El arte de leer, escribir y editar
«La cultura es conversación», sostiene el poeta y ensayista mexicano Gabriel Zaid en este artículo publicado en El Mercurio (Santiago de Chile, 24-I-93). Pero leer, escribir, editar, pueden ser un modo de echar leña al fuego de esa conversación, formas de continuar ese diálogo por otros medios. Lo importante es que la letra favorezca la animación creadora.
Gracias a los libros, sabemos que Sócrates desconfiaba de los libros. Los comparaba con la conversación, y le parecían deficientes para reproducir la inteligencia y la vida creadora. Sus argumentos eran los siguientes:
– La escritura es un simulacro del habla que parece muy útil para la memoria, el saber, la imaginación, pero que resulta contraproducente. La gente se confía y no desarrolla su propia capacidad. Peor aún: llega a creer que sabe porque tiene libros.
– La conversación depende de los interlocutores: quiénes son, qué saben, qué les interesa, qué es lo que acaban de decir. En cambio, los libros son monólogos desconsiderados: ignoran las circunstancias en que son leídos. Repiten lo mismo, sin tomar en cuenta al lector. No escuchan sus palabras ni sus réplicas.
– A su vez, las ideas del autor ruedan de mano en mano, expuestas a la incomprensión y huérfanas de su progenitor, quien no está ahí para explicarlas y defenderlas.
– Los libros reproducen la cosecha, no el proceso creador. En cambio, los discursos sembrados en la conversación germinan y producen nuevos discursos.
– En resumen: la inteligencia, la experiencia, la vida creadora se desarrollan y se reproducen por el habla viva, no por la letra muerta.
Críticas al progreso
Hay en estos argumentos una crítica del progreso que viene de la prehistoria. Son los argumentos contra el fuego domesticado en el hogar y la vegetación domesticada en el jardín; los argumentos de lo natural contra lo artificial, lo crudo contra lo cocido, lo vivo contra lo muerto. Paradójicamente, llegan hasta nosotros por la vía que rechazan. Sócrates no los escribió, en lo cual fue congruente. Quizá Fedro, socráticamente, los recordó y los hizo fructificar en otras conversaciones, que aprovecho Platón. Quizá Platón, dándose cuenta de la incongruencia de escribirlos, dudó. Afortunadamente para nosotros, optó por la escritura: fue socrático y antisocrático al mismo tiempo. Hizo fructificar en libros los diálogos que todavía cuestionan nuestra vida libresca.
Es el cuestionamiento que, milenios después, reaparece contra la prensa, el cine, los discos, la televisión, las computadoras. (…).
Pero ¿quién se puede quejar de que en el centenario de Mozart nos ofrezcan todas sus obras en una colección de discos compactos? ¿Quién se puede quejar de tener a la mano las obras completas de Platón? Hoy es fácil comprar esos tesoros, a precios que parecen excesivos, aunque son un regalo. Basta compararlos con el costo de comprar una catedral o un solo cuadro de Van Gogh. O con el costo de sentarse a leer y escuchar atentamente todos los diálogos de Platón, toda la música de Mozart.
El lujo de leer
Hoy resulta más fácil adquirir tesoros que dedicarles el tiempo que se merecen (…). La productividad moderna reduce el costo de la reproducción mecánica y aumenta el costo de la reproducción socrática. Una conversación inteligente como la de Sócrates y Fedro, quienes se encuentran en la calle, se ponen a hablar de un escrito ingenioso de Lisias sobre el amor y se van caminando hacia la afueras de Atenas para discutirlo, sólo es posible en un mundo subdesarrollado, de baja productividad y tiempo ocioso. En el mundo moderno, yendo cada uno en su automóvil a lo que va, con el tiempo justo para llegar, Sócrates y Fedro no se encontrarían. Y, en el remoto caso de que se cruzaran, sería difícil que encontraran lugar para detenerse, ya no digamos tiempo. (…)
Ante la disyuntiva de tener tiempo o cosas, hemos optado por tener cosas. Hoy, es un lujo leer a Sócrates, no por el costo de los libros, sino del tiempo escaso. Hoy, la conversación inteligente, el ocio contemplativo, cuestan infinitamente más que acumular tesoros culturales. Hemos llegado a tener más libros de los que podemos leer. El saber acumulado en la cultura impresa rebasa infinitamente los conocimientos de Sócrates. Hoy, en una encuesta de lectura, Sócrates quedaría en los niveles bajos. Su baja escolaridad, su falta de títulos académicos, de idiomas, de currículo, de obra publicada, no le permitirían concursar para un puesto importante en la burocracia cultural. Lo cual confirmaría su crítica de la letra: los simulacros y credenciales del saber han llegado a pesar más que el saber mismo.
Letras muertas y letras vivas
Pero la letra, planta seca del habla, puede no suplantarla. Puede servir como rodrigón o fertilizante. Puede ser algo muerto que sofoca la vida o que la favorece: letra que mata o vivifica. Lo importante es no perder de vista qué debe estar al servicio de qué. Teniéndolo presente, podemos aceptar la crítica de Sócrates y salir en defensa del libro:
– Tienes razón: los libros son la letra muerta, mientras no favorezcan la animación de la vida. Tienes razón: cuando se da el milagro de la vida inspirada, sería ridículo preferir los libros. Pero ya no tenemos el ocio de las tardes libres en Atenas. Y el simulacro de la vida inspirada que hay en los grandes libros parece más que un simulacro: parece vida, inspiración latente que está esperando la reanimación. La letra muerta de los Diálogos de Platón guarda el virus de tu libertad contagiosa.
En los viejos y nuevos mundos subdesarrollados, nunca han faltado fundadores: personas que en el desierto cultural son capaces de animar un oasis, por sus virtudes como interlocutores. La crítica de Sócrates en las discusiones públicas, la predicación del misionero, las enseñanzas del maestro rural, la tertulia del gran conversador pueden tener una irradiación que eleve el nivel de la vida local, que desate sus posibilidades creadoras.
Pero esta animación no tiene por qué ser puramente oral, milenios después de que se inventó la escritura, siglos después de que se inventó la imprenta.
La letra muerta no es un mal de la letra sino de la vida. Hay mucha letra muerta en la conversación, en la cátedra, en los sermones, en los discursos, en las palabras y en los actos de la vida cotidiana. Recordemos, simplemente, la escena medieval que se prolonga hasta nuestros días: en el aula, el maestro lee sus apuntes y los alumnos toman notas. ¿Cuál es aquí la función del maestro? No la reproducción socrática, del partero espiritual que va sacando al mundo la inteligencia de su interlocutor, sino la reproducción fonográfica de la aguja que va recorriendo la escritura.
Hoy, que el exceso de población, que el exceso de escolaridad, que el excesivo costo de la atención personal hacen tan difícil tener un Sócrates en cada aula, ¿hasta qué punto el aula no es una máquina obsoleta frente a muchas otras formas de enseñanza y animación, como la biblioteca?
La animación creadora
La cultura es conversación. Pero escribir, leer, editar, imprimir, distribuir, catalogar, reseñar pueden ser leña al fuego de esa conversación, formas de animarla. Hasta se pudiera decir que publicar un libro es ponerlo en medio de una conversación; que organizar una editorial, una librería, una biblioteca es organizar una conversación. Una conversación que nace de la tertulia local; pero que se abre, como debe ser, a todos los lugares y a todos los tiempos.
(…) Lo que vale de la cultura es qué tan viva está, no cuántas toneladas de letra muerta puede acreditar. La exigencia socrática de una cultural convivial puede cumplirse o no en el ágora o los libros, el aula de clase o la biblioteca, el café o la librería; con tecnología reciente o medieval, en situaciones ricas o pobres. La superioridad de unas culturas sobre otras o de unos medios culturales sobre otros, cuando existe, está en la animación, en el nivel de vida resultante que se puede apreciar, aunque escapa a las estadísticas.
El aburrimiento es la negación de la cultura. La cultura es conversación, animación, inspiración. La promoción del libro que nos importa no puede limitarse a aumentar las ventajas, las tiradas, los títulos, las noticias, los actos culturales, los empleos, el gasto y todas las cantidades que conviene medir. Lo importante es la animación creadora que se puede observar, aunque no medir: que nos puede orientar para saber si vamos bien, aunque no hay recetas para desarrollarla.
Apetito y cultura
Algunos ejemplos:
– Una persona llega tarde a una conversación y cree que no la puede seguir, que necesita más cultura; como si la cultura fuera otra cosa que la misma conversación, como si fuera una adquisición que se consigue antes y en otra parte. Le recomiendan cursos, que le aburren; manuales, que le aburren; clásicos, que también le aburren. Lo verdaderamente culto sería recomendarle que tenga más confianza en su apetito de conversación; que si le interesa algo que no entiende, ponga más atención, pregunte, reflexione, consulte diccionarios, manuales, clásicos, pero en función de su apetito por la conversación en marcha. Que no trate de aprenderse el diccionario de cabo a rabo, en orden alfabético, sistemáticamente.
El diccionario, como todo plan de estudios, se justifica por la conversación, no por sí mismo. Naturalmente, si al buscar una palabra descubre que le interesan de paso muchas otras, o al consultar un clásico descubre que le interesa más allá de la consulta, lo verdaderamente culto es que se deje llevar por la curiosidad, la extrañeza, el asombro, la diversión. El apetito por seguir una conversación que no se entiende es un síntoma de salud, no de falta de preparación. La disciplina es buena al servicio del apetito, no en lugar del apetito. Sin apetito, no hay cultura viva.
– Un joven escritor sueña con escribir novelas, pero siente que le falta preparación. Le aconsejan que lea a los grandes novelistas, pero en su lengua original. Se entusiasma con Dostoievski, y veinte años después no ha sido novelista sino traductor de ruso. O le aconsejan que saque un doctorado en letras, con especialidad en narratología, y veinte años después no es novelista, sino profesor de semiótica.
Habría que decirle: ¿Qué novelas has leído que no puedas soltar? Sigue por ahí, y asómate a estas otras, que quizá te gusten. ¿Qué has escrito con gran animación? Sigue por ahí, y cuando ya estés escribiendo, no antes, observa el arte de escribir desde afuera, leyendo esto o aquello. No te remontes a la historia o a la teoría de la novela, sin haber padecido el hechizo de la ficción y el contagio de la animación creadora de novelas.
El arte editorial
– Los nietos de un escritor olvidado tienen recursos para hacer una edición monumental de sus obras completas. La piedad filial puede servir a la cultura, sobre todo cuando preserva debidamente los archivos, objetos, ediciones y tantas cosas que suelen maltratarse o desaparecer. Más aún, si facilita la consulta con las debidas clasificaciones, anotaciones, índices, ediciones críticas o cuando menos bien cuidadas. Pero los monumentos terminan en las ceremonias, no en la conversación.
Para que un escritor olvidado se incorpore a la conversación, hay que estar al tanto de la conversación, ver dónde y a qué está abierta; en qué tema, lugar y momento sería oportuno darle la palabra al escritor olvidado; escoger el texto para abrir boca. A partir de unos poemas, cuentos, ensayos, en publicaciones periódicas y del interés que susciten, escoger alguno de sus libros para publicarlo en una editorial que conduzca este tipo de conversación. Y así, sucesivamente, como si fuera un escritor vivo: dejando uno o dos años entre libro y libro. (…)
– Un conocedor de las conversaciones locales aconseja a un amigo. Es inútil que lleves esto al editor Fulano. ¿No has leído lo que está publicando? No encaja en ninguna de sus colecciones de libros (o de las secciones de su revista). Acaba de rechazar tal magnífica traducción. ¿Por qué? Porque no publica literatura traducida. ¿No te habías dado cuenta? Yo tampoco, pero viendo su catálogo comprobé que así es. Por supuesto, puedes ir con la institución Zutana. Su política editorial es tan amorfa que ahí todo encaja; pero, por lo mismo, te incorporará a su bodega, no a una conversación en marcha. Tienes que buscar editores que conduzcan conversaciones animadas, donde haya un público reunido al cual realmente tengas algo que decir, a los ojos del editor. O, de alguna manera, poner tú mismo en marcha una conversación, hasta que el público que hayas reunido le interese a un editor.
– Juan José Arreola, un gran renovador de la prosa y un gran educador por la vía socrática de la conversación, también supo animar la literatura mexicana por vía editorial. Su legendaria colección artesanal «Los Presentes» puso en marcha un salón literario juvenil que se volvió animadísimo, y que fue el origen de muchas otras iniciativas. Y esto con muy pocos recursos materiales. Hoy, que abundan las instituciones con cien veces más recursos, asombra cuántas publicaciones y actividades culturales no hacen ninguna diferencia. ¿Cómo explicarlo? Quizá porque ignoran que el verdadero arte editorial consiste en poner un texto en medio de una conversación: es saber cómo ir echando leña al fuego.
– El mismo Arreola es autor de una frase célebre en el gremio: «Todo buen editor tiene su departamento de claudicaciones». Pero obsérvese bien: un editor amorfo no puede tener claudicaciones. La claudicación sólo es posible cuando existe un principio organizador de la conversación. Sólo en una mesa bien organizada puede notarse que hay un invitado que no corresponde, que debería estar en otra mesa. La regla de no publicar literatura traducida es absurda como principio general, pero le da perfil a la conversación de una mesa particular. (…)
Listas de invitados
– Ver la cultura como una conversación nos ayuda a centrarnos en términos finitos: quiénes pueden decir algo de interés para quiénes; cómo, dónde, cuándo reunirlos. Nos ayuda a aceptar que, en todo el ancho mundo, las personas que van a leer un nuevo libro son tan pocas que teóricamente se podría hacer una lista. Por supuesto, la lista de invitados sería distinta para cada libro. En rarísimos casos llegaría a millones, cantidad manejable por las computadoras de los grandes clubes de libros o las grandes empresas que hacen ventas directas por catálogo. Pero lo más común, en cualquier idioma, es una cantidad de miles: ni siquiera decenas de miles. Y bastan unos cuantos miles de ejemplares, leídos por los destinatarios adecuados, para cambiar el curso de la conversación, las fronteras del arte literario o de la vida intelectual. ¿Qué sentido tiene entonces lanzar libros al infinito para que se pierdan en el caos?
Con raras excepciones, el mundo del libro no corresponde a los mercados masivos e indiferenciados sino a las clientelas segmentadas, a los nichos especializados, a los miembros de un club de interesados en tal o cual conversación. Pero no todos los editores, libreros, bibliotecarios ven la importancia de darle forma al club; de hacer listas de su público interesado; de tener catálogos actualizados y boletines de lo que ofrecen; de atender a facilitar el contacto directo; de tomar en cuenta los gustos y opiniones de los participantes; de organizar conversaciones coherentes y animadas. Los éxitos que han tenido en esta dirección muchos pequeños y medianos editores, frente a los fracasos de grandes conglomerados financieros e instituciones públicas que han comprado o puesto casas editoriales, confirman la idea de que organizar el mundo del libro es como organizar una conversación.
– Querido Sócrates: bien dijo Fedro que tienes una gracia especial para pronunciar discursos egipcios. Pero al hacernos dudar de los progresos que trajo la escritura, tu crítica nos ayuda a situar la verdadera función de los libros: continuar la conversación por otros medios.