Eutanasia y autonomía de la persona
Muchos de los que propugnan la eutanasia, especialmente cuando es solicitada por el propio enfermo, agitan la bandera de la muerte digna. La defensa de la dignidad humana exigiría poder elegir el momento de la propia muerte, poniendo fin a un sufrimiento al que no ven sentido. Pero habría que preguntarse qué significa realmente morir con dignidad. Es lo que hace el Dr. Leon R. Kass, profesor de la Universidad de Chicago, en un artículo, aquí resumido, publicado en The Human Life Review (Nueva York, vol. XVI, n. 2) (1).
La expresión morir con dignidad implica ciertamente que hay maneras más y menos dignas de morir. Si las peticiones en favor de una muerte digna están aumentando, es porque cada vez hay más gente que ve cómo otros mueren de un modo menos digno, y temen que les ocurra lo mismo a ellos o a sus seres queridos.
La posibilidad de morir dignamente puede frustrarse por muchas cosas: coma, senilidad, locura, dolor insoportable, parálisis total, aislamiento, muerte repentina, y también por desmedidas o impersonales intervenciones médicas dirigidas únicamente a aplazar una muerte segura. Por eso hay quienes reivindican una muerte digna sin obstáculos antinaturales.
Lo que deshumaniza la muerte
Crece, pues, el deseo de autonomía y de dignidad frente a la medicalización del término de la vida. Personas orgullosas de su antigua independencia acaban encontrándose impotentes, con la única compañía de tubos y artilugios mecánicos y eléctricos. Ciertamente les cuesta representar el nuevo papel de seres pasivos, obedientes y sometidos a una férrea disciplina. La muerte digna significaría ante todo suprimir esos aspectos que degradan y deshumanizan el fin de la vida.
Se comprende esta preocupación. Pero suprimir esos obstáculos no basta para conseguir una muerte digna. En primer lugar, porque no todos son artificiales y externos: los achaques e incapacidades, la demencia y la parálisis tienen causas naturales e internas. Además, no hay nada de dignidad en el mismo proceso fisiológico de la muerte, sino sólo en el modo en que lo afrontamos. En tercer lugar, por el mismo hecho de dirigirnos a un médico para buscar la salud y la longevidad, nos convertimos en pacientes; y, humanamente hablando, ser paciente en vez de agente es una cosa menos digna. Todas las personas, especialmente los ancianos, se quiera o no, aceptan una serie de humillaciones por el hecho de recurrir a la asistencia médica.
Una muerte realmente digna no consiste sólo en la ausencia de tribulaciones externas. La dignidad frente a la muerte no viene conferida desde el exterior, sino que requiere una grandeza de ánimo que proviene del alma misma de quien la afronta.
Encarar la propia muerte
En su sentido etimológico, la palabra dignidad implica elevación, honor, nobleza. No puede ser exigida o reivindicada, porque no es algo que pueda ser suministrado o atribuido sin más. Uno no tiene más derecho a la dignidad -y por tanto a la muerte digna- que a la belleza, a la valentía o a la sabiduría, por muy deseables que sean estas cosas.
La vida ofrece muchas ocasiones para mejorar en las virtudes: fortaleza y ecuanimidad, generosidad y amabilidad, valentía y autodominio. Muchas veces la adversidad estimula las mejores fibras del hombre. Enfrentarse a la propia muerte -o a la de nuestros seres queridos- supone una oportunidad para ejercitar nuestra humanidad, tanto en lo grande como en lo pequeño. La muerte digna, en su sentido más esencial, no puede significar otra cosa que una actitud digna y una conducta virtuosa ante el desenlace final.
¿Cuál es el modo de enfrentarse dignamente a la muerte? Lo primero es saber que uno se está muriendo. De este modo procurará resolver los asuntos pendientes, tomar sus disposiciones, cumplir sus promesas o simplemente despedirse. Es necesario también que uno siga siendo en cierto modo agente y no sólo mero paciente. Por eso, debe participar en las decisiones sobre el tratamiento médico al que será sometido o sobre el modo de pasar el tiempo de vida que le queda. En tercer lugar, deberá mantener, en la medida de lo posible, ciertas actividades y relaciones familiares, sociales y profesionales.
También es necesario saber afrontar, de modo consciente y en la intimidad del alma, el hecho crudo de la muerte próxima. En especial, la persona que no tiene más remedio que soportar pasivamente su decadencia reafirmará su dignidad en la medida en que sepa afrontar con lucidez su fin y sin hacerse vanas ilusiones.
El trato de los otros
Una vida humana digna no consiste sólo en un proyecto en solitario contra una muerte inevitable, sino en un entramado de relaciones humanas. Del mismo modo, un marco digno de relaciones humanas es también importante para tener una muerte digna. El ejercicio de nuestra dignidad humana depende de que sigamos recibiendo por parte de otros un tratamiento respetuoso. El modo en que se dirigen a nosotros, lo que se habla en nuestra presencia, la delicadeza con que tratan nuestros cuerpos o sentimientos, todo eso sostiene nuestra dignidad en el momento de la muerte.
La objetivación del moribundo y el distanciamiento son una comprensible reacción de defensa por parte de quienes no soportan ser testigos del sufrimiento o la incapacidad de los seres queridos. Pero este rechazo del contacto, del afecto y del cuidado es probablemente la causa principal de la deshumanización de la muerte. La muerte digna requiere que los allegados traten al ser humano, hasta el final, como a una criatura a imagen y semejanza de Dios. Espero que quede claro, pues, que una muerte digna, entendida como encarar dignamente la muerte, no es un asunto que se reduce a quitar enchufes o suministrar sustancias letales.
Otro modo de respetar la vida
¿Pero qué hacer en los casos extremos? Pues, se me objetará, no todos tienen la fortuna de morir tranquilamente en casa, rodeados del afecto de los suyos. Sobre el trato a los moribundos la respuesta no ofrece en principio dificultades. En mi libro Toward a More Natural Science he subrayado la primacía del principio de aliviar el dolor y el sufrimiento, así como del diálogo y del trato afectuoso hacia el paciente; igualmente, he señalado la necesidad de renunciar a algunos métodos de prolongar la vida que lo único que prolongan o aumentan es el dolor, las penas y el sufrimiento del paciente.
Soy consciente de los peligros que esto entraña y de la imposibilidad de establecer reglas concretas para cesar todo tratamiento. Para decidir si hay que aplicar un tratamiento y con qué intensidad, hay que considerar siempre la salud, capacidad y estado mental de cada individuo. Interrumpir una terapia y permitir que sobrevenga la muerte puede ser en algunas circunstancias perfectamente compatible con el respeto que se debe a la vida. Porque se puede respetar la vida no sólo preservándola, sino también permitiendo que llegue a su término de modo natural.
Voluntad contra necesidad
Hay dos razones por las que la eutanasia a manos de médicos me parece contradictoria. De un lado, por las desastrosas consecuencias sociales que comportaría. De otro, y principalmente, porque matar a un paciente -incluso aunque lo pida- viola el significado esencial del arte de curar.
Hay, sin embargo, quienes dicen que la eutanasia voluntaria es un acto libre y, como tal, reafirma la dignidad de una voluntad libre contra la ciega necesidad. Pero las personas que realmente contemplan la eutanasia como una posiblidad para sí mismas, ¿se plantean la cuestión en estos términos? ¿No estarán más bien buscando una salida para acabar con sus problemas y dolores? ¿No hay más dignidad en la valentía de afrontarlos?
Respecto a la dignidad de la persona, la eutanasia es algo paradójico e incluso contradictorio: ¿cómo puedo honrarme a mí mismo suprimiendo mi propio ser? Incluso en el caso de que la dignidad consistiera únicamente en la autonomía, ¿no es curioso sostener que la autonomía alcanza su cénit en el mismo momento en que desaparece?
Otros aducen que la legalización de la eutanasia favorece la causa de la libertad humana, al aumentar las opciones posibles. Ciertamente, habría mucho que discutir, también desde el punto de vista teórico, sobre el modo de entender la libertad humana como un mero aumento de posibilidades. Desde el punto de vista práctico, en el caso que nos ocupa, la apertura a esta opción de suicidio asistido supondría una enorme constricción del ejercicio de la libertad. Porque elegir la muerte no es una opción entre muchas, sino el modo de suprimir todas las opciones. Además, acabaría desencadenándose una fuerte presión social, sutil o abierta, para que las personas ancianas o con graves enfermedades y deficiencias eligieran esta opción.
El animal y el hombre
Los partidarios de la eutanasia no comprenden lo que es la dignidad humana. A lo más, la confunden con el humanitarismo. Uno de sus argumentos favoritos toca esta tecla: ¿Por qué -dicen- eliminamos a los animales cuando sufren sin remedio, pero obligamos a beber el cáliz hasta la última gota a nuestros congéneres humanos? ¿No es esto inhumano?
Quizá sea poco humanitario o compasivo, pero no es inhumano. Tratamos de modo meramente humanitario a los animales precisamente porque no son humanos. Eliminamos a los animales porque no saben que se están muriendo, porque no pueden afrontar deliberadamente su sufrimiento y no pueden alcanzar un final digno. La lástima por su desgracia es el único sentimiento que puede despertar en nosotros un animal que sufre sin remedio. Pero cuando un ser humano consciente nos pide la muerte, por este mero hecho hace presente algo que nos impide mirarlo como a un animal mudo.
Lo que más necesita la humanidad para hacer frente al mal es la valentía, la capacidad para resistir el miedo, el dolor y los pensamientos nihilistas. Las muertes que más admiramos son las de quienes, sabiendo que van a morir, afrontan este hecho decididamente y actúan en consecuencia: ponen sus asuntos en regla, procuran despedirse de su seres queridos y, con fuerza de ánimo y una chispa de esperanza, siguen viviendo, trabajando y amando tanto como pueden durante el tiempo que les queda.
La arrogancia
¿Qué conclusiones podríamos sacar para proponer una política social al respecto? En primer lugar, debemos rechazar la postura de quienes, metiendo una cuña entre la dignidad humana y la inviolabilidad de la vida, postulan la necesidad de la eutanasia activa en pro de la muerte digna. Porque precisamente el poner unos límites firmes contra la violación de la vida humana hace posible que las relaciones con nuestros semejantes sean dignas, sobre todo cuando su estado de necesidad o de incapacidad ponen a prueba nuestra paciencia. Nunca podríamos tener una relación auténtica con una persona si tuviéramos la potestad de acabar con su vida. Por encima de todo, nunca debemos tratar de aliviar nuestra propia frustración y amargura ante la lenta muerte de otro, suponiendo que podemos matarlo para mantener su dignidad.
Los antiguos griegos eran conscientes de lo que significaba la hybris (arrogancia) y su destino trágico. Los modernos racionalistas, no. No nos damos cuenta de que el proyecto de conquista de la muerte conduce sólo a la deshumanización, que todo intento de conquistar el árbol de la vida mediante el árbol de la ciencia lleva inevitablemente también a la cicuta. La maldición humana es descubrir demasiado tarde los males latentes en la conquista de los bienes que deseábamos.
Ante los grandes éxitos de la medicina, las enfermedades terminales e incurables aparecen como fracasos y afrentas al orgullo humano, que se rebela al sentirse sin recursos. Por eso, después de adoptar una actitud preferentemente técnica hacia la vida y de medicalizar tanto su término, se pretende dar una solución técnica final al mal de la finitud humana, al propio e inevitable fracaso técnico y a la degradación vital que es una consecuencia no querida del propio éxito técnico.
La actual situación crítica, que lleva a algunos a reivindicar la eutanasia activa, es ciertamente una oportunidad para ser más conscientes de los límites de la medicalización de la vida y de la muerte, y para recobrar el verdadero sentido de vivir con y contra la mortalidad. Es una ocasión para recordar y afirmar que en el hombre permanece siempre un resto de humanidad -aunque esté en estado precario-, que ha de ser tratada de modo especial en los casos de enfermedad incurable y terminal. Si cediéramos y nos convirtiéramos en dispensadores de muerte, no sólo estaríamos incumpliendo el deber de cuidar a nuestros seres queridos. También agravaríamos las peores tendencias de la vida moderna, abrazando el tecnicismo y el así llamado humanitarismo en vez de estimular actitudes valientes y verdaderamente humanas. En cambio, si rechazamos la ética de la elección y sus opciones de muerte, aprenderemos que la finitud no es una desgracia y que la dignidad humana puede encontrarse hasta en el último momento de la vida.
La eutanasia no voluntaria
¿Y qué decir de la eutanasia no voluntaria, de los que están en tales condiciones (en estado comatoso, senil o psicótico) que ni siquiera pueden solicitarla? ¿Puede ser algo que sirva a su dignidad humana? Si, como los libertarios radicales afirman, la dignidad está vinculada a la propia autoconciencia y voluntad, entonces la eutanasia no voluntaria o delegada nunca podrá ser un acto digno para el que la sufre. Es precisamente la ausencia de humanidad digna lo que invita a considerar la posibilidad de la eutanasia activa.
¿Pero es realmente cierto que tales personas carecen de toda dignidad humana? Habría que examinar los casos concretos. Muchas personas en estados de vida disminuida pueden participar, aunque de manera parcial, en las relaciones humanas. Son capaces de reaccionar a palabras o músicas conocidas. Pueden gozar de recuerdos o alegrarse por la presencia de alguien que les cuida. Y, al contrario, pueden irritarse o sentirse heridos o tristes. Precisamente porque no sabemos a ciencia cierta lo que sienten y comprenden, no podemos tratarles como si no tuvieran ninguna dignidad.
¿Y en los casos de una persona en estado vegetativo persistente sin ninguna relación con quienes le rodean? ¿Qué queda ahí de dignidad humana? ¿Por qué no podemos tratar a tales seres humanos como tratamos -justamente- a los animales, sacándoles de su estado miserable? Incluso aquí uno no puede estar absolutamente seguro de que el enfermo no tenga conciencia alguna. Hay casos, si bien bastante raros, de personas que se han despertado de un coma profundo -incluso con electroencefalograma plano- y han contado después que tenían conciencia bastante clara de lo que se decía y hacía en torno de ellos, aunque no manifestaban entonces ninguna reacción.
En estos casos, yo preferiría estar al lado del enfermo, dejándole morir si ése es el proceso natural. No iría mucho más allá de suministrarle los medios mínimos para seguir viviendo. Pero nunca le pondría una inyección letal ni realizaría otras acciones que provocaran la muerte del paciente. Entre los métodos indignos, éste me parece el menos digno.
No me hago ilusiones de que sea fácil soportar casos como los de Karen Ann Quinlan, Nancy Cruzan o el pequeño Linares. Me doy cuenta de la angustia y de las penalidades que suponen para ellos mismos y para sus familias. Sé también que cuando el corazón no aguanta y los nervios se rompen, se puede llegar a matar por compasión. Pienso que deberíamos estar dispuestos a disculpar -como solemos hacer-, al que así obra. Pero disculpar no es justificar. Y mucho menos confundir eso con una actuación digna.
Leon R. Kass_________________________(1) Reproducido de la revista Commentary (marzo 1990).