Contrapunto
De la fascinación por el progreso hemos pasado a la psicosis de la toxicidad. No pasa un día sin que se publique un nuevo estudio sobre los riesgos para la salud de productos que hasta ahora parecían inofensivos.
En principio, todo es sospechoso. Este cambio de enfoque se advierte en el informe del Worldwatch Institute sobre La situación en el mundo, 1994. El capítulo dedicado a Riesgos ambientales para la salud no sólo señala sustancias químicas que han sido relacionadas con enfermedades. También destaca -como una peligrosa incógnita- que se desconocen los efectos en la salud del 80% de los cerca de 50.000 productos químicos industriales de uso habitual. Cabría pensar que si hasta ahora no se han detectado efectos tóxicos, lo más probable es que no los tengan. Pero para el Worldwatch Institute toda sustancia química parece ser culpable, mientras no se demuestre lo contrario.
La actitud alarmista se repite a propósito de los efectos sobre el sistema reproductivo: «Se ignora el origen de aproximadamente el 60% de los trastornos reproductivos y de desarrollo, lo que deja un amplio margen para que los contaminantes ambientales desempeñen un papel protagonista». Con semejante razonamiento, también se podría achacar a la contaminación ambiental la desaparición de los dinosaurios o el colapso de la civilización maya, cuyas causas nos son por ahora desconocidas.
Ciertamente, los ecologistas han sabido poner en evidencia ciertos efectos del progreso que podrían resultar peligrosos. Pero también es peligrosa la tendencia a crear psicosis de alarma sin datos que la justifiquen. Así lo hace ver en un artículo reciente el Premio Nobel de química, Jean-Marie Lehn, a propósito de la oposición entre «química» y «naturaleza»: «Un producto es siempre químico, sea o no natural. En un caso es generado por una planta o un animal; en el otro, es fabricado en un laboratorio. Pero esta diferencia de origen no influye forzosamente sobre su composición, y una sustancia ‘natural’ no tiene por qué ser menos tóxica que su equivalente sintetizado en laboratorio, el cual, por el contrario, suele ser más puro».
Lehn cuenta también una curiosa experiencia: «Hace algunos años, el norteamericano Bruce Ames, profesor de la Universidad de Berkeley, tuvo la idea de aplicar a los productos agroalimentarios el test que había puesto a punto para determinar el posible carácter cancerígeno de las sustancias químicas artificiales. El número de alimentos potencialmente cancerígenos que detectó así es impresionante: el 99,99% de ellos eran ‘completamente naturales'» (Le Monde, 27-IV-94).
Si, a pesar de todo, ha crecido la esperanza de vida en el mundo moderno, quizá se deba a que ahora los riesgos reales son menores que antes.
Ignacio Aréchaga