Los que acusan de timidez al gobierno por no atreverse a regular la eutanasia, han saludado como un gran avance el proyecto de ley andaluz sobre muerte digna, que garantiza como un derecho la sedación en la agonía o la renuncia a tratamientos considerados ya inútiles (cfr. Aceprensa, 10-06-2009). Se diría que hasta ahora en España nadie ha muerto dignamente, a no ser por causalidad o porque falleció en las urgencias del hospital de Leganés en la época del doctor Montes.
Pero basta consultar las guías de cuidados paliativos para darse cuenta de que la sedación es una práctica prevista y habitual, que los médicos expertos utilizan sin esperar a que la apruebe la Junta de Andalucía. Lo que dejan claro también los paliativistas es que la sedación tiene por objeto aliviar el dolor refractario a cualquier otro tratamiento, no provocar la muerte para liberar del sufrimiento; por eso se prescriben los fármacos adecuados a la respuesta del paciente, en vez de dosis letales que garanticen una muerte rápida (cfr. Aceprensa, 16-06-2009).
La mejora de la atención al paciente terminal dependerá sobre todo de la existencia de médicos bien formados en cuidados paliativos y de que estos dispongan de los recursos necesarios para realizar su labor. Algo que no se consigue de golpe porque la ley lo diga.
Pero algunos tienen ya muy claro cuál es el principal obstáculo que se opone a lo que ellos llaman muerte digna. El País (15-06-2009) asegura en su editorial que se trata de “evitar una prolongación de la vida inútil y cruel que veces se impone, en contra de la voluntad del paciente y de sus próximos, en nombre de las creencias religiosas”. Para El País, ya se sabe, religión rima siempre con imposición. Pero ningún precepto religioso obliga a ese ensañamiento terapéutico, y si algún médico incurre en él suele ser más bien por negarse a reconocer los límites de la medicina.
El riesgo de que el médico imponga sus criterios personales sobre los deseos del paciente en esas situaciones es real. Pero esos criterios no tienen por qué ser de tipo religioso. El propio proyecto de ley andaluz habla de que el médico debe “respetar los valores, creencias y preferencias del paciente en la toma de decisiones clínicas” y “abstenerse de imponer criterios de actuación basados en sus propias creencias y convicciones personales, morales, religiosas o filosóficas”.
La convicción personal del médico puede ser también que un paciente ya no tiene calidad de vida, según su modo de valorarla, y que ya no merece la pena vivir así. Y puede tratar de imponer al paciente esta convicción personal.
No es un riesgo teórico. Es sabido que el estudio Remmelink sobre la práctica de la eutanasia en Holanda reveló que en más de mil casos el médico admitió haber causado o acelerado la muerte del paciente sin que éste lo pidiera, por razones variadas, desde la imposibilidad de tratar el dolor, la falta de calidad de vida o por el hecho de que tardara en morir. Desde luego, en Holanda el problema no ha sido que un médico se empeñe por motivos religiosos en mantener al paciente con vida, sino que decida por motivos nada religiosos que su vida ya no tiene valor.
Si algo demuestra, pues, la experiencia holandesa es que la aceptación social de la eutanasia no ha ampliado la capacidad de decisión del paciente, sino la del médico.
No conviene perder de vista esta experiencia. Aunque el proyecto andaluz diga que no se pretende legalizar la eutanasia, debe quedar claro también que no se trata de “sedar” el rechazo social a esta degradación de la medicina, cosa que podría ocurrir si se hace lo mismo con distinto nombre.