Durante dos años, Mons. Max Davis, que era el obispo castrense católico de Australia, ha sido sospechoso de haber abusado de menores, ante los tribunales y ante la opinión pública. En los medios de comunicación se publicaron, con detalles escabrosos incluidos, las cosas infames que no hizo, como se acaba de comprobar. Ahora la cuestión es cómo se repara el sufrimiento que se la ha causado y el daño infligido a su honor.
Cinco exalumnos de un internado benedictino en Australia occidental acusaron a Mons. Davis de haber cometido con ellos actos indecentes más de cuarenta años antes, cuando tenían de 13 a 15. Él, que entonces no era sacerdote, trabajó en el internado de 1969 a 1972, y ahora tiene 70 años. En junio de 2014, a raíz de la denuncia, renunció a su cargo de obispo castrense, en el que llevaba doce años, para salvar la reputación de la Iglesia.
Juzgado a principios de febrero, fue declarado inocente de todos los cargos el pasado día 15. Se cree que efectivamente hubo abusos, pero debieron de cometerlos otros dos profesores del centro, ya fallecidos. Uno de ellos fue apartado de sus funciones después de que Davis advirtiera a la dirección de que algunos alumnos lo habían denunciado por conductas impropias. Los cinco demandantes creyeron reconocer en Davis a su antiguo abusador, que cuando presentaron la querella era un personaje público. Pero en el juicio se vio que sus recuerdos no eran claros.
Sin embargo, el perjuicio causado a la fama de Mons. Davis es en buena parte irreparable. Aunque en los tribunales, ciertamente, la carga de la prueba recae en quien acusa, ante la opinión pública lleva ventaja el que declara hechos, por más que no estén demostrados ni la atribución sea segura. El acusado inocente, si no tiene coartada, solo puede negar. Tras examinar las acusaciones, podrá encontrarles puntos flacos e incoherencias; pero su contrario ha disparado primero.
Tanto los medios como el público deberían tomar con suma cautela las denuncias, y muy en serio la presunción de inocencia
Cuando llega la absolución, el denunciado ya carga con largo tiempo de estar bajo sospecha, que es un peso muy duro de soportar. Y a ojos de mucha gente, la declaración de inocencia significa que se lo ha dejado libre “por falta de pruebas”.
Eso puede ocurrir en muchos casos, pero especialmente en las denuncias de abusos de menores, donde a menudo no hay pruebas materiales ni documentales, menos aun si han pasado tantos años. Así, los medios de comunicación, al divulgar las acusaciones, fácilmente se hacen portavoces de una parte. Cuando le piden su versión, el acusado se enfrenta a un dilema: si responde, atiza el fuego y contribuye a que su nombre siga en boca de todos; si calla, podrán interpretar que no tiene defensa, mientras la prensa se cubre con un manto de imparcialidad.
El caso de Mons. Davis, o el de las acusaciones de abusos contra personalidades británicas, deberían mover, tanto a los medios como al público, a tomar con suma cautela las denuncias, y muy en serio la presunción de inocencia. El escándalo siempre es noticia. La comprobación de que no lo hubo debería ser más noticia aún, y en cambio muchas veces se le hace mucho menos eco. Por eso hay personas que son acusadas en primera página y absueltas en un rincón.