otras cosmovisiones. La prueba es que otros científicos no comparten el ateísmo de Watson y Crick. Francis Collins, sucesor de Watson en la dirección del Proyecto Genoma Humano, es cristiano practicante. «No se debe suponer que la postura tan enérgicamente defendida por Watson y Crick representa la opinión de todos los científicos» (The Daily Telegraph, 21-III-2003).

Por tanto, no tiene sentido evitar el debate diciendo que «la ciencia es imparable». La ley está precisamente para regular lo que se puede hacer, tanto en la ciencia como en la economía o la procreación asistida. Pues en debates en que intervienen distintas visiones del mundo hay que saber oír todas las posturas, científicas y humanistas, religiosas y secularizadas. El propio Habermas reconoce en esa entrevista que «en lo que concierne a las cuestiones fundamentales de ética política, las voces religiosas tienen al menos el mismo derecho a hacerse oír en el espacio público. Es verdad que las opiniones representadas por medio de una retórica religiosa solo pueden contar con el asentimiento democrático si se traducen a un lenguaje universalmente accesible, por ejemplo al lenguaje filosófico». No podrán apelar a un argumento de autoridad que otros no reconocen, como tampoco un científico puede limitarse a invocar la mera perspectiva de la ciencia soslayando los razonamientos éticos.

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