La ficción asentada en un marco histórico
La novela de tema histórico ha reconquistado el favor del público desde la pasada década. ¿Quién no conoce, aunque sólo sea por el título, libros como El nombre de la rosa o Los hijos del Grial? Las editoriales lanzan colecciones, más o menos valiosas, de este género. Los galardones literarios más preciados recompensan novelas ambientadas en el antiguo Egipto, la Baja Edad Media o el Madrid decimonónico. Lo importante es escribir sobre épocas pasadas para asegurarse el favor de un público que se aburre con historias sobre la vida cotidiana.
Tal vez con alguna exageración ha escrito un crítico actual: «El retorno cíclico a la novela histórica es un gesto de los pocos que aún pueden salvar a la novela de su naufragio en la categoría de los géneros pasados, como la epopeya, que la precedió en el declive. Mientras periódicamente logre salir a flote y tomar bocanadas de oxígeno histórico, la novela podrá mantenerse a dos aguas». Tal escepticismo sólo se justifica por el tedio que ha llegado a producir en el lector medio la trayectoria de la novela en este siglo.
Seguramente muchos estaban saturados de los experimentos novelescos del tipo de Ulises de Joyce (o de Tiempo de silencio, si nos quedamos en casa) y de la moda neorrealista que por muchos años campó por Castilla la ancha. Se pedían con urgencia argumentos entretenidos, imaginativos, que recuperasen el placer de leer. Hartos de andar buscándolos en su cabeza, los escritores se fueron a las bibliotecas, se atrincheraron en los anaqueles y comenzaron a escribir bajo los dictados de la Historia, que para eso es «maestra de la vida» desde la Antigüedad. Fue un gesto que agradecieron las editoriales porque, como se ha podido comprobar, la veta histórica es muy rentable.
¿Será casualidad que en la nómina de los últimos Premios Planeta figuren unas cuantas novelas históricas? Repasar ciertos nombres equivale a recordar otros tantos éxitos comerciales: La guerra del general Escobar, de José Luis Olaizola; Yo, el rey, de Juan Antonio Vallejo-Nágera; El manuscrito carmesí, de Antonio Gala; No digas que fue un sueño, de Terenci Moix; o En busca del unicornio, de Juan Eslava Galán. Y si pasamos a otros galardones (el Ateneo de Sevilla, por ejemplo), el panorama no cambiaría demasiado (1).
Éxito comercial y valor literario
Hay novelas históricas que, en todo caso, sirven para pasar un rato agradable, porque están correctamente escritas y poco más. Sería el caso de la serie marítima de Patrick O’Brian, por ejemplo, que resulta ideal para aquel que le gusten los barcos. O la pentalogía de Lindsay Davis sobre el detective romano Marco Didio Fulco, que combina de manera muy avispada lo policiaco con lo histórico sin olvidar la inevitable trama amorosa.
Por otra parte, conviene tener en cuenta que en los últimos años las grandes editoriales se han percatado de que existen sectores del público sensibles al perfume de eso que llaman «buena literatura», aunque su valor como tal sea muy relativo. Existen incluso ofertas editoriales como la de Edhasa en donde figuran autores destacados como Robert Graves, Mary Renault, Dimitri Merezhovsky, Arthur Koestler, Frank Baer, Heinrich Mann, Thornton Wilder, etc.
Este género de novelas es un campo preparado con un abono perfecto: ni más ni menos que la historia, asignatura predilecta de muchos cuando éramos estudiantes. Ciertamente bajo el reclamo de aprender historia de forma más amena, más ligera, han aparecido títulos que no son propiamente ni estudios de historia ni novelas, sino más bien «historias noveladas». La importante colección «Memoria de la historia» de Planeta sería el mejor ejemplo. La evidente falta de originalidad de sus títulos (Yo, Aníbal; Yo, Mahoma…) es tributaria de la célebre Yo, Claudio de Robert Graves. Esto no quiere decir que no existan libros excelentes dentro de esta posibilidad (la biografía sobre Cervantes hecha por Trapiello, por ejemplo), e incluso que otros cumplan una digna función de divulgación cultural. Pero no son pocos los que simplifican la realidad del pasado entrometiéndose en sucesos picantes o sin el menor fundamento.
Asimismo, desde la pasada década estamos asistiendo a un curioso fenómeno literario: la irrupción de escritores de cualidades discretas, pero muy promocionados como Peter Bering, Arturo Pérez Reverte, Isabel Allende o Umberto Eco.
Una novela nada ingenua
Una de las características más notables de la novela histórica como género es el puente que establece entre el pasado que recrea y el presente en que se escribe y se lee. El autor suele buscar la coartada temporal para seguir hablando de los problemas de su época, para acentuar la crítica o favorecer sus ideas, para ensalzar algunos ideales perdidos o desmontar tópicos imperantes. Esta ha sido una de las principales armas de los novelistas históricos cuando, por razones muy diversas, no podían manifestar con libertad sus opiniones. Heinrich Mann presentó en su voluminoso Enrique IV el arquetipo de lo que él consideraba un buen gobernante: liberal, tolerante, «demócrata» frente al absolutista y tiránico Felipe II. Parece obvio que Mann no pensaba tanto en el siglo XVII cuanto en su Alemania de 1933, sometida al poder totalitario de Hitler.
No hay versiones ingenuas de la historia, ni siquiera en las novelas. Los personajes hacen lo que sus creadores quieren que hagan. Y en buena parte lo que piensan, sienten o dicen se corresponde con la visión del mundo que tiene el escritor. Pese a las minuciosas recreaciones ambientales que puedan hallarse, el enjuiciamiento de las conductas o la exposición de determinadas ideas vienen marcadas por una mentalidad contemporánea de la nuestra. El anacronismo no se puede evitar y, muchas veces, no nos engañemos, se busca con toda intención.
Por eso hoy día muchas novelas históricas enjuician otras épocas desde parámetros actuales, de la misma forma que Walter Scott mostraba a sus seguidores una Edad Media de cartón piedra en la que los caballeros se comportaban como si fueran hidalgos puritanos del siglo pasado. En nuestros días no faltan los escritores que tratan el tema del advenimiento del cristianismo sin respeto no ya para con la fe sino para con la historia.
Por otro lado, la Edad Media atrae a muchos autores, Umberto Eco y Peter Bering entre ellos, que prosiguen con los tópicos tradicionales: ignorancia generalizada, oscurantismo eclesial, etc. Y, si de leyendas negras se trata, no podemos olvidar la legión de novelas hispanoamericanas que parodian o critican con acidez el descubrimiento y la conquista de América. En todo estos relatos es posible encontrarse con una visión presuntamente crítica contra las versiones «oficiales», y si hay por medio alguna pasión turbia y tormentosa, miel sobre hojuelas.
La borrosa frontera de la ficción
Desde su nacimiento la novela histórica ha navegado entre dos aguas; unas veces, en medio de los reclamos de la fidelidad a los hechos pretéritos; y otras, teniendo en cuenta la necesidad de inventar tramas, que de eso se trata a la postre cuando se desea hacer literatura. Si en ocasiones ha traicionado a la historia, no por ello debiéramos escandalizarnos: son los derechos de cualquier ficción. Las novelas históricas se justifican o se descalifican como cualquier otra novela: por sus cualidades o defectos estrictamente literarios, por su capacidad de meternos en otro mundo que no es el nuestro de todos los días.
Escribía Cervantes que la historia es madre de la verdad, pero tal vez habría que añadir que la novela es también madre, pero de la mentira. De una mentira, entiéndase bien, que no ofende ni induce a error, sino que aprovecha cuando se conoce como tal. Ahora bien, por supuesto no debiéramos dejarnos engañar por el juego de la fabulación. Una cosa debe tener muy clara el lector de novelas históricas: a esta clase de libros no se va a aprender Historia, aunque de paso, claro está, a veces se pueda recoger alguna migaja.
Otros tiempos, otros mundos
Para conocer más y mejor sobre nuestro pasado están los manuales, los ensayos, las biografías o, incluso, las llamadas historias noveladas. Todos estos libros realizan de forma más perfecta y honrada este papel.
La novela histórica nació más bien para llenar ese anhelo que tiene el hombre moderno de trasladarse a otros tiempos y lugares distintos del suyo. No en vano el Romanticismo la dio a luz, igual que a la literatura gótica o de terror, la policiaca o la fantástica. Desde entonces suele considerarse al escocés Walter Scott como su fundador. Hoy vive un momento de auge, quizá porque en períodos de crisis histórica como éste, el individuo tiene a la vez el impulso de escapar de la realidad presente y de comprenderla a través de la evocación de otras épocas. Igual que el Romanticismo. la Revolución Francesa y el hundimiento del Antiguo Régimen marcaron el nacimiento del género, hoy día (leáse: la postmodernidad, la caída del muro y de las ideologías) estamos viviendo un momento propicio para que se escriban muchas novelas históricas.
En cualquier caso, hay edades que se han revelado mucho más sugestivas que otras. Una de las más productivas, tal vez por su lejanía, ha sido desde siempre la de la Antigüedad griega y latina. La rica tradición clásica ha servido en muchas ocasiones para que los escritores actuales fantaseen a partir de mitos e historias que vienen de muy atrás. Pródigas en aventuras, estas novelas históricas recrean las peripecias de algún emperador romano (Claudio, Adriano, Juliano el apóstata…), transforman levemente un mito (Teseo en dos novelas de Mary Renault), o bien reviven con abundante documentación un hecho trascendental (la destrucción de Jerusalén en las novelas de Feuchtwanger).
Hay excelentes y sugestivas versiones de relatos llenos de intriga: la obra de Robert Graves, por ejemplo. También hay intentos muy conseguidos de evocar líricamente la atmósfera de la época: Marguerite Yourcenar. Lo que parece común a casi todas las novelas actuales de tema grecolatino es la identificación nostálgica con el paganismo. Algo que no ocurría, en cambio, con la novela decimonónica que practicaron Bullwer Lytton (Los últimos días de Pompeya), Sienkiewicz (Quo vadis?), o Lewis Wallace (Ben Hur).
Otras veces, el exotismo ha servido de fuerte acicate, como sucedió con Salammbó (1862) de Gustave Flaubert, ambientada en la Cartago de las guerras púnicas. La sobreabundancia descriptiva de un tiempo y una sociedad ignotos, como es el caso de la cartaginesa, dio lugar después de Flaubert al gusto por la recreación en sí misma. La novela histórica se hizo arqueológica. Curiosamente, el alarde erudito todavía sigue congregando muchos lectores. No hay más que pensar en las novelas de Eco, en donde el amontonamiento de información acaba por aplastar la intriga. En realidad se trata de un proceso que puede recordar al que ha sufrido el cine, el cual desde las primeras cintas en blanco y negro, pasando por las superproducciones de Cecil B. De Mille, ha llegado hoy día a una perfección extrema en la puesta en escena y ambientación.
La Edad Media también atrajo la imaginación de los novelistas, desde que en 1826 Walter Scott triunfara con Ivanhoe. Todo esto hace pensar que lo que interesa es el fuerte contraste con la mentalidad del lector. De todas formas no hay que olvidar que esta clase de novelas suele manejar muchas veces los tópicos contemporáneos sobre las épocas pasadas. Así, pueden llegar a reproducir ideas muy superficiales sobre la Inquisición o el Rococó francés en novelas baratas en calidad y precio: las de Jean Plaidy o Philipa Carr (dos pseudónimos de la archifamosa Victoria Holt).
Obras de arte
Otras veces, por supuesto, dan lugar a verdaderas obras de arte que no se preocupan tanto de enjuiciar una época histórica concreta como de proponernos una visión de la historia en su conjunto: Los novios de Manzoni, El Gatopardo de Lampedusa, El puente de San Luis Rey de Wilder, Guerra y paz de Tolstoi… En éstas, como en otros títulos, encontramos que el ropaje histórico cuenta relativamente poco. Que la hojarasca de nombres, fechas y guerras es sólo un accidente. Lo que importa de la historia, vienen a decirnos estos autores, es el sentido oculto de los acontecimientos. Esa trama misteriosa puede llamarse Providencia para Manzoni o Destino para Wilder. Puede ser una sucesión de hechos iguales con cambios aparentes, como observa el escéptico protagonista de El Gatopardo. Y desde luego no se compone sólo de hechos heroicos y frases grandilocuentes si aprendemos de Tolstoi.
Probablemente las mejores novelas históricas son aquellas que trascienden los acontecimientos más superficiales: guerras sangrientas, hazañas sonadas, uniones reales, amoríos famosos, etc. La historia está en «otra parte», en la vida cotidiana, en la intrahistoria de las mentalidades y las costumbres. La existencia de millones de seres anónimos a lo largo de siglos resulta tanto o más interesante que las grandes palabras de los generales o los líos domésticos de los monarcas.
En medio del maremágnum actual de obras (o de publicidades) que pretenden revelar toda la verdad sobre las esposas de Enrique VIII, el descubrimiento de América o la Guerra de los Cien Años, quizá la postura más sensata es refugiarse en aquello que precisamente la historia ha aquilatado. Regresar una vez más a aquellas novelas históricas que han perdurado, que no defraudan porque, a pesar de la juventud del género, ya pueden considerarse clásicas. Algunos grandes nombres del relato histórico romántico (casi todo Walter Scott, Quo vadis? de Sienkiewicz, Los últimos días de Pompeya de Bullwer Lyton, La hija del Capitán de Pushkin, Taras Bulba de Gógol…) han envejecido un poco, pero siguen siendo válidos en su mayoría para un público juvenil que suele encontrar en este tipo de narraciones un fuerte aliciente para la lectura.
Y, por encima de todo, se han escrito magníficas, maravillosas novelas que han sabido combinar el embrujo de la evocación con una trama y un modo de contar interesantes.
Algunas sugerencias
Javier de Navascués_________________________(1) Sólo en España en los últimos años se han multiplicado títulos como Decidnos, ¿quién mató al conde? de Néstor Luján, Crónica del rey pasmado de Gonzalo Torrente Ballester, Las hogueras del rey de Pedro Casals, La vieja sirena de José Luis Sampedro, El sueño de Venecia de Paloma Díaz-Más, El mudejarillo de José Jiménez Lozano, la trilogía americana de José María Merino compuesta por El oro de los sueños, La tierra del tiempo perdido y Las lágrimas del sol, etc.