El océano Ártico, que décadas atrás figuraba en la imaginación como un lugar inaccesible, de un blanco eterno en el que, muy de vez en vez, aparecía como mancha algún buque bloqueado en el hielo, se está volviendo poco a poco una autopista marítima.
Según datos del Consejo Ártico, la incursión de embarcaciones en esa región se incrementó un 37% entre 2013 y 2023: si en el primer año se adentraron algo menos de 1.300 naves, en el que acaba de concluir lo hicieron más de 1.780. ¿De qué tipo? De todo lo imaginable: en primer lugar, pesqueros (723), seguidos, a mucha distancia, por cargueros (181) y remolques (121), aunque también han pasado petroleros, cruceros, yates…
Y más que van a pasar. La Administración de Océanos y Atmósfera del gobierno de EE.UU. (NOAA), señala que, de seguir la tendencia al ascenso de las temperaturas, puede esperarse ya en 2040 –o antes– un verano sin rastro de hielo, lo que puede animar a los países que dispongan de la tecnología necesaria a explotar recursos mineros y energéticos hasta ahora inaccesibles bajo los gruesos e impenetrables bloques de agua helada.
Para cuando eso llegue, hay que ir marcando territorio. Ocho países tienen parte de su geografía en el Círculo Polar Ártico –Islandia, Rusia, Noruega, EE.UU., Canadá, Dinamarca (Groenlandia), Suecia y Noruega–, y aquellos con costas ya trazan líneas bajo las olas.
Uno que va muy adelantado en esto es Rusia, que en 2007 envió dos batiscafos al lecho marino del centro del Polo Norte (a más de cuatro kilómetros de profundidad). La expedición colocó allí una bandera rusa de titanio y se dio a reunir y estudiar elementos que respaldaran la tesis de que la cordillera submarina Lomonósov era una continuidad del territorio siberiano, lo que le reconocería a Moscú un derecho sobre esa zona.
Según la Convención sobre el Derecho del Mar, de Naciones Unidas, cada país tiene derecho a explotar los recursos existentes en el lecho marino y su subsuelo en un rango de 200 millas náuticas desde su costa. Para ir más allá –como mucho unas 150 millas más–, tiene que probar que el área de interés está también conectada con su territorio continental.
En eso, en buscar datos para definir bien sus zonas, están ahora mismo varios países –Canadá, EE.UU., Dinamarca–. Pero Rusia ya va con ventaja, pues en 2023 la Comisión de Límites de la Plataforma Continental (CLCS), de la ONU, finalmente reconoció la conexión de la Lomonósov con su territorio.
Conque la banderita se queda.
La quimera del oro (y del petróleo, del cobalto, del manganeso…)
Los países árticos quieren dejar claro quién manda en qué zonas, porque hay pastel.
De una parte, asomados a la “revolución verde”, saben que la renovación tecnológica que la hará posible necesita de los denominados metales raros, y parece haber yacimientos importantes en toda la región. Muestra de ello es que, en enero de 2023, la empresa sueca LKAB informó haber encontrado en el extremo norte del país, a 700 metros bajo tierra, el mayor depósito de minerales raros hasta ahora descubierto en Europa. Se le calcula un millón de toneladas.
Según datos del Servicio Geológico de EE.UU., bajo el suelo del Ártico hay reservas de 90.000 millones de barriles de petróleo y casi 48.000 millones de metros cúbicos de gas
La región ártica es, literalmente, una mina hace ya décadas. Lindholt (2006) informaba que, en 2002, el 40% del paladio producido a nivel global, el 25% de los diamantes, el 15% del platino, el 11% del cobalto, el 10% del tungsteno, el 3,2% del oro, etc., provenían de esa zona. También de ahí procedía el 10,5% del petróleo y el 25,5% del gas.
De estas últimas materias primas habría para rato, pues el Servicio Geológico de EE.UU., que a finales de la década de los 2000 estudió sector por sector toda la región para poner números a las probables reservas, calculó que en el subsuelo del Ártico había unos 90.000 millones de barriles de crudo y casi 48.000 millones de metros cúbicos de gas. La idea actual, con la creciente apuesta por las renovables, es que no haya que hacer prospección y extraerlos. Pero están ahí.
Lo que sí se querría extraer de esas tormentosas aguas son los minerales raros. La tarea entraña gran dificultad, pero los avances tecnológicos van haciéndola posible. Según explican investigadores citados por El Confidencial, dado que buena parte de los nódulos metálicos (de manganeso, cobalto, níquel, etc.) están a 4.000-6.000 metros de profundidad bajo el hielo, son robots guiados desde buques en la superficie los que descienden a recolectarlos. Ya en enero el Parlamento de Noruega dio luz verde a un proyecto de ley para explotar estos recursos en vastas zonas de la plataforma continental de ese país en el Ártico, lo que ha motivado que el Parlamento Europeo inste a Oslo, mediante una resolución, a abstenerse de autorizar la minería en esas áreas sin antes medir el impacto que puede tener en el ecosistema marino.
¿Pasar por aquí? Si Moscú te autoriza…
No parece, sin embargo, que la extracción de minerales bajo las aguas árticas vaya a ser, por ahora, fuente de tirantez por ver cuántos metros más acá o más allá pueden faenar las empresas de países limítrofes. En cambio, el control de las rutas a través del Ártico para conectar el Atlántico con el Pacífico sí lo es.
Hay al menos dos corredores establecidos –existe un tercero, pero bastante impracticable de momento, que atravesaría el centro del polo si este quedara libre de hielo–: la ruta norte (RN) y el paso del noroeste (PNO).
La primera, de unos 5.600 kilómetros, transita enteramente por aguas de la Zona Económica Exclusiva (ZEE) de la Federación Rusa. Según The Economist, el tráfico de mercancías por esa vía aumentó un 755% entre 2014 y 2022, y Rusia quiere multiplicar por diez el actual volumen para 2035, para lo que ha cerrado acuerdos con empresas emiratíes y chinas. Ya en 2023, un mercante chino hizo, en tres meses, un viaje de ida y vuelta entre San Petersburgo y Shanghái utilizando la RN.
El problema con esa vía es que, para que la cubran buques occidentales, deben solicitar una autorización rusa, y las tensiones derivadas de la guerra de Ucrania no lo facilitan. El investigador noruego Arild Moe, profesor del Fridtjof Nansen Institute, escribe en la web de la Fundación Adenauer que las compañías navieras no tienen prisa por explorar esta ruta, pues las políticas proteccionistas rusas en el comercio marítimo no alientan la participación extranjera. Si se suma a esto que la guerra y, consecuentemente, las sanciones contra Rusia crean incertidumbre, la inversión externa en el sector energético en la región ártica rusa puede reducirse (menos acceso, en consecuencia, a tecnologías punteras y a mercados) y, colateralmente, decaer la importancia de la RN.
El PNO, por su parte, discurre entre varias islas del extremo septentrional canadiense. Un barco comercial la utilizó por primera vez en 2013: cargado de carbón mineral, salió del puerto de Vancouver el 6 de septiembre y llegó al de Pori, en Finlandia, un mes después. Se ahorró 1.000 millas náuticas de recorrido y fue a tope de capacidad de carga, lo que no hubiera podido hacer si se hubiera visto obligado a cruzar el Canal de Panamá, que tiene una profundidad menor.
Aquí también hay fricciones, si bien más moderadas: EE.UU. y Canadá no están de acuerdo sobre el estatus legal de la ruta –si son aguas internacionales o exclusivamente canadienses–, por lo que no han puesto mayor énfasis en promover su utilización, apunta el profesor Moe. En 2022, apenas 8 mercantes pasaron por ahí. Cabe decir que Ottawa también obra con cautela para no encender los ánimos de los inuits (esquimales) –suele olvidarse, pero en el Ártico viven unos cuatro millones de personas–. En este caso, los aborígenes temen que, de consolidarse el PNO, su uso no se limite a los meses más cálidos, y que los rompehielos acaben interrumpiendo los caminos tradicionales que suelen usar ellos en invierno.
“Colonialismo verde”
Dado que el “cambio de chip” que supone la introducción de tecnologías renovables y no contaminantes precisa de materias primas como las que, paradójicamente, el calentamiento global puede hacer más accesibles en el Ártico, las poblaciones originarias (los inuits, pero también los athabaskans de Alaska, los lapones del norte de Escandinavia, los samis, aleutianos, nenets, etc., del norte ruso…) alertan contra lo que llaman el “colonialismo verde”: la tentación de gobiernos y empresas de, por el bien superior de la ecosostenibilidad, acometer todo tipo de proyectos o actividades prospectivas sin contar con la opinión o el consentimiento de los que han vivido ahí por siglos.
Botón de muestra: la sentencia del Tribunal Supremo de Noruega, de octubre de 2021, contra la instalación de dos parques eólicos con 151 turbinas en una zona de pastoreo de renos en la península de Fosen: por mucho que protestaron los pastores samis, la empresa a cargo no se dio por aludida hasta que la justicia le dio un toque de atención.
En una declaración de julio de 2023, la Conferencia de Pueblos Árticos rechazó que el cambio climático pudiera convertirse en una excusa para infringir los derechos de la gente nativa. “Afirmamos –dice el texto– la urgente necesidad de superar la invasión de tierras, la extracción de recursos, la producción de energía renovable y la conservación proteccionista que se llevan a cabo a expensas de la realidad de los pueblos indígenas”. Y hay expresiones fuertes y directas: “La transición verde no se puede comprar con tierras, recursos o vidas indígenas”.
El cambio del tipo de precipitaciones en las regiones árticas provoca que los pastizales se hielen y les sea imposible a los renos u otras especies escarbar en busca de alimento
Esa ecointrusión vendría a sumarse a los problemas que la subida de las temperaturas ya va a causarles a esas poblaciones. El segundo informe “Nieve, agua, hielo y permafrost en el Ártico (SWIPA)”, elaborado en 2017 por el Programa de Monitoreo de esa región (AMAP), afirmaba que las comunidades e infraestructuras levantadas sobre el suelo permanentemente helado (el permafrost) pueden verse afectadas por los deslaves y corrimientos de tierra causados por el debilitamiento de esas superficies o del subsuelo. La capacidad del permafrost para soportar los cimientos de edificaciones en zonas de Siberia, por ejemplo, ha retrocedido un 50% desde 1960. Lo mismo vale para los caminos sobre el hielo que permiten el acceso a comunidades remotas: un adelgazamiento o desaparición de esa capa helada hará más difíciles los traslados. En cuanto a los modos de vida autóctonos, también pinta mal: la transformación del ambiente puede desterrar a la gente de zonas en las que ha desarrollado tradicionalmente actividades como la caza, la pesca e incluso el pastoreo, pues el cambio del tipo de precipitaciones –más lluvia que nieve– provoca que los pastizales se hielen y les sea imposible a los renos u otras especies escarbar en busca de alimento.
Es la cruda –y fría– realidad: mientras el termómetro va sumando grados y las navieras y las mineras ponen el champán en la nevera, los esquimales no saben bien en qué parte del hielo podrán colocar mañana una silla y sentarse… sin terminar en el fondo del océano. No llueve, y mucho menos nieva, a gusto de todos.