El mundo sobrenatural en los relatos de fantasía

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En algunos lectores cristianos, los relatos de Harry Potter provocan desazón porque no mencionan a Dios para nada y en ellos los chicos no rezan nunca, inquietud porque no se refieren a un más allá, al menos como en El Señor de los Anillos, donde tampoco se habla de Dios ni se reza nunca, por cierto… Creo que, en el fondo, la cuestión está en comprender algo mejor cómo funcionan y qué podemos esperar de las ficciones de fantasía.

Primero es conveniente precisar el significado de algunos adjetivos: sobrenatural, algo que sobrepasa las leyes naturales, como que un muerto resucite; misteriosa, cualquier cosa cuya explicación no conocemos, como es para la mayoría el mando a distancia del televisor; maravilloso, algo que nos asombra y de lo que nos admiramos, empezando por un paisaje; fantástico, algo creado por la imaginación que puede o no maravillar o ser misterioso, por ejemplo, un unicornio; mágico, un calificativo que conmuta con cualquiera de los anteriores, al menos en el lenguaje coloquial. Todo lo sobrenatural puede ser maravilloso y es siempre misterioso, y tiene una consistencia real que lo fantástico no tiene. Es decir, lo maravilloso y lo misterioso dependen del observador y son algo subjetivo, lo fantástico y lo sobrenatural en sí mismos no tienen nada de subjetivo.

Planos distintos

En un relato de fantasía, un mundo totalmente fabricado por la imaginación, se recurre al carácter de palabra-baúl que tiene mágico: llamamos mágicos a ciertos seres (hadas, animales que hablan…), a ciertos objetos (varita, escoba…) y a determinadas acciones (actuar a distancia, volar…), que, como se ve, pueden corresponderse con otros que llamaríamos sobrenaturales o simplemente misteriosos en la vida real, como un ángel, una curación instantánea gracias a un bebedizo o una pistola-láser observada por un medieval.

Al margen del uso a veces equívoco de las palabras, un relato de fantasía deja de funcionar si no se manejan esos conceptos correctamente: atribuir potencia sobrenatural a objetos o acciones mágico-misteriosas que son normales según las leyes propias del mundo donde se desarrolla la historia, intentar racionalizar lo incomprensible dando demasiadas aclaraciones, poner al mismo nivel realidades que ocupan distinto plano. Conviene recordar la observación de Chesterton por boca del padre Brown: podemos aceptar bien un relato sobre cosas sobrenaturales que no comprendemos (pues a fin de cuentas hay tantas cosas normales de las que no entendemos nada), pero no podemos aceptar de ningún modo un relato sobre cosas ordinarias que vaya contra lo que comprendemos. Veamos algunos ejemplos.

Intervenciones sobrenaturales

Uno negativo en el que se roza el ridículo es el de Una arruga en el tiempo, premiada novela norteamericana de Madeleine L’Engle de hace unas décadas, donde la protagonista vence a un poderosísimo cerebro leyendo la Declaración de Independencia de Estados Unidos. El artificio hubiera sido válido, a pesar de que sería endeble, si se atribuyera esa eficacia casi-sobrenatural al arraigadísimo amor a la libertad de la niña… A fin de cuentas, algo parecido hace Joanne K. Rowling cuando, en la primera entrega de su serie, atribuye la victoria de Harry Potter, en su pelea final con Voldemort, al amor de su madre: «Haber sido amado tan profundamente, aunque esa persona que nos ama no esté, nos deja para siempre una protección», le dice Dumbledore. El recurso sirve porque muchos no tenemos inconveniente en conceder un poder milagroso al amor de una madre.

Un autor puede ir más lejos e introducir en su trama explícitas e indudables intervenciones sobrenaturales, como C.S. Lewis cuando habla de una Magia Profunda en las Crónicas de Narnia o Tolkien cuando se refiere a una misteriosa resurrección de Gandalf en El Señor de los Anillos. Pero en estos casos tan excepcionales, en los que ocurre algo inexplicable en razón de ser casi sobrenatural o sobrenatural, basta con aludir a lo sucedido sin excesivos adornos. El lector se lo creerá o no, según el talento del escritor, pero éste hará bien en prescindir de las explicaciones detalladas, porque no existen en absoluto y las que tenga serán muy insuficientes.

El sitio de Dios

En un argumento se puede también mencionar explícitamente a Dios, pero si se quiere mantener la coherencia y evitar la confusión, no es posible hacerlo más que con unas condiciones tan restringidas como las que pone Oscar Wilde cuando al final de su cuento El Príncipe Feliz Dios comunica su satisfacción por la generosidad del Príncipe y la golondrina, y anuncia el premio que les espera. En un relato de fantasía, ésta es la única forma segura, ni ridícula ni equívoca, de hacer aparecer a Dios en su sitio: como un ser por encima de todos los seres que pueblan la historia y por completo fuera de su marco.

Habrá quien diga que se le puede hacer entrar en el escenario, al modo de C.S. Lewis cuando representa como el rey-león Aslan a Jesucristo en las Crónicas de Narnia. Pero, por más que Aslan sea un personaje de una potencia formidable, por más que se puedan dar muchas razones para recomendar esas historias, el intento ha de hacer frente al reproche de quienes como Tolkien rechazan que se use la literatura como vehículo para el contrabando, cualquier contrabando.

No es que no se puedan componer textos con alegorías superexplícitas, pues por razones educativas esto se ha hecho siempre y a veces puede ser necesario, sino que cuando lo hacemos nos situamos fuera de lo genuinamente literario. En este territorio algunos consideramos básico que se respete la inteligencia y la libertad del lector y, por tanto, pedimos al autor que no intente imponer su opción o su modelo, tampoco los buenos.

Riesgo de confusión

Hay que decir, sin embargo, que si cualquier explicación de las realidades sobrenaturales siempre se queda muy lejos de su objetivo -si no, no serían sobrenaturales-, traspasarlas a una ficción no es tampoco fácil, y Lewis salva los escollos con mucha categoría. Pero, en cualquier caso, el lector creyente debe advertir que progresamos en la comprensión de las cosas más altas en la medida en que nos desprendemos de los modelos imaginativos, que terminamos atascados cuando nos atamos a esos modelos, y que cuando eso sucede se da pie a quienes sostienen que Dios sólo es una creación de los hombres.

Pero si Lewis se arriesgó con Aslan, ni se le ocurrió intentar introducir en sus ficciones la oración de las criaturas a un Dios personal, tal como se da en la vida cristiana ordinaria. Y es que hacerlo llevaría con facilidad a la confusión entre los planos del mundo real y del mundo fantástico. ¿A quién rezar en mundos de magos, donde funciona la telepatía y existen pócimas que resuelven tantas cosas? ¿No se confundiría la oración con un sortilegio o con la invocación de un poder mágico?

¿Profundidad? ¿Qué profundidad?

Pero, dirán algunos lectores cristianos, al menos El Señor de los Anillos (y por supuesto las Crónicas de Narnia) tienen una teleología en su interior, cosa que no sucede con las historias de Harry Potter. Pero no hay que pedir la misma profundidad a todas las creaciones de fantasía: hay grandes relatos sin otro propósito que transmitirnos una buena historia, hacernos disfrutar y contarnos la verdad tan bien como sólo puede hacerlo un mentiroso, según una feliz expresión de Katherine Mansfield.

También está claro qué clase de teleología contienen las Crónicas de Narnia, puesto que fueron compuestas como una especie de alegoría de la vida cristiana que termina con La última batalla y la llegada de sus personajes al cielo, descrito como quizá nunca se ha hecho. No está de más recordar aquí que Huck Finn no quería de ningún modo ir a un cielo como el que le pintaba con entusiasmo la bondadosa señora Watson.

Pero es importante aclarar de qué hablamos cuando nos referimos a «la profundidad» de El Señor de los Anillos. Tolkien decía, en una de sus cartas, que parte del atractivo de su obra radicaba «en los atisbos de una historia más amplia desarrollada en el fondo histórico: un atractivo como el que tiene ver a lo lejos una isla que no se ha visitado, o las torres de una ciudad distante que resplandecen entre la niebla iluminada por el sol»; pero, seguía Tolkien, «ir allí es destruir la magia, a no ser que vuelvan a revelarse nuevos panoramas inasequibles».

Por tanto, la profundidad de El Señor de los Anillos no está en que tenga en su interior una teleología, pues ésta es, a su vez, otra ficción de la que brota una inusual y asombrosa densidad, precisamente la cualidad literaria que Tolkien valoraba más. Ese trabajadísimo artificio tiene parte de culpa de la gran categoría con la que Tolkien logra describir los comportamientos humanos y transmitir la verdad y la belleza de vivir de acuerdo con unas convicciones morales rectas. Nada más. Y nada menos.

Ecos y destellos

De una novela de fantasía podemos esperar que, al llevarnos imaginativamente a otros escenarios, nos ayude al mismo tiempo a comprender mejor las leyes morales que rigen nuestro mundo. Así lo hacen relatos cuya correspondencia con lo real es sencilla, como La Bella y la Bestia o Dr. Jekyll y Mr. Hyde, o muy trabajada y con multitud de matices en obras como El Señor de los Anillos o Harry Potter. A distintos niveles de calidad literaria y de significados, los cuatro son ejemplos de cómo la fantasía sirve para contemplar las cosas comunes con sentido épico y de novedad… O, como decía Tolkien de su obra, nos da «un lejano destello, un eco del evangelium». Más que suficiente.

Además de pensar que las dificultades para ir más lejos son insalvables, prefiero dejar determinadas cuestiones fuera del alcance de la ironía, de la mía en primer lugar. Y si alguien sigue desconfiando de El Señor de los Anillos o de Harry Potter debido a que abundan las interpretaciones peregrinas sobre su contenido, hará bien en pensar que la culpa de los malentendidos no tiene por qué ser ni de la historia ni de quien la cuenta: también puede ser del que la oye o la lee. Hay suficientes ejemplos de libros muy claros con los que ocurre lo mismo, los Evangelios, por ejemplo.

Para saber más sobre Tolkien

Quizá el mejor libro sobre Tolkien, el más asequible a todos y el más profundo, sea el de Joseph Pearce, Tolkien: hombre y mito (Tolkien: Man and Myth, 1998). Minotauro, Madrid (2000), 249 págs. (ver servicio 6/01).

Los filólogos y quienes quieran descender a numerosísimos pormenores sobre la confección de las obras de Tolkien, desde los ecos shakespearianos o miltonianos, hasta su modo de trabajar, pasando por los motivos para la elección de las palabras, pueden acudir a Tom A. Shippey, El camino a la Tierra Media (The Road to Middle-Earth, 1982), Minotauro, Barcelona (1999), 423 págs. Shippey, que sucedió a Tolkien como profesor de Inglés y Literatura Medieval en la Universidad de Leeds, ha publicado hace pocos meses en inglés una nueva biografía, Tolkien: Author of the Century, que según parece abunda en las mismas cuestiones técnicas.

Muchas explicaciones y aclaraciones valiosas sobre sus obras y sus relaciones personales y profesionales, están en su epistolario, Cartas (Letters of J.R.R. Tolkien, 1981), selección de Humphrey Carpenter, con la colaboración de Christopher Tolkien, Minotauro, Barcelona (1993), 539 págs. Es necesario advertir que, a veces, la traducción española no parece la de un amigo.

Coloca un marco a su vida la biografía oficial de Humphrey Carpenter: J.R.R. Tolkien, una biografía, Minotauro, Madrid (1990), 295 págs. Sin embargo, no da cuenta de cuestiones de fondo importantes, de acuerdo con los matices que aporta Pearce.

Luis Daniel González

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