Un reto para los educadores
Los niños no leen el suplemento sobre literatura infantil y juvenil del New York Times, ni mucho menos las revistas especializadas del sector. Si lo hicieran, sabrían que no han publicado nunca una crítica favorable o positiva sobre las novelitas de «terror para niños», minisubgénero de la última década que ha vendido más de doscientos millones de ejemplares, si creemos los datos que vienen en los periódicos. Los autores y editores que las escriben y publican sí leen las críticas, pero les importan poco el juicio de los expertos y los temores de los adultos, y menos aún cuando comprueban que son leídos con fruición: no hay más que ir a las bibliotecas infantiles y juveniles para comprobarlo.
Estos libros de terror actuales son, sin duda, productos de diseño… que han crecido sobre un terreno bien abonado. Desde Poe y Lovecraft hasta Stephen King; desde Psicosis y A sangre fría, novelas primero y películas después, hasta El silencio de los corderos y Seven; y desde Jack el destripador y el estrangulador de Boston hasta las matanzas de Charles Manson y de otros alucinados más recientes, hemos recorrido un largo camino. De alguien son hijos y alumnos los niños que leen las novelitas de terror que asustan a sus padres y profesores. Pero vaya por delante que no son para tanto en muchos casos. Por supuesto, suelen ser mucho peores los telediarios.
Publicidad y «marketing»
Entre los sumandos para el éxito, uno es la elección de los destinatarios: un público específico y numeroso, formado por preadolescentes de clase media y alta, sin preocupaciones urgentes en su vida, que desayunan tazones de cereales, tienen el frigorífico repleto y decoran sus habitaciones con posters de Tom Cruise, Brad Pitt o Leonardo di Caprio, según el año. Esos lectores potenciales conectan con relatos que, sobre una reproducción de sus hábitos diarios y sus conflictos cotidianos, fantasean sucesos extraños, y cuyos protagonistas tienen dos o tres años más que ellos, pues normalmente los chicos siempre leen mirando «hacia arriba».
Otro factor es un lanzamiento publicitario y comercial eficaz, que se apoya en referencias a películas y series televisivas bien conocidas, y que no tiene en cuenta para nada los cauces educativos o culturales donde se recomiendan lecturas a los chicos, pero que asegura la presencia de estos libros en los puntos de venta masiva más importantes: grandes superficies, quioscos, etc. La publicidad de las colecciones y el diseño externo de los libros también cuentan: cubiertas llamativas con estética de cómic que a veces muestran cuchillos ensangrentados o adolescentes en peligro; portadas fosforescentes que brillan en la oscuridad; titulares y encabezamientos de capítulos chorreantes de sangre; lemas desafiantes del tipo «¡no podrás dormir!», «¡no lo leas por la noche!», «¡te pondrá los pelos de punta!»…
Costumbrismo juvenil
Más decisiva, sin embargo, es la confección de los relatos. Los autores emplean resortes semejantes a los que, en su momento, utilizaron Enid Blyton o los libros norteamericanos equivalentes producidos por la factoría Stratemeyer, pero teniendo en cuenta que se dirigen a chicos empapados de cine y televisión.
Las tramas cumplen algunas condiciones invariables: los adultos están ausentes o desempeñan un papel secundario, el comportamiento juvenil se refleja de modo convincente aunque sin actitudes de pandilla propias de las novelas del pasado, existe un misterio en el que se meten o se ven involucrados los protagonistas.
La acción discurre con dinamismo y giros argumentales frecuentes, las frases son cortas, abundan los diálogos y los puntos y aparte. Los capítulos son breves y acaban en punta, jugando con las bromas y equívocos entre amigos y hermanos, hasta que llega un momento en que las cosas se ponen serias. La secuencia de sucesos y escenas es clarísima: el lector ve, oye y siente lo que ocurre, y sabe los pensamientos del principal protagonista, que normalmente es el narrador.
El lenguaje puede ser más o menos descarado, pero el tono siempre es desenfadado, o con un humor distanciado e irónico al modo de la novela negra, si la novela se dirige a chicos algo más mayores. El lector busca y el autor entrega un miedo controlado: sucesos espantosos junto con los resortes para enfrentarse a ellos.
Los protagonistas son chicos y chicas como los de las series y películas, hijos únicos o con un solo hermano; ellos son las víctimas y los que resuelven las dificultades; están lo suficientemente definidos y a la vez son lo bastante unidimensionales para que una gran mayoría de lectores pueda identificarse con ellos. Los enemigos son secuestradores de niños, profesores que tienen secretos, vecinos raros… y los consabidos científicos locos, muertos vivientes, hombres-lobo, alienígenas perversos, etc.
El atractivo del espanto
Los ambientes son, por una parte, los de las mismas vidas de los lectores: las propias casas o colegios, centros comerciales, campamentos de verano…; y, por otra, los típicos faros lejanos, casas abandonadas, bosques misteriosos, pueblos fantasmagóricos que existen en otra dimensión… Pero conviene no simplificar la cuestión: el éxito de estos libros no se debe sólo al acierto en la confección, en el diseño o en la publicidad.
A los niños siempre se les han contado cuentos… que a veces son terroríficos: Caperucita es devorada por el lobo, a Blancanieves la envenena la madrastra, Pulgarcito descuartiza al ogro… Desde siempre, los miedos infantiles se han encauzado con la ficción, y los educadores han visto con buenos ojos ese recurso: si es la voz de la madre quien evoca al lobo, en la paz y seguridad de la situación familiar, el niño puede desafiarlo sin temor. Puede «jugar a tener miedo», un juego que tiene su sentido en la construcción de los mecanismos de defensa, dice Gianni Rodari en Gramática de la fantasía. Al ir venciendo sus miedos (a la oscuridad, a ser separado de los padres), el niño experimenta una sensación placentera, como el vértigo del tobogán: es atractivo e incluso divertido asomarse al peligro sin sufrirlo, o con la certeza de que no va a pasar nada. Otra cosa es, sin embargo, el recurso a lo que se ha llamado una pedagogía del terror: poblar de monstruos la mente de los niños amenazando con hombres del saco… Y peor aún es el efecto que le puede producir presenciar escenas de tensión o crueldad ininteligibles para él, cuando aún no está en condiciones de separar lo ficticio de lo real, o cuando no tiene criterio para discernir razones que ignora.
Los temores del crecimiento son de otro tipo. Los chicos viven con sufrimiento, a veces muy intenso, las confrontaciones con sus hermanos, con sus padres, con sus profesores, con sus compañeros, con los exámenes, con lo desconocido…; y les inquieta su aspecto, su peso, su sexualidad… Tarde o temprano, en sí mismos o en otros, les golpea la desgracia, el dolor y la muerte. La falta de respuestas o las respuestas engañosas o incorrectas de los adultos, junto con la natural curiosidad de la edad y también con la posible frivolidad de quien se ocupa en exceso de sí mismo, pueden abrir las puertas a una penosa credulidad. En estas situaciones, cuyo inicio coincide con los primeros años lectores, los relatos de miedo pueden emplearse como evasión pero también, inconscientemente, para exorcizar miedos reales con miedos ficticios.
¿Aperitivo o alternativa?
Además, la búsqueda de la propia identidad hace aflorar el espíritu de contradicción, pues oponerse provoca la ilusión de tener opinión propia. Por eso, el hecho de que estos relatos de terror sean para niños y no para padres, que su recomendación llegue de un amigo y que los adultos los rechacen, es un punto a su favor. Llegados aquí, conviene aclarar que, pese a las apariencias, una mayoría de estos relatos son inocuos e incluso ingenuos; que da igual llenar la imaginación con monstruos tecnológicos que con ogros y brujas medievales; y que no pocas veces los personajes aparentemente más crueles han sido ya engullidos por una estética pop que los hace triviales.
Algunos expertos niegan a estos libros la entrada en la literatura «infantil y juvenil», y no se la conceden ni siquiera a los que están bien escritos, pues rechazan un planteamiento comercial tan descarado. Quienes las defienden insisten en que tienen el mérito de atrapar al lector, y que con los chicos no sirven los libros excelentes que ninguno lee. Si no son obras excelentes, dicen, hay que reconocer su carácter de alternativa y de aperitivo: mejor leer esto que nada, un chico lector de estos libros se verá atraído hacia literatura de más calidad. Este argumento es dudoso: muchos adultos adictos a los thrillers y a las novelas rosa no sienten ningún tirón hacia la verdadera literatura. Del mismo modo, la lectura masiva de estos relatos también estraga el gusto y conduce o a los juegos de ordenador y a las series de televisión, o a relatos más escabrosos, que los mismos autores y editoriales ponen delante del lector enganchado.
No obstante, cabe pensar que un chico descubra en estas novelitas el gusto por la lectura y se vea impulsado a leer libros mejores… Esto sucede cuando los educadores no caen en la trampa de descalificarlas gratuitamente, sino que procuran conocerlas para ponerse en la mente del lector, y con ese punto de partida realizan un esfuerzo de invitación a la lectura continuo, paciente y animoso que comienza por ofrecer relatos variados de calidad.
El sentido del miedo
Otra cuestión son los efectos educativos de esta clase de novelitas. Se critica su carácter escapista, pero ¿son acaso los únicos libros que lo tienen? ¿Y es eso condenable? Se las acusa de inducir a la violencia, pero ¿no son mucho más violentas tantas noticias habituales? Se les reprocha trivializar asuntos serios, pero ¿no lo hacen más, por ejemplo, tantas novelas, películas, series y concursos de televisión que hacen de la frivolidad una bandera? Se subraya la banalidad de esa distracción, pero los hijos podrían responder a sus padres que no es mayor, ni necesariamente más nociva, que la de los culebrones o la de los insignificantes incidentes en torno al deporte.
Los mejores relatos fantásticos de terror siempre tienen un significado más profundo, como saben los nuevos moralistas que presentan la droga como el lobo de las nuevas versiones de Caperucita. Bromas aparte, no hay angustia, ni obsesión, ni conflicto de conciencia, ni drama humano que no haya sido tratado con esta forma literaria: Jekyll comprende que, aunque sus circunstancias «se presenten como singulares y extrañas, son los extremos de un dilema tan viejo y común como el mismo hombre»: la maldad está dentro de uno mismo, «el hombre no es verdaderamente uno sino dos»; el monstruo creado por Víctor Frankenstein enseña dónde está el origen de los comportamientos terroríficos: «ningún padre había vigilado mi niñez, ninguna madre me había prodigado sus cariños y sonrisas…».
Es decir, hay que ir más allá de si nos gusta leer relatos de miedo por el placer de experimentar la emoción artificial de sufrir algo terrible e inofensivo a la vez, algo así como la curiosidad de contemplar un monstruo muerto. Como los cuentos infantiles, también estas historias de terror deberían servir para profundizar en el proceso de maduración personal, pues están en juego emociones básicas. El reto educativo no es sólo fomentar una actitud crítica ante los relatos inverosímiles, ni enseñar a racionalizar y controlar los propios miedos, sino dar respuesta a unas preguntas fundamentales: ¿de qué horrores hay que huir?; ¿para qué se nos ha dado el miedo?
Autores, novelas, colecciones
De las obras clásicas que inciden en lo misterioso, lo extraño, o lo inexplicable, y que se meten con calzador en las colecciones de literatura infantil y juvenil, se pueden señalar, entre otras, las Narraciones extraordinarias (Poe), El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (Stevenson), Benito Cereno (Melville), Frankenstein (Shelley), Otra vuelta de tuerca (James). Vale la pena recordarlas por su valor, pero no para recomendarlas «en vez de» las novelitas de terror, pues no debe olvidarse la dificultad que a veces supone la distancia de ambiente, de lenguaje y de mente con el lector joven. El acento humorístico de El fantasma de Canterville (Wilde), sin embargo, sí es un recurso común hoy en los relatos para los más pequeños. Mucho más cercana en el tiempo está una novela modelo para los modernos relatos de terror infantil y adolescente: La feria de las tinieblas (Something Wicked this Way Comes, 1962; Minotauro), de Ray Bradbury: la vida cotidiana de dos chicos de trece años con sugerentes apellidos, Jim Nightshade y William Halloway, se altera y enrarece cuando llega una extraña feria de atracciones. No es, ni mucho menos, lo mejor de Bradbury, pero no está mal y obviamente tiene muchísima más calidad que cualquiera de los subproductos actuales.
En el año 1973, Stephen King (Maine, 1947) publica su primera novela. Desde entonces, sus numerosos libros, firmados a veces con seudónimo, siempre desasosegantes y con frecuencia sanguinolentos, se venden como churros e inmediatamente son transformados en películas de gran taquillaje. Remezclando elementos de las novelas de terror del pasado, King cultiva distintas líneas con un denominador común: presenta con maestría personajes simpáticos y próximos… en cuyas vidas, marcadas por altos niveles de violencia familiar y de erotismo ambiental, irrumpe lo terrorífico. Tiene también, cómo no, cuentos y novelas de psicópatas juveniles: chicos que son víctimas o espectadores de abusos y malos tratos en unas familias destrozadas, y que han crecido recordando cada burla, cada desdén y cada golpe. Por aquí va la línea dura de narraciones de terror para adolescentes que trata, de modo fantástico o realista, sobre horrores cercanos que los chicos han sufrido en sus familias o han visto en las de sus amigos. Estos relatos no están localizados en las colecciones que actualmente se promocionan para niños y jóvenes, pero son el escalón siguiente.
Pesadillas y escalofríos
Robert L. Stine (Ohio, 1944), ha sido llamado el Stephen King para niños. Es el causante y el principal beneficiario de la explosión actual de libros de terror. Sus años de trabajo como guionista de televisión, sin duda, tienen mucho que ver con su facilidad para producir relatos visuales y muy bien estructurados, uno cada quince días, y perfectamente desinfectados cuando se dirigen a los más pequeños: las colecciones «Fantasmas de Fear Street» (Emecé) y «Pesadillas» («Goosebumps» -escalofríos-; Ediciones B), que son las más vendidas y, sin duda, las mejores. La primera es más sencilla, tiene un aire humorístico, y su público ronda los 8-10 años; la segunda sube un peldaño en la edad, y es algo más seria, si, por ejemplo, se puede considerar así una ciudad poblada de muertos vivientes. «En busca de tus Pesadillas» es más de lo mismo con argumentos en los que se bifurca la acción a gusto del consumidor. «La calle del terror» y «Los Thrillers de R.L. Stine», son otras colecciones en las que el terror es más realista, psicológico o policiaco, abunda lo melodramático y Stine sube la violencia y la temperatura erótica para captar a sus jóvenes lectores.
Aunque ya existían algunas colecciones muy vendidas como la humorística-repelente de «El pequeño vampiro» (Alfaguara), de Angela Sommer-Bodenburg, en el mundo anglosajón han proliferado nuevas series al rebufo de Stine. Entre ellas, «Fantasville» (Ediciones B), de Christopher Pike, que sin embargo es el iniciador de la fórmula de relatos de terror para niños, ya en 1985; «Escalofríos» (Molino), de Betsy Haynes, para pequeños; «Elige tu propio escalofrío» (Timun Mas), de Richard Brightfield, relatos con desarrollos alternativos. Existen otras series que, siguiendo el modelo de «Los tres investigadores», inciden más en lo policiaco, o en lo policiaco-informático, pero donde las chicas tienen papeles impensables en el pasado. Y las hay que mezclan fantasía con ciencia-ficción, como la muy publicitada pero sabrosa «Animorphs» (Ediciones B), de K.A. Applegate, sobre un equipo de chicos valientes que tienen el poder de transformarse en animales para luchar con los yeerks, unos alienígenas.
Obras de calidad
Quien busque más calidad literaria puede hacerlo entre los autores expertos en relatos de misterio para jóvenes. Algunas novelas de las últimas décadas son: El jardín de medianoche (Pearce; Alfaguara), sobre un chico que se traslada todas las noches al pasado en una mansión antigua; El fantasma de Thomas Kempe (Lively; Ediciones B), novela excelente muy mal editada sobre un espectro impertinente que amarga la vida de un chaval revoltoso; El aparecido (Mahy; Alfaguara), o qué ocurre cuando en tus genes hay poderes extraños; Doce relatos inquietantes (Joan Aiken y otros autores; Espasa), una selección varias veces reeditada desde 1982 y que contiene narraciones cortas con el rasgo común de unas atmósferas inquietantes.
En España, los relatos de miedo proceden de la tradición oral y pueden encontrarse, sobre todo, entre narradores gallegos que, a fin de cuentas, tienen raíces celtas, y saben de bosques, brumas y leyendas. Entre ellos, el lucense Anxel Fole (1903-1986), periodista, admirador de los cuentistas rusos del XIX, con una valiosa producción de relatos de ambiente rural en los que abundan apariciones, destinos trágicos, misterios parapsicológicos, etc. Selecciones de algunos cuentos se pueden encontrar en Cuentos para leer en invierno (Espasa, 1986), Os voy a contar un cuento (Vouvos contar un conto; Alborada, 1988), De cómo me encontré con el demonio en Vigo y otros cuentos (Trama, 1997). El también lucense Xabier P. Docampo (1946) ganó el Premio Nacional de Literatura infantil y juvenil con Cuando de noche llaman a la puerta (Cando petan na porta pola noite, 1995; Anaya), varios cuentos de miedo extraídos de la tradición oral como los de Fole: son relatos «adultos», por sus protagonistas y por sus contenidos, que dejan huella en los chicos cuando los escuchan.
Luis Daniel González_________________________Luis Daniel González es autor de Guía de clásicos de la literatura infantil y juvenil (ver servicios 134/97y 75/98).