Contrapunto
Desde mediados de la década de los 90, los guionistas que han cumplido los 40 años tienen poco que hacer en televisión. Al parecer, el medio, gobernado hoy por expertos en mercadotecnia, desea explotar al máximo el filón de los jóvenes consumidores, desde los adolescentes hasta los treintañeros. Pero, además, se asume que solo los jóvenes escritores pueden escribir para y sobre los jóvenes. La situación ha llegado a tal punto que en Estados Unidos 28 guionistas de televisión han presentado una demanda por discriminación por motivos de edad contra las grandes cadenas y algunos estudios de Hollywood. Según los veteranos, al igual que ocurrió en los años 50 con McCarthy y la caza de rojos, hoy funcionan otras listas, esta vez de grises, que impiden la contratación a muchos guionistas maduros.
Un estudio encargado por el Gremio de Escritores de Estados Unidos arroja datos muy reveladores: cerca del 75% de los escritores menores de 30 años tienen trabajo, frente al 46% de los que tienen 40 o el 32% de los mayores de 50. Sin embargo, la noticia de la demanda interpuesta por los guionistas norteamericanos «maduros» pone al descubierto algo más que un evidente caso de discriminación: la idea que tiene la propia televisión de su trabajo y, en definitiva, de las personas que componen su público, sea éste joven o adulto.
Lo primero que choca es la lógica televisiva que establece que solo los jóvenes pueden escribir sobre jóvenes. Tal y como apunta Tracey Keenan Wynn, una de las demandantes, de 55 años y con 2 premios Emmy, «¿Acaso tenía Shakespeare 15 años cuando escribió Romeo y Julieta? Los buenos escritores con experiencia son capaces de escribir sobre cualquier cosa». Pero es que, y ahí está el quid de cuestión, la calidad de la escritura que demanda la televisión ha bajado a niveles ínfimos. Ahora se pide «literatura» de magnetófono frente a la que exige cierto esfuerzo, tanto de creación como de técnica. Los buenos escritores de ficción, no de diario personal, observan, piensan, imaginan, se documentan, sudan, escriben y corrigen. Pero todo esto es demasiado sofisticado; estamos en televisión y de lo que se trata es de hacer un producto de usar y tirar.
Por supuesto, también puede haber buenos escritores jóvenes. Pero si se busca a los que no han alcanzado determinada edad es porque lo que se quiere de ellos es ese tipo de escritura fácil y porque pueden ser más moldeables. No es de extrañar la bajísima calidad de los productos juveniles de ficción: por poner dos ejemplos en el caso español, Compañeros o Al salir de clase, verdaderos bodrios pese a todo el éxito que puedan tener, con tramas elementales, previsibles desenlaces y diálogos de espanto. La culpa no es de los guionistas, de los años, pocos o muchos que tengan, sino de lo que productoras y cadenas piden a éstos.
Más allá de esos subproductos juveniles, las series de ficción, con honrosas pero muy esporádicas excepciones, se deslizan en su mayoría por un tono que no sería justo calificar de juvenil, sino más bien de infantiloide. Asistimos, por ejemplo en España, a una profusión de series de «profesionales»: periodistas, médicos, abogados, policías… solo nos falta una serie sobre administrativos, tal y como parodiaba Canal Plus hace poco. A pesar del bombo con que se han lanzado las series de producción «nacional», bajo propuestas de originalidad, riesgo y creatividad (?), la inmensa mayoría son una mera copia del producto americano.
Pero es que, además, el contenido es cada vez peor. En vez del desorientado adolescente tenemos ahora al desorientado jefe de redacción, doctor o leguleyo en torno a los 30 ó 40 años, inmerso todavía en líos sentimentales de los que no sabe salir. Esto constituye el 70% de las tramas argumentales, aderezadas sabiamente con toques de corrección política: siente un homosexual (o lesbiana) en su serie, agregue cierto toque de conciencia social y espolvoree algunos problemillas laborales, a ser posible con caracteres tan elementales y planos que no obliguen a matizar (la lista, la trepa, el gran jefe, el policía duro, el buen chico, etc.).
La ficción televisiva es hoy resultado de haber combinado el marketing en su peor sentido con la pésima escritura. El problema no es que Shakespeare no fuese contratado por edad, es que si trabajase en televisión le enmendarían la plana: más carne para Julieta, Hamlet duda mucho, hagámosle homosexual, Lear no está mal, pero ¿podrías hacerle más acorde al anciano medio español?
Las cadenas de televisión centran sus mayores «esfuerzos» en un prime time lleno de series -y cosas peores- para los más buscados de la audiencia: jóvenes profesionales urbanos, los que pueden gastar más y mejor. Quizás más que la discriminación que sufren los guionistas adultos -una injusticia en toda regla-, lo importante es por qué la sufren y el deterioro que experimenta la programación. Y sobre todo, la visión que del público, de las personas -su audiencia- tiene el medio. Así como McCarthy puso en la lista negra a todos los que olieran a rojo, da la impresión de que las cadenas han emprendido su caza de brujas contra todos los que pueden introducir alguna perturbación en una programación con encefalograma plano.
Aurora Pimentel