La mente no descansa ni un segundo frente al filósofo Jorge Freire (Madrid, 1985), que más que hablar, ametralla ideas a una velocidad de correcaminos por la que pide perdón un par de veces.
“Para transcribir esto…”, dice.
Mantener una conversación con Freire es recibir toda una lección magistral de las posibilidades del lenguaje castizo. Es un enamorado de la lengua y, como suele decirse, se nota que quien domina el idioma, domina el pensamiento.
Pensamiento que él ha ido plasmando en sus obras anteriores, Agitación y Hazte quién eres, y en sus columnas en The Objective.
Aquí hablamos de su último libro, La banalidad del bien, para profundizar en la trivialización del debate público, de los valores y de la democracia.
— ¿Qué relación hay entre la banalidad del bien y la cultura de la agitación? ¿Qué papel juegan las redes sociales en todo esto?
— Digamos que la banalidad del bien es un correlato de la cultura de la agitación. Hay que tener en cuenta que durante los últimos años las nuevas tecnologías han ido reduciendo nuestra capacidad de concentración a unos extremos históricos y al final eso ha ido menoscabando nuestra propia capacidad de deliberación.
El hecho de que nos hayamos vuelto sujetos inatentos, sujetos sobreestimulados, sujetos manejables por el último reclamo que nos ponen, hace que nuestra discusión sea tan sumamente efímera como superficial.
Y eso hace que la discusión pública, por un lado, se haya trivializado y, por otro lado, se haya visto cooptada por cuestiones que no atañen a la ciudadanía. Gran parte de los temas del debate público no son más que el psicoanálisis que las élites opinativas entablan consigo mismas.
— ¿Lo contrario del bien banal podría ser la vida buena? ¿Por qué nos cuesta tanto apostar por ella?
— A lo mejor la banalidad del bien es aquello a lo que podemos aspirar cuando la vida buena nos parece inalcanzable.
Lauren Berlant hablaba del optimismo cruel: aquellas promesas irrealizables que hacemos, y que solo llevan al desencanto.
Por supuesto, muchas veces se trata de cuestiones post materiales, pero yo creo que hay un indudable sustrato material que a las nuevas generaciones se les está vetando.
Tienes un mercado laboral absolutamente dual que expulsa a los más jóvenes, un mercado inmobiliario que es absolutamente inalcanzable y hay toda una serie de cuestiones materiales que hacen imposible edificar una vida buena. Porque la vida buena, entre otras cosas, exige una estabilidad para que sea un proyecto de futuro.
Me da la sensación de que, al impedirse de forma material la edificación de una vida buena, lo único que nos queda son esos valores mercuriales que vienen a sustituir la virtud. Ese buenismo y esa moralina que, en vez de hacer de la necesidad virtud, hace de la necesidad, valores.
“La banalidad del bien es la trivialización del debate público, la sustitución de los valores por las virtudes, la degradación de la democracia y un sucedáneo de la vida buena”
— Entrando en tu crítica a los valores, en la dedicatoria de tu libro elogias “la virtud que hace regalos”. ¿Está quizá la diferencia entre valores y virtud en que solo la segunda es fecunda?
— Esta frase de la virtud que hace regalos es de Nietzsche, pero hay una muy bonita en el Evangelio: “salía virtud de él y sanaba a los demás”. Habla de Jesús, pero en realidad la virtud es siempre algo contagioso para bien, no es algo que te puedes guardar para ti.
Los valores, en cambio, sí que son una especie de chatarrita que tú puedes almacenar, que tú puedes enseñar a las visitas como si abrieras un arcón y enseñas joyas: “oye, mira qué valores tan bonitos tengo”.
Pero la virtud siempre es contagiosa y siempre hace regalos.
Y, sin embargo, ahora las empresas, los clubs de fútbol… todos tienen valores.
Es que los valores es algo que viste mucho y en el marketing empresarial creo que se han dado cuenta de que la mejor forma de fidelizar a los consumidores es halagar su buena conciencia y decirles que son muy buenas personas.
Sin embargo, los valores no comprometen a nada. Los principios siempre te obligan a una conducta y te obligan a renunciar a una serie de cosas. Cuando pones la proa hacia el ideal, puede que nunca alcances el destino, pero por lo menos te mueves un buen trecho.
Pero los valores son muy cómodos. De hecho, ahora los valores, lo que yo llamo valores mercuriales, son todos sumamente abstractos: la disponibilidad, la volatilidad, la disrupción…
— O la empatía, que también criticas. Con tanta empatía y concienciación por las causas, ¿se acaba al final disolviendo al prójimo?
— A mí me gusta muchísimo Dickens y me gusta mucho una novela suya, Casa desolada, que tiene un capítulo titulado “Filantropía telescópica”, que habla de una filántropa que está muy comprometida con la suerte de los niños africanos, pero a sus propios hijos los tienen completamente abandonados.
La filantropía telescópica significa que pones toda tu conciencia en aquellos que no tienes que ver, con lo cual tampoco tienes que aguantarlos. Yo la verdad es que creo que tendría más cariño a mis vecinos si no los encontrara todos los días en el rellano.
El prójimo es el próximo. Si tú no miras a los ojos del vecino y si tú no te lo encuentras, difícilmente puedes amarlo.
La empatía, a diferencia de la compasión, aunque etimológicamente sean lo mismo, no es algo que se alberga, sino más bien algo que se muestra, con lo cual no te compromete a nada, porque el hecho de mostrar empatía significa que eres capaz de ponerte en los zapatos del otro.
Kundera decía una cosa que a mí gusta mucho y es que nadie es más insensible que el hombre sentimental.
— Pasando estas ideas al campo de la política, tú también eres muy crítico con el ideal del consenso.
— Es que, si es una apelación a que nos llevemos bien, ¿por qué no recuperar la concordia, que en el fondo es la voluntad de unión de los corazones?
Es decir, la concordia hace que, aunque tú opines lo contrario que tu compañero de mesa, a los postres ya te habrás terminado hermanando, aunque sigáis pensando diferente. Pero ¿qué tipo de pasteleo es este que nos dice que todos tenemos que pensar lo mismo?
Lo que Weber llamaba la lucha de dioses, que era como definía la política, tenía que ver con que una serie de valores estaban en liza y que deberían estar así hasta el fin de los tiempos. Es decir, que si tú opinas que esto es A y yo opino que esto es B no tenemos que convenir en que esto es C, sencillamente tenemos que no matarnos.
El consenso es una de las facetas de ese chantaje que es la sociedad del buen rollo y que en el fondo lo que te dice es que hay ciertos temas que no conviene tocarlos porque ya están superados.
— También señalas que esta idea de terminar con el conflicto acaba siendo profundamente antipolítica.
— Este mito de la abolición del conflicto supone la abolición definitiva de la política y supone que al final, podríamos delegar las decisiones más esenciales en una especie de sanedrín de sabios, en un comité de expertos.
Si tú crees que tienes que delegar en unos expertos las decisiones que te afectan, lo que estás haciendo es dejar de ser ciudadano para ser súbdito. Es muy curioso que la superación del conflicto no sea más que efectivamente el retorno de la vieja retórica del sansimonismo, de una tecnocracia gerencial, que yo detesto profundamente, porque esa es la verdadera cara de la antipolítica.
“La economía de la reacción, la sobreestimulacion y la abolición del conflicto en favor del consenso están vaciando la política de sentido”
— Quizás, dejamos de ser ciudadanos activos porque nos hemos convertido en sujetos reactivos.
— La economía de la reacción es un concepto que ha postulado William Davis, para referirse al streamer que cuelga en Youtube su reacción a su primera escucha de una canción Queen. O de las reacciones que puedan hacer los yelppers o los usuarios de TripAdvisor sobre cómo le han traído la comanda en un restaurante.
Según él, el hecho de que se nos impele constantemente a reaccionar demuestra que se está buscando un ciudadano compulsivo, predecible, que siempre esté actuando de forma predeterminada y, sobre todo, esté siempre estimulado.
Hoy todos tenemos que indignarnos, aspaventarnos y revolucionarnos, pero nunca mantenernos indiferentes.
Esto es un peligro muy importante. Si tú te recluyes en tu casa porque dejas que las decisiones las tomen otros o pensando que eres un ciudadano muy participativo, pero lo único que haces es ver la tele e indignarte con el tema del día, que no tiene ninguna importancia, estás dejando así de ser un ciudadano y te estás convirtiendo en un súbdito. Peor, te estás convirtiendo en un espectador. No puede haber democracia deliberativa si en lugar de deliberadores hay espectadores.
— ¿Cómo sustraerse a esto? En el libro explicas que para aquellos que se pasan el día “colocados”, el que se niega a participar los descoloca. Pero, el que se resiste hoy en día, ¿no es un tibio? ¿un privilegiado? ¿alguien sospechoso?
— Para quien va con la antorcha por la vida todos son tibios, todos son relativistas, todos son sicarios del poder, colaboracionistas.
Y no es lo mismo ser tibio que ser templado. Ser templado significa en el fondo que tienes temple, como los buenos toreros.
Por otro lado, también, hay que pensar a quién beneficia este clima y esta temperatura creciente en que está tan mal visto ser tibio.
En España, durante las últimas dos décadas se ha visto una abstención creciente. La única forma de movilizar es por medio de la crispación. La polarización es el último invento que han descubierto los partidos para activar aquellas personas que no votarían de ninguna de las maneras. Cuando decimos, ¿por qué estamos todos tan enfrentados, por qué estamos tan encabronados? Bueno, pues habrá que preguntárselo a los políticos que han ido sembrando la cizaña progresivamente para crear un clima absolutamente artificial, que nos enfrenta por cuestiones creadas ad hoc.
— ¿Por eso reivindicas el estoicismo, como una forma de resistencia interior frente a la retórica crispada? De hecho, hay un cierto auge de esta filosofía.
— Yo creo que he contribuido en mi muy escasa medida con Agitación y luego con Hazte quién eres.
Además, el auge del estoicismo se puede explicar en nuestro país, sin duda, porque nos hemos comido dos crisis económicas consecutivas, y sin estoicismo, revientas.
Por mucho que se diga que el estoicismo es una moral de élites, yo creo que es una herramienta importante precisamente para aquellas personas para las que pintan bastos.
Recuperar el estoicismo, entendiéndolo como una forma de endurecer el carácter, buscar la virtud, tratar de ser de personas plenas, superar la molicie que nos vuelve sujetos hipersensibles y sentimentaloides… Todas esas cosas, aunque se diga que pueden formar parte de una épica de élite, nos benefician a todos.
Sócrates habla de la enkrateia que es el autodominio, el autogobierno para no dejarse gobernar por los demás. Un cierto gobierno de uno mismo hace que te domines ante ciertos estímulos, hace que quizá no te enganches a este ciclo interminable de noticias.
— Este rechazo a lo estoico tiene que ver quizá también con lo que comentas en el libro de que estamos en una época posheroica…
— El ocaso de los héroes tiene mucho que ver con la proscripción de una de las tres partes del alma según Platón: el thimos.
Esa palabra intraducible que podría ser coraje, arrojo, valentía… Esos valores heroicos que observamos en los héroes homéricos.
Esas fuerzas heroicas terminan siendo soslayadas hasta el punto de que en la edad contemporánea sólo son permisibles en la sociedad del consumo, en el entorno de la competitividad.
Tú puedes ser un killer si eres un emprendedor, si eres un deportista, si eres un inventor de garaje, si eres alguien que se está reinventando, pero no puede haber un honor heroico.
— Lo único que me desanima un poco de todo esto es que no creas en la revolución.
— No, pero no creo en la revolución porque la revolución ha triunfado. Porque todo es revolucionario. Cuando todo es revolucionario, la revolución es imposible. La revolución ha muerto de éxito.
Hoy es revolucionario el último disco de Carolina durante, hoy es revolucionario el peinado de no sé qué influencer y hoy es revolucionario el diseño de no sé qué zapatillas.
Entonces yo creo que la revolución es imposible, sobre todo porque se ha vaciado de contenido y concepto revolucionario.
— Dices que tienes esperanza en el futuro, pero no optimismo. ¿Por qué?
— Tengo esperanza porque el optimismo es la fe del carbonero. El optimismo es pensar que si tú tienes una tierra árida, pues al final Dios proveerá y se pondrá a llover y de repente se volverá muy fértil. Eso a mí no me gusta nada.
El optimismo es terrible, pero la esperanza no, por supuesto. Sobre todo, la esperanza del que nada espera. Yo soy un estoico, con lo cual todo lo que te venga es un regalo. Cada día que tengas de más en la vida es una cosa que tienes que agradecer, todo lo bueno que te viene es algo que tienes que celebrar.
Ortega decía que no hay mayor pecado que la ingratitud y yo estoy completamente de acuerdo.
3 Comentarios
Da en la diana de la contemporaneidad, y muestra un camino para poder salir del hoyo que nos engulle.
Excelente entrevista. El entrevistado es una persona brillante
Excelente contenido y entrevista. Muchas ideas importantes resumidas en un mismo texto. Leeré su libro cuanto antes.