Con ocasión de la muerte del escritor José Jiménez Lozano, el 9 de marzo de 2020 en Valladolid, extraemos esta entrevista de nuestro archivo.
A pesar de ir con frecuencia a contracorriente, José Jiménez Lozano se ha convertido en un valor seguro de la literatura española actual, y en uno de sus más fecundos representantes. Autor de novelas, cuentos y cuadernos de notas, y destacado columnista, este veterano y multipremiado escritor ha publicado recientemente Maestro Huidobro, sentido retrato del maestro de un pueblo castellano, al que evocan tres de sus alumnos después de su fallecimiento (ver servicio 26/00). El pasado 31 de marzo pudimos conversar con él tras un encuentro con estudiantes universitarios, que celebró en el Colegio Mayor Santillana, de Madrid.
— Usted, que ha recibido tantos premios, ¿qué opinión tiene sobre los cada vez más numerosos galardones literarios que se otorgan en España?
— Hace algún tiempo, bastante, se planteó un discurso más o menos oficial acerca de esa gran inflación de premios; pero hay diecisiete Españas y más de medio centenar de provincias, y hay que añadir los pueblos grandes, y ¿quién y en nombre de qué, salvo un consenso milagroso, cortaría por lo sano? Para los escritores, periodistas, profesores, etc. resulta, además, algo así como nuestra oportunidad de administrar justicia y formar parte de un jurado sin las consecuencias que tiene el sentarse en un tribunal o en un estrado de jurado en el orden penal. Ya casi es derecho consuetudinario, y además pagado.
A la vez, es difícil que un lector medio como el español de ahora mismo vaya a poner sus ojos sobre un libro que no esté como consagrado con algún plus sobre lo escrito, y esto de ordinario es un premio. Y también quizás los premios cumplan con su función teórica: reconocer a alguien de algún modo, otorgarle un cierto espaldarazo literario. Pero habría que ahorrarlos un poco, ciertamente, pues tanta inflación de premios literarios los devalúa.
Tiempo de silencio
— Ahora que los escritores parece que hablan más que escriben, usted defiende que para ser un buen escritor, primero hay que estar mucho tiempo en silencio. Háblenos de ese silencio.
— Esto del silencio del escritor lo dice el narrador de mi novela La boda de Ángela, y creo que se refiere ante todo al silencio interior, porque, efectivamente, la tarea de escribir implica soledad, rumia, pensares, reflexión. Pero también está el otro silencio exterior. En principio, lo que un escritor tiene que decir, lo dice escribiendo en sus libros o artículos; sin embargo, ahora los media han otorgado también al escritor algo así como una cierta condición de oráculo, de modo que tiene que hablar de lo que sea. Por otra parte, le es necesario pregonar su mercancía; y a lo mejor tiene que ser así en esta sociedad de compra- venta. Pero el dilema entonces es prácticamente insoluble, porque o se está haciendo jabón en casita o se vende sin hacerlo, o lo hacen otros y el jefe lo vende. Según los enterados de estas cosas, parece que hay verdaderos emporios de escritura por mano ajena y firma propia. No me extrañaría nada. Así, el sistema de producción literaria se está convirtiendo en un star system o sistema de estrellazgo. Cada cual es cada cual, y sabrá lo que quiere. Aunque sobre todos pesa, y parece que de todas todas hay que asomarse, siquiera de refilón, al exterior, a las ventanas de los media.
El poder de los medios de comunicación
— ¿Hasta qué punto puede uno rebelarse contra estas imposiciones de los medios de comunicación?
— No es que ellos «impongan», sino que esas ventanas de que acabo de hablar tienen ahora un poder casi metafísico. Lo que ellos no cuentan no existe, y pueden fabricar una realidad que no existe, verdaderos portentos en el plano literario o artístico. Y ya Artaud -que ni se podía imaginar lo que son los media de hoy- afirmaba que tenía miedo por el porvenir del arte de su tiempo en cuanto los periódicos dejaran de hablar de él. Es terrible el destino que se puede conformar para alguien cuando se le convierte en una especie de semidiós. Basta pensar, por ejemplo, en el drama inmenso de Truman Capote, un escritor triunfante e idolatrado, y enriquecido si los ha habido; pero al que todo el mundo pedía más: en el fondo más bufonerías, porque de eso se trata, de ser el payaso de entretenimiento. Y el extraordinario Capote se entregó a la pura excentricidad, pero también al alcohol y a la droga, incluso como promoción de sí mismo. Es terrible. Parece, en efecto, que las glorias han hecho tantas víctimas como las críticas tendentes a la liquidación de un escritor.
La misión de la crítica
— Ya que la ha citado, ¿qué opina de la crítica?
— La crítica es algo muy complejo y serio. En principio no sería otra cosa que el tomar de la mano al lector y acompañarle para visitar el universo de una obra literaria como se acompaña a un forastero a conocer una ciudad, o como Virgilio llevó de la mano a Dante. Hasta al propio autor pueden los críticos mostrarle cosas para él mismo insospechadas en su propio mundo. Pero la crítica se convierte con frecuencia en un tribunal, y cita sentencias sin considerandos; aunque eso sucede más bien entre quienes hacen crítica pero realmente no son críticos.
Luego está la otra cara de los críticos científicos que, a tenor de la moda de las llamadas ciencias sociales, tratan de aplicar cientificidad a la literatura, que obviamente con la ciencia no tiene que ver nada, y, a veces, con un lenguaje gnóstico, impenetrable. O sienten la tentación de saber de dónde le ha venido a un escritor lo que escribe o su expresión, las famosas fuentes de la escritura. Sin duda es algo apasionante, pero dudo que sea posible dar ahí tres pasos realmente sólidos. Pero la crítica, incluso la peor, es absolutamente imprescindible; incluso si se hace como la hacía don Juan Valera, que era asombrosamente inteligente y con un olfato admirable, pero que ponía bien a todos buscando méritos hasta debajo de la cama. Porque, efectivamente, un libro, para ser malo o bueno tiene siglos por delante, y él no quería apagar la mecha de la creación en nadie por el simple hecho de que todavía no hubiera llegado al hontanar de ésta.
— Por lo que ha dicho, parece que a usted no le gusta demasiado la crítica que se dedica a indagar en las intenciones profundas del autor.
— No es que me guste o deje de gustarme; es que las intenciones profundas de un escritor a lo mejor ni las sabe él mismo. Estaríamos entonces, más bien, en el plano de la crítica psicoanalítica, y Freud dijo ya que ésta era incapaz de llegar a la fuente de la escritura literaria, y a lo último de la razón de sus técnicas. Pero el psicoanálisis se ha abaratado luego mucho, y ahora manejamos represiones y complejos como letreros de tarros de botica. Si el hombre no fuera un enigma no habría literatura ni arte, todo se explicaría por a, por b, y por c; y si la literatura no tratara precisamente de cercar ese enigma dando vueltas y vueltas siempre a lo mismo, no sería literatura, pero tampoco si pudiera explicarse por a, por b y por c. Los grandes críticos se preguntan por los enigmas, y proponen hipótesis, nada más. Los otros dicen saberlo todo.
Novela y ensayo
— ¿No tiene miedo de que el componente ensayístico de sus novelas rebaje su calidad literaria?
— No creo que haya contenidos ensayísticos en mis novelas, ni en las de nadie, a menos que se diga esto porque los personajes de esas novelas piensan o se plantean problemas. Y no parece que sea ensayístico pintar el mundo interior de los hombres. Obviamente, si yo cuento la historia de una familia de alto nivel intelectual y una cierta tradición cultural, como en La boda de Ángela, tengo que hacerme cada uno de ellos, exactamente como cuando cuento la historia del inocente Blas Civicos tengo que meterme en su cuerpo y en su alma. No entiendo eso del ensayismo. Otra cosa es que Santayana expusiera su filosofía en forma novelada en El último puritano -y por cierto con altísimo nivel literario- o que Sartre lo hiciera en La náusea, a través de un aburrimiento mortal, sin embargo. Por lo demás, ni todo pensamiento es ensayo, ni todo ensayo pensamiento, y tengo mis dudas de que sea literatura. En las novelas lo que importa es la vida, pero parece que la vida hominizada es más que fisiología, y desde luego ni la vida ni la novela son sociología; de esto estoy seguro.
Literatura e ideología
— ¿No piensa que a veces es demasiado estrecha la relación entre creación literaria e ideología?
— No a veces, sino que llevamos décadas bajo la dogmática marxista de división del mundo en dos categorías -la angélica o revolucionaria, y la satánica o burguesa y reaccionaria-, y ellas juzgan toda la realidad que hay en los cielos, las aguas y la tierra. Y luego ha llegado la versión más moderna, la politically correctness, que es lo mismo más o menos.
Así las cosas, un escritor o una obra se juzgan por estas categorías, y así se apartan los buenos y excelentísimos de los absolutamente prescindibles o detestables. En el primer caso, se aderezan incluso a los clásicos que no se pueden tirar a la basura, haciendo de ellos precursores de la revolución y el progreso; en el segundo ya no tiene sentido ni abrir a esos clásicos, que pueden ser gente religiosa, no feminista precisamente, ni demócrata, etc. Con lo cual se aligera bastante la literatura, por lo demás. ¿Cómo leer a Aristófanes o a Swift por ejemplo? Se decide que Lope o Shakespeare fueron meros propagandistas de la Corona, como si hubiera entrado en su cabeza alguna vez lo de la agit-prop de los camaradas, y cosas por el estilo. Y, desde luego, los escritores se dividen en progresistas y reaccionarios, y hasta el mismísimo Premio Nobel tiene tendencia, como los sastres, a medir por la izquierda. Pero allá cada cual. Un escritor en tanto que escritor sólo tiene que estar comprometido con lo que escribe.
La rebelión ante las modas culturales
— ¿En qué medida un determinado contexto cultural puede condicionar la literatura del momento?
— Inevitablemente estamos condicionados por el contexto cultural en que vivimos, pero desde Bacon por lo menos -que puso como condición de un conocimiento libre el librarse de los idola temporis, entre otros varios idola- sabemos que no podemos dejarnos condicionar. El pensar y la cultura mismos tienen una naturaleza crítica; y el escritor escribe ofreciendo los ojos de sus personajes al mundo para mirarlo de otro modo: «los ojos de los muertos» que decía Pirandello. Y Cervantes afirmaba, por su parte: «No quiero dejarme ir con la corriente del uso». De otro modo el mundo de la cultura sólo sería una sucesión de fechas de lo eternamente mismo.
Si Cervantes hubiera sido un hombre de su tiempo, habría escrito como Mateo Alemán o como Quevedo, a lo barroco; hubiera quedado bien fechado. Si Bach hubiera sido un hombre de su tiempo, también lo estaría como tantos otros, porque no hay nada que feche tanto como «el espíritu del tiempo». Si Dostoievski no hubiera barruntado nada fuera de su tiempo, desde luego que no hubiera escrito Los demonios. Los pobres rusos que lo leían a ocultas bajo el terror estalinista se preguntaban: «Pero ¿cómo lo sabía?». Lo sabía porque era un escritor, en absoluto comprometido con su tiempo, sino con la verdad, el horror y la belleza de lo que veía en sus adentros. Un escritor ni siquiera necesita libertad económica, decía Faulkner con toda la razón; lo que necesita únicamente es un lápiz y un trozo de papel. Tampoco necesita libertad política; le basta y le sobra con ser libre interiormente.
La fascinación por el mal
— ¿No cree que en la literatura actual, y en toda la cultura, hay una cierta fascinación por el mal? Es decir, parece como si existiera un cierto prejuicio a la hora de retratar la bondad de las personas, como si lo malo tuviera más potencialidad artística.
— En el periodo de entreguerras se liquida la vieja cultura -en realidad la cultura tout-court-, y la verdad, la belleza y la bondad, pero también el amor gratuito, son puestos en la picota de la irrisión y del desprecio. Así, la complacencia en lo sucio, lo horrible, lo degradante, lo instintual, lo perverso, se convirtió en categoría; lo demoníaco fue un juego. Enseguida todo eso tomaría cuerpo en los dos grandes totalitarismos del siglo; dejó de ser categoría literaria y, como siempre sucede con la historia, una madrugada llamó en forma de dos caballeros a la puerta de la casa de miles de seres humanos que fueron a parar a Auschwitz o al Gulag, verdaderamente surrealistas y encarnación de otros «ismos», odiadores desde luego de la verdad, la belleza, la bondad. Pero parece que nuestro mundo no tiene bastante. Aunque también ocurre aquello que decía Gilbert Murray acerca de los grandes trágicos griegos, que eran hombres que vivían realmente la vida diaria de trabajo y angustia, y, cuando se ponían a escribir, pedían a las Musas lo único que éstas pueden dar, la verdad, la belleza y la bondad; mientras que la mayoría de los escritores modernos viven en un ámbito más o menos separado de la vida de las gentes y creen que son realistas y pintan la realidad cuando desprecian la razón, la bondad y la hermosura.
La inspiración de la vida misma
— ¿De dónde salen las historias que relata en sus libros: de su propia vida, de las personas que conoce?
— Procuro no contar nunca mi propia experiencia, y tampoco mis recuerdos concretos, porque ahí está embarcado mi yo. Prefiero el recuerdo, las historias de los demás, si es que parto de ahí al escribir. Aunque en realidad siempre se parte de la vivencia propia que uno tiene en sus adentros de lo que ha oído contar, o de lo que se le aparece y con lo que se convive durante mucho tiempo; y allí dentro de uno se transforma, se convierte en fábula. La literatura es invención, no pura transposición de la realidad, y ha de constituir una realidad que, si todo se consigue, es más real que la realidad, aunque de otro modo. No hay ni un solo personaje de mis narraciones que esté construido a partir de un personaje conocido por mí, ni tampoco una historia sucedida que yo haya contado, salvo, naturalmente, en las novelas históricas Historia de un otoño o El sambenito.
Saber leer, pedir consejo y corregir
— ¿Lee usted mucha literatura actual?
— Sí, leo mucha literatura actual, o he leído últimamente mucha literatura actual, porque leo lo que me parece o lo que necesito en cada momento, y no miro antes la fecha. Tampoco leo por leer. Hago antes una larga cala en el libro, para comprobar si puede interesarme. O algún amigo me alerta sobre algo que debo leer, como yo a él. Funciono a la antigua. Me gusta que un libro me deje con la boca abierta, si es posible. Desde luego, no leo para juzgar ni para «estar al día», y, si el libro me desencanta, me duele. Prefería no haberlo abierto.
— En su labor creadora, ¿corrige mucho?
— Naturalmente que corrijo. Mucho o poco depende del texto primero. A veces hay que hacer dos o tres o seis redacciones más. Yo dejo dormir mucho las cosas, años enteros. Cuando las he olvidado, corrijo. Por ejemplo, Maestro Huidobro ha estado durmiendo cuatro años, pero Las señoras algunos más. La última corrección de una novela es más mecánica, como de limpia y lima, digamos. La última mano. Pero no para que brille, no. Nada de brillos, ni barnices. Luego suelo someter las cosas a un chequeo de unos cuantos lectores, y no todos entendidos. Quiero saber si hay vida simplemente.
Hitos de una obra
Nacido en Langa (Ávila) en 1930, José Jiménez Lozano fue periodista durante años en el diario El Norte de Castilla, donde coincidió con Miguel Delibes y del que llegó a ser director. En la actualidad, es colaborador habitual del diario ABC y de otras publicaciones.
Escritor prolífico y siempre al margen de las modas pasajeras, posee una prosa directa, esmerada y profunda, de gran riqueza estilística y con una sugestiva capacidad de evocación dramática y de amable ironía.
Entre otros muchos galardones, ha ganado el Premio Castilla y León de las Letras (1988), el Premio Nacional de la Crítica por El grano de maíz rojo (1989) y el Premio Nacional de las Letras Españolas (1992) por el conjunto de su obra.
Entre sus numerosas obras cabe destacar:
— Novelas: Historia de un otoño, Las sandalias de plata, La salamandra, Duelo en la Casa Grande, Sara de Ur, El grano de maíz rojo, El mudejarillo, La boda de Ángela, Teorema de Pitágoras, Los compañeros, Ronda de noche, Las señoras y Maestro Huidobro.
— Colecciones de cuentos: Los grandes relatos, El cogedor de acianos y Un dedo en los labios.
— Recopilaciones de notas y reflexiones: Los tres cuadernos rojos, Segundo abecedario y La luz de una candela.