Pilar, paciente del Centro de Cuidados Laguna, y Pablo, su esposo (Foto: Ana María Pérez)
Pilar G. Cortés, con el sol en el rostro, entreabre los ojos y sonríe. Estamos en una terraza en la que manos amigas han levantado una pérgola. Hay una pequeña fuente en el centro, y bancos, columnas y arcos de madera, entre los que ya asoman algunas plantas. Ahí abajo, apenas interrumpido por el pavimento, también el verde del parque nos rapta la vista.
La imagen es totalmente diferente a la que Pilar se había prefigurado cuando le anunciaron que la enviarían aquí: la de un lúgubre hospital dicksensiano, donde se conjugarían el frío aspecto del lugar, la inexpresividad de los médicos, su muy mejorable estado de ánimo y un intenso dolor físico que jamás remitiría.
Felizmente, la realidad del Hospital-Centro de Cuidados Laguna, en Madrid, la defraudó para bien: hay luz, mucha luz. La rodean personas que sonríen y que, más que simplemente estar y aliviarla, la acompañan y se interesan por ella y por los suyos. Ha desaparecido el dolor, el inaguantable dolor con el que llegó en noviembre desde otro hospital capitalino, y que llevó a Pablo, su esposo, a presagiar que ya no verían juntos la Navidad.
“Lo primero que me dijeron fue: ‘No te preocupes: el dolor te lo quitamos en nada’ –recuerda ella–, y me dije: ‘Sí, listo, me vas a quitar el dolor luego de estar un mes ingresada sin que pudieran siquiera asearme en la cama’. Imagínate que, en el otro hospital, a veces oía gritos y tardaba segundos en darme cuenta de que la que gritaba era yo, de tanto dolor. Pero aquí me aseguraron: ‘Te lo vamos a quitar en nada’. Y mira: acertaron. Al día siguiente ya me dolía mucho menos, y a los dos días, casi nada. Ya sin dolor, la vida se ve de otra manera”.
Porque la perspectiva anterior no daba mucho de sí. Me lo dice con certeza: si en los momentos de atroz sufrimiento que padeció hubiera tenido a mano la posibilidad legal de la eutanasia y se la hubieran propuesto, no lo habría dudado: “La hubiera tomado, porque era un dolor horrible. No tenía vida ni esperanza de vida. Y no conocía los cuidados paliativos”.
En el anterior hospital, había estado seis días inconsciente por un mal funcionamiento renal y una intoxicación con la analgesia. Fue en el Centro Laguna donde pudo experimentar la efectividad de los paliativos. Hoy, totalmente consciente y sin dolor, no “sobrevive” meramente: vive para ponerse retos, escribe, teje, juega con su hija de diez años, recibe a sus amigos, hace videollamadas…
Metida en esta dinámica, Pilar ha debido replantearse su “última voluntad” varias veces: si en un primer momento fue que la llevaran de excursión con su familia al Museo de Ciencias Naturales, ya pudo hacerle un check mark a ese plan y pensar en otro, y en otro. Pablo lo resume en términos futboleros: “Estamos jugando bien la prórroga”.
Cero corazas: implicarse y compadecer
Para que la “prórroga” tenga sentido hay muchos «jugadores» en el campo. Está el médico paliativista, que busca el equilibrio exacto en la analgesia para que el paciente grave no quede sencillamente “fuera de juego”, sino que pueda llevar sus últimos días con verdadera dignidad: intercambiando con los suyos, recomponiendo lazos que alguna vez se dañaron, profesando y recibiendo cariño, agradeciendo…
El paciente de cuidados paliativos necesita una atención integral, no “por departamentos”
Pero el médico es solo una parte –importantísima, sin duda– de un equipo mayor, en el que están los enfermeros, los auxiliares de limpieza, el personal de la cocina –“hay que ver el amor con que se prepara aquí la comida”, me dice alguien–, el capellán, los psicólogos… Gente que trabaja en buena sintonía y que, con su trato afable y el cuidado de las cosas pequeñas, intentan que el centro no sea un hospital “que huela a hospital”.
Y realmente no lo es. En las salas, de paredes blancas o de madera, la luz natural entra en tromba por los ventanales. Hay jarrones con flores naturales, reproducciones pictóricas, cómodos sofás… Si el ambiente y las personas “conspiran” adecuadamente, a nadie se le pasa por la cabeza el deseo de que le den muerte.
Según me explica Alonso García, psicólogo de la Fundación Obra Social La Caixa en Laguna, la idea no es atender al enfermo “departamentalmente”, sino de modo integral. No solo como un ser físico adolorido, sino como ser emocional, social, trascendental…
“La persona tiene dolor, pero a lo mejor tiene una familia disfuncional, tiene depresión. Vemos entonces cómo influye esa situación familiar y emocional en el dolor. No le pedimos al paciente que se divida en trocitos, sino que entre nosotros, como profesionales, ‘creamos’ una única persona desde todos los puntos de vista, y así la tratamos todos, porque si no tiene la habitación limpia, si no tiene un limpiador agradable y que le sonríe, todo se destroza. Si se pelea con la enfermera, tiene más dolor, más ansiedad… Lo revoluciona todo”.
Por ello, para Alonso, como para el resto de los profesionales, la tarea pasa por implicarse con los pacientes: “El sufrimiento no nos deja impasibles, sino compasivos. La compasión se suele entender muy mal en castellano: como que nos da pena alguien. Pero no: compadecer es compartir la pasión del otro. No tienes que ponerte ninguna coraza, sino todo lo contrario: implicarte hasta sentir con él. El sufrimiento, por supuesto, te deja mellas. Pero no mellas malas, sino la del aprendizaje, la del cariño y la del trabajo bien hecho”.
No puede extrañar que, tras nueve años atendiendo a estos enfermos y atestiguando la dedicación de sus compañeros a cada uno, Alonso haya reencontrado la fe. “Dios –me asegura– está por estos pasillos caminando, y va a las habitaciones como uno más”.
El detalle de una camelia
También Lourdes Díaz del Río, directora de Desarrollo y Espacios, traspasará el umbral de una de esas habitaciones en unos instantes. Ha traído una camelia para una persona que morirá en pocos días y que gusta particularmente de las flores. Me cuenta que, con esa “sed de detalles”, es posible reproducir de alguna manera el ambiente familiar. “Me siento en mi casa, en mi familia, con los que me quieren”, le ha confesado más de uno
El cariño y el acompañamiento parecen ser, precisamente, el “fármaco” disuasorio para muchos que, como en el caso de Pilar, llegan pidiendo morir inmediatamente. “Es el comentario de muchísimos pacientes –dice Lourdes–: que ya no podían más, y todo ha sido recibirlos aquí, controlarles los síntomas, y ya no quieren morir. Teníamos una paciente que falleció en el verano, y que quería morirse porque tenía un dolor exagerado. Pero se le fueron controlando los síntomas y entonces nos dijo que no se quería morir. Que antes sí, por el dolor agudo, pero que ‘ahora quiero disfrutar todo lo que pueda de mi marido, de mis hijos’. Y lo contaba con muchísima fuerza”.
“El camino para erradicar el sufrimiento no puede ser la muerte de la persona”
Por historias así, Lourdes ve que sería un sinsentido considerar siquiera una ley de eutanasia. “No somos nadie para decir: ‘Tienes que morir ahora”, ni para quitar las diez últimas páginas de un libro y dejar las historias sin terminar. Porque en esas páginas pueden pasar muchas cosas. De hecho, pasan”.
¿Podría suponer la eutanasia un alivio físico o psicológico para los enfermos en fase terminal y para quienes se dedican a cuidarlos? “Para nadie –responde tajante Alonso–. La muerte nunca es la solución. Ya se pueden buscar mil vías para justificar algo que sabemos que no está bien, que es matar al otro; ya se le puede llamar eutanasia, ‘muerte buena’… ¡Aquí sí que le damos una buena muerte a la persona: no la matamos! La acompañamos, la cuidamos. Es un deseo acabar con el sufrimiento. Pero el camino para erradicarlo no es la muerte del enfermo. Debe hacerse como se ha hecho en la historia de la medicina: buscando el remedio al dolor. Es lo que hace que seamos hermanos”.
La mitad de los pacientes españoles, sin paliativos
Pilar no está totalmente en desacuerdo con la eutanasia, pero entiende que, incluso antes de plantearse, habría que fortalecer y dar a conocer los cuidados paliativos. En este momento, en España, hay unas 125.000 personas necesitadas de esta asistencia especializada, y apenas la mitad la recibe. En la tercera década del siglo XXI, y mientras los legisladores apuran una norma para que a los enfermos españoles en fase terminal les den muerte sin dilación, la mitad de ellos muere con dolores agudos.
La “libertad de elección” en que se basa la ley en ciernes estaría, sencillamente, coja, desde la hora en punto en que el menú solo ofrecería dos platos amargos: dolor o muerte. “Es una elección entre dos alternativas que parecen únicas, pero que no lo son –añade Pilar–. Si conocen los paliativos y se les aplican, muchas de esas personas igual no recurren a la eutanasia. Algunas quizás sí, pero no aquellas que tal vez pueden prolongar su vida, como me ha pasado a mí”.
Será mejor, en tal sentido, ganar un “tiempo extra” y aprovecharlo. Ella ha decidido disfrutar de la compañía de la gente que la quiere, pero “que nadie venga a venderme la moto de la esperanza y el ‘vete a abrazar un árbol y sonríe, que la vida es bella’, porque no es tan fácil. Con que estés ahí, y si tienes que llorar, llores conmigo; con que veamos una película juntos, simplemente con eso ya es suficiente”.
Hay serenidad, hay paz, y en estos meses las ha envuelto en palabras, de las que me comparte algunas. Estas, para su hija: “Querida Paula: A veces es bueno ponerse triste y siempre es bueno compartir la tristeza. No pasa nada por llorar, por echar de menos a tu madre, por estar cansada de todos los días lo mismo. No pasa nada, pero cuéntalo, no te lo quedes para ti, y no montes espectáculos con excusas para tapar todas esas cosas que se te pasan por la cabeza. Recuerda una cosa: no hay premios por aguantar el dolor. Ni el físico ni el del alma”.