Lo decía Flaubert: «Escribir es una manera de vivir». Estas palabras pueden resumir el mensaje que el escritor Mario Vargas Llosa desea transmitir en Cartas a un joven novelista (1). Este ameno epistolario explica algunos recursos de los que se valen los buenos escritores. Al dirigirse a su destinatario, un joven con la ilusión de ser escritor, Vargas Llosa rechaza el estilo académico y opta por las impresiones personales, al igual que ya hiciera Rilke en sus famosas cartas.
Comienza Mario Vargas Llosa por indagar en las raíces que llevan a una persona a querer ser escritor. Una primera premisa aclaratoria le parece fundamental: «Quien ve en el éxito el estímulo esencial de su vocación es probable que vea frustrado su sueño y confunda la vocación literaria con la vocación por el relumbrón y los beneficios económicos que a ciertos escritores (muy contados) depara la literatura». La vocación literaria -ese «asunto misterioso cercado de incertidumbre y subjetividad»- es el radical punto de partida para dedicarse a la literatura, porque escribir significa, parafraseando a Flaubert, «la mejor manera posible de vivir». Hace falta, por tanto, una predisposición, que en muchas ocasiones coincide con un malestar, una cierta insatisfacción íntima que lleva a rechazar la vida tal y como es. Pero esta vocación no suele aparecer de manera súbita: casi siempre es el resultado de años de preparación, disciplina y perseverancia.
Atender al propio mundo interior
Otro asunto al que Vargas Llosa da una especial relevancia es el mundo interior del escritor. Las novelas o los relatos no son productos manufacturados, que se escriben siguiendo unas reglas metódicas y frías. El escritor debe tener algo que decir, añadir su toque personal, o sea, esos temas que le rondan de manera permanente y que tratan de aparecer siempre en su pluma, escriba lo que escriba. Esta fidelidad a su imaginación creadora le convertirá en un escritor auténtico, pues obedecerá «dócilmente aquellos mandatos que la vida le impone, escribiendo sobre esos temas y rehuyendo aquellos que no nacen íntimamente de su propia experiencia y llegan a su conciencia con carácter de necesidad». Esta autenticidad es, en definitiva, lo que diferencia a un escritor de un «empleado de la literatura».
Para Vargas Llosa, «el novelista que no escribe sobre aquello que en su fuero recóndito lo estimula y exige, y fríamente escoge asuntos o temas de una manera racional, porque piensa que de este modo alcanzará mejor el éxito, es inauténtico y lo más probable es que, por ello, sea también un mal novelista (aunque alcance el éxito: las listas de best-sellers están llenas de muy malos novelistas)».
Poder de persuasión
Pero un novelista es, por definición, un impostor, alguien dotado de un especial poder de persuasión que haga pasar por verdad lo que es una mentira, una ficción.
Si es muy importante tener algo que contar, no lo es menos la manera en que se cuente; esa forma «es lo que determina que la historia sea creíble o increíble, tierna o ridícula, cómica o dramática». Para que la historia sea verosímil es preciso un eficaz poder de persuasión que envuelva al lector en una atmósfera en la que la ficción sea más real que la propia realidad. De ahí que «la mala novela que carece de poder de persuasión, o lo tiene muy débil, no nos convence de la verdad de la mentira que nos cuenta; ésta se nos aparece entonces como tal, una mentira, un artificio, una invención arbitraria y sin vida propia».
Este poder de persuasión sólo se consigue con un estilo propio, ingrediente fundamental de cualquier creación literaria y lo que define y diferencia a un buen autor de otro mediocre. Vargas Llosa recomienda «leer abundante y buena literatura» como el mejor camino para adquirir un lenguaje rico y desenvuelto. Pero existe el peligro de que las lecturas acaben ahogando al escritor, ya que los que empiezan no siempre consiguen sustraerse de la avasallante influencia que les imprimen aquellos autores que más admiran. Para adquirir el estilo personal no hay más remedio que marcar las diferencias con los modelos.
Diferentes niveles de realidad
Las siguientes cartas abordan cuestiones más técnicas, como el papel que desempeñan en una novela el espacio, el tiempo y el narrador. El espacio hace mención a la estructura, «esa artesanía que sostiene como un todo armónico y viviente las ficciones que nos deslumbran». No existe novela sin una estructura bien delimitada. El tiempo que impera en las novelas es el psicológico, mucho más que el cronológico, «un tiempo subjetivo al que la artesanía del novelista da apariencia de objetividad, consiguiendo de este modo que su novela tome distancia y se diferencie del mundo real».
El narrador es el representante del autor en la ficción. Es «el personaje más importante de todas las novelas», ya que su conducta condiciona la coherencia interna de una historia, la que, a su vez, es factor esencial de su poder persuasivo.
Las últimas Cartas las dedica a profundizar en los diferentes niveles de realidad que existen en una novela, esto es, «la relación que existe entre el nivel o plano de la realidad en que se sitúa el narrador para narrar la novela y el nivel o plano de realidad en que transcurre lo narrado». Estos niveles se organizan en oposiciones o coincidencias entre, por ejemplo, lo real y lo irreal, y fuerzan a cambiar los puntos de vista, originando así diferentes técnicas y recursos, que Vargas Llosa explica con ejemplos de obras de Cervantes, Onetti, Virginia Woolf o Flaubert.
Un irónico consejo final deja, sin embargo, las cosas en su sitio. Es cierto que todos los consejos de Vargas Llosa son útiles para construir ficciones, pero también es verdad que el único camino cuando se quiere ser escritor es volcarse en la práctica; por eso, y para concluir, insta a su joven lector a «que se olvide de todo lo que ha leído en mis cartas sobre la forma novelesca y que se ponga a escribir novelas de una vez».
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(1) Mario Vargas Llosa. Cartas a un joven novelista. Planeta. Barcelona (1997). 157 págs. 2.100 ptas.
Sobre el quehacer literario
«Empecé a escribir cuando tenía ocho años: de improviso, sin inspirarme en ejemplo alguno. No conocía a nadie que escribiese y a poca gente que leyese. Pero el caso era que sólo me interesaban cuatro cosas: leer libros, ir al cine, bailar claqué y hacer dibujos. Entonces, un día comencé a escribir sin saber que me había encadenado de por vida a un noble pero implacable amo. Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse» (Truman Capote).
«Sólo escribo bien en un lugar que sea mío, con libros al alcance de la mano, como si siempre tuviera necesidad de consultar no se sabe bien qué. A lo mejor no es por los libros en sí sino por una especie de espacio interior que los libros forman, como si me identificara a mí mismo con una ideal biblioteca propia» (Italo Calvino).
«Un escritor lo es siempre por elección. Nadie le obliga a ello, decide voluntariamente, opta por un tipo de vida arriesgada en la que puede fracasar o triunfar, en la que nada le está garantizado, ni siquiera la publicación de sus textos, menos que nada su talento, o la perduración de éste. A cambio no tiene patrón ni horarios, o sólo los que se impone, y nadie le dice lo que debe escribir (o él no debería escucharlo). No es un trabajador por cuenta ajena y por tanto no debe aspirar a nada semejante a un empleo seguro, ni a pensiones (porque nadie lo jubila de su actividad), ni a seguridades sociales» (Javier Marías).
«El mejor taller literario está en la propia literatura. No hay mejor profesor de taller literario que Galdós, Stendhal, Proust, Dostoievski, Joseph Conrad, Scott Fizgerald. Lo demás son milongas» (Arturo Pérez-Reverte).
«Ocho horas al día, siete días a la semana, 365 días al año; éste es el único método que conozco para escribir» (Philip Roth).
«No hay otra manera de alcanzar la eternidad que ahondando en el instante, ni otra forma de llegar a la universalidad que a través de la propia circunstancia: el hoy y aquí. La tarea del escritor sería la de entrever los valores eternos que están implicados en el drama social y político de su tiempo y lugar» (Ernesto Sábato).