Los médicos nazis sumergían prisioneros en agua helada y anotaban los efectos de su lenta congelación hasta la muerte. Hoy todo el mundo admite que un conocimiento científico así obtenido es inmoral. Pero algunos piensan que utilizar estos conocimientos para salvar vidas sería una forma de homenaje a los hombres y mujeres que fueron asesinados, mientras otros afirman que equivaldría a pisotear el último refugio de su dignidad: la memoria. ¿Hay razones para que el hombre declare intocables ciertos dominios del conocimiento? Roger Shattuck, profesor emérito de literatura en la Universidad de Boston, ha creado polémica en Estados Unidos con su obra Conocimiento prohibido (1), donde se plantea el problema de los límites del conocimiento (estético y científico) en una sociedad liberal.
En la primera parte del libro, ahora traducido, examina algunas de las posturas éticas que se han dado en la historia de la creación literaria, y en la segunda parte plantea la posibilidad y la dificultad de poner límites a la curiosidad científica. Pisando en el terreno que le es más conocido, la literatura, Shattuck muestra cómo nuestra cultura moderna ha destruido la convicción milenaria que se expresaba en el «tabú»: conviene no saber ciertas cosas. Además, mediante la exposición de conflictos científicos actuales, argumenta la necesidad de introducir de nuevo la idea de límite.
Debemos aprender a respetar «el velo de ignorancia» (Dante, Milton) que cubre algunas dimensiones humanas. Este «velo» fue desgarrado por el sapere aude ilustrado, «atrévete a saber» (Kant). Actualmente, nuestra posición exigiría confiar la custodia del velo no tanto a tabúes y prohibiciones religiosas -como es el caso del árbol bíblico de la Ciencia-, sino más bien a un consenso derivado de la reflexión sobre los efectos que ha tenido la supresión de algunas barreras.
El libro sugiere que, aun en el caso de que no existan límites físicos a nuestro conocimiento, conviene que nosotros pongamos barreras morales. Según Shattuck, la cultura postmoderna comienza a experimentar un cierto deseo del límite; pero, igualmente, experimenta la imposibilidad de llegar a un acuerdo. En algunas ocasiones, la actitud respetuosa será conocer; en otras, desconocer. A este tipo de desconocimiento respetuoso no se le llama ignorancia, sino prudencia.
El dilema moral
El conflicto de los límites morales del conocimiento se ha planteado en todas las épocas. Según Shattuck, actualmente se centra en dos cuestiones: la ingeniería genética y la pornografía. Si la discusión pública en torno a estos temas parece interminable, es porque en ellos colisionan concepciones irreconciliables sobre la libertad y el significado de las normas morales y los valores superiores.
En su esfuerzo por contribuir a un consenso moral, Shattuck intenta llegar a la pregunta que está en la raíz de todos estos problemas: ¿hay algo que no debemos conocer? ¿Cuáles serían las consecuencias de una ignorancia voluntaria? ¿No es un planteamiento irresponsable? En un leguaje mítico, esta misma cuestión se hubiera planteado en los siguientes términos: «Si Eva no hubiera roto la prohibición de comer del árbol del conocimiento, ¿qué hubiera pasado?». En un lenguaje científico, sería: «Si Oppenheimer se hubiera parado en el instante anterior a descubrir la bomba atómica, ¿cómo sería nuestra civilización?».
Para Shattuck, lo interesante no es dar una respuesta de ciencia-ficción o de teología-ficción, sino caer en la cuenta de que el hombre, en cada época, se plantea necesariamente el problema del conocimiento prohibido y que a posteriori es imposible juzgar si se obró bien o mal al transgredir los límites. Lo que interesa es mantener viva la discusión sobre el límite, y no dar por descontado que se debe conocer todo lo que es posible conocer. Pero esta causa parece perdida en el mundo científico y, sobre todo, en el mundo del arte.
De Prometeo a Frankenstein
Experto en literatura (2), Shattuck hace una relectura del mito griego de Prometeo (Hesíodo), quien se atrevió a robar a Zeus el fuego para entregarlo a los hombres y fue castigado por ello; de la leyenda de Fausto (en las versiones de Marlowe, Lessing y Goethe), quien compró al diablo poderes mágicos a cambio de su alma inmortal; del Frankenstein de Shelley, el ser subhumano creado por un estudioso de lo oculto; y de la versión de la caída de Adán que Milton hizo en su drama cósmico El Paraíso perdido.
En estas, y en otras historias prototípicas, se puede observar que las reflexiones sobre el conocimiento prohibido se agrupan básicamente en dos figuras: el «pecado» y el «grial». En la actualidad, la bomba atómica se percibe como pecado, mientras que el Proyecto Genoma Humano, patrocinado por los Estados, aparece más bien como grial. Así pues, nuestra actitud hacia el conocimiento científico es a la vez de esperanza y de temor.
¿Hasta qué punto la curiosidad científica es una imagen de lo divino y hasta qué punto lo es de un yo alienado, de un demiurgo que experimenta con la vida como si fuera un juguete? La conclusión de Shattuck se vierte en una tesis tradicional: la curiosidad humana es admisible mientras sea regulada por la sensibilidad moral. Hoy día este control es tanto más urgente cuanto que la velocidad con que la ciencia nos conduce hacia el futuro es muy superior a la capacidad de respuesta constructiva (moral) de la sociedad.
Creatividad y censura
Esta misma conclusión (la regulación prudencial) debería valer también para el conocimiento artístico. Pero cuando hablamos de arte surge la verdadera dificultad. Pues así como muchos grupos ecologistas estarían dispuestos a apoyar una moratoria en materia nuclear o biogénica, ninguna vanguardia se atrevería a alzar su voz contra la libertad de creación artística. Por eso Shattuck se ve obligado a realizar un especial esfuerzo para ilustrar la común raíz de las libertades de investigación (científica) y de creación (artística). Si se acepta que hay que respetar un «velo de ignorancia» para una, ¿por qué no se acepta para la otra?
Para comenzar, Shattuck trata de demostrar, a través de ejemplos literarios, cómo la continencia interior puede ser profundamente creativa (ver pág. 4).
Mas para Shattuck, la limitación del conocimiento no sólo puede ser fecunda en el caso de la continencia y de la ignorancia involuntaria. También puede serlo en el caso de la restricción impuesta. Shattuck mantiene que la censura puede estimular la creatividad artística. Esta tesis también ha sido defendida por otros. El escritor británico de origen indio Salman Rushdie, por ejemplo, tuvo que enfrentarse al problema de describir una escena amorosa en un país «tercermundista» (que admite la censura), donde hombres y mujeres no pueden ni siquiera tocarse en público. Resolvió la situación haciendo que la mujer besara un mango, lo mordiera, y luego lo pasara a su amante, quien lleva a cabo un rito similar. El cuadro así pintado resultó extremadamente sensual y poético. En nuestro lenguaje occidental se habría solucionado fácilmente con una «escena de cama» hiperrealista. La situación habría perdido poesía, y el artista desaprovechado la ocasión de poner su talento creativo en acción. La metáfora es una de las fuentes de la creación artística, y la censura puede ser un estímulo para encontrar metáforas.
También los escritores checos perseguidos por el régimen comunista acentuaron su creatividad forzados por la censura. Václav Havel, por ejemplo, en La fiesta (1963) realizó una parábola humorística de la vida cotidiana, en la que criticaba al régimen comunista. Pero lo hizo de tal modo que éste no pudo encontrar motivos objetivos de censura. De hecho, sólo tras su encarcelamiento, a raíz de la invasión soviética de Checoslovaquia en 1968, el gobierno encontró un motivo «objetivo» para prohibir sus obras.
Shattuck, por supuesto, no está a favor de instaurar la censura para estimular la creatividad. Su tesis es que, incluso en el más represivo de los gobiernos, la censura es incapaz de bloquear a los artistas.
Sexo natural o contaminado
Durante las últimas décadas, por «motivos artísticos», se han franqueado los límites más impensables de la experiencia sexual. Como consecuencia, una barahúnda de imágenes de sexo y violencia ha desembarcado en la vida cotidiana. Al decir de Shattuck, esta saturación ha elevado el umbral medio de excitación sexual. Hace años un adolescente podía ser presa de gran excitación mientras veía vestir unos maniquíes en un escaparate; alcanzar hoy esos mismos niveles exigiría, al menos, una dosis de sexo explícito.
Shattuck señala que la sobre-exposición puede ser un factor que explique el aumento de la demanda de pornografía violenta, donde mujeres y niños son forzados y asesinados. Algunos han protestado, aduciendo que no hay posibilidad de llegar a una evidencia estadística que certifique la conexión entre crimen y obra de arte provocativa.
Hoy vemos cómo la energía atómica puede tener aplicaciones pacíficas y positivas. Para demostrar que es más difícil que esto ocurra con la pornografía, Shattuck dedica una buena parte de su libro a hablar del influjo del marqués de Sade en la cultura postmoderna.
La humanidad tardó milenios en aprender a distinguir lo puro de lo contaminado en la sexualidad. Las sociedades que lograron plasmar esa distinción en ciertas reglas de uso del sexo fueron las que evolucionaron hacia un tipo de cultura superior. El marqués de Sade (1740-1814) se propuso destruir estas reglas. ¿Por qué?
La influencia de Sade
Sade vivió la Revolución francesa en París y pasó treinta años de su vida en la cárcel. Murió en un manicomio. En la prisión decidió que su «revolución particular» consistiría en remover literariamente los pilares de la sociedad que le castigaba. En Los 120 días de Sodoma, en Julieta y en Justina, Sade describe con gran detalle sus prácticas sexuales y sus fantasías, pretendiendo crear la fascinación por «lo horrible». La tesis de Shattuck no es que Sade no sea un verdadero literato, sino que ha explorado un conocimiento que debería permanecer prohibido.
Baste decir que la psiquiatría comenzó a utilizar el término sadismo para designar el tipo de neurosis que consiste en obtener placer sexual infligiendo dolor a otros. Durante mucho tiempo las obras citadas estuvieron prohibidas, pero en el siglo XX fueron recuperadas por las vanguardias artísticas y alcanzaron gran difusión a partir de la liberación sexual de 1968. El más avezado de sus recientes seguidores ha sido Georges Bataille, que ha experimentado con la violencia erótica, con el sacrificio humano y hasta con el canibalismo.
¿Acaso no somos libres para explorar estos terrenos de la naturaleza? En la actualidad, hay profesores de literatura que enseñan a Sade porque piensan que mediante sus provocaciones se fomenta la reflexión y la indignación, y así se refuerzan las barreras morales de los lectores. Shattuck piensa, por el contrario, que la distinción tradicional entre sexo natural y sexo contaminado sigue siendo válida, y que por tanto la pornografía es, también en el arte, un potencial de contaminación.
El libro de Shattuck ha dividido a la crítica, sobre todo en Estados Unidos. Para algunos, lo que inicialmente se presenta como una amplia indagación literaria deriva en una descarada argumentación a favor de la censura. Ted Leventhal (3) sugiere que Conocimiento prohibido es un ataque velado a la libertad de expresión; asegura que la lectura del marqués de Sade no lleva directamente a la violación sodomítica, de igual modo que la lectura de Antígona no conduce al parricidio y al incesto. Por último, acusa al profesor de Boston de centrarse principalmente en la pornografía violenta, pero no en la «erótica en el arte», que es el ámbito, más amplio, en el que habitualmente aparece el sexo.
Según otros, Shattuck usa su conocimiento de los clásicos para crear alarmismo en torno a cuestiones de investigación científica. El ADN recombinante no es la especialidad de un profesor de literatura, y cuando Shattuck habla del genoma humano poniendo como fondo el Frankenstein de Shelley quizá va más allá de lo debido.
En el plano teológico, J. Bottum (4) reprocha a Shattuck que todos sus argumentos están al margen de la religión; parece como si Shattuck fuera incapaz de percibir que la idea de prohibición siempre ha tenido un fundamento en la creencia de que hay cosas que son «sagradas» y que, por lo tanto, no nos pertenecen. La penetrante lectura que hace de Emily Dickinson, por ejemplo, quedaría manca al no mencionar que la idea de abstinencia está dominada por una imaginación religiosa. En el estudio de Milton también se echa en falta este soporte teológico.
Religión implícita
Ciertamente, en el libro de Shattuck no hay argumentos religiosos, porque se intenta poner límites al conocimiento confiándose exclusivamente a una intuición moral laica. Sabemos que esa fue la tentativa de Kant, que ha fracasado.
Pero Conocimiento prohibido es una profunda meditación religiosa, pues define nuestra humanidad como el abismo que hay entre el conocimiento universal (divino) y el conocimiento potencial (humano). Aunque no lo diga expresamente, a Shattuck le asusta que la cultura moderna pretenda eliminar ese abismo porque eso supondría la aniquilación del hombre. Y esto es una convicción religiosa.
Sin embargo, a lo largo de todo el libro se presenta una idea de Dios unidimensional, pues sólo el «conocimiento» se pone en relación con la divinidad. Shattuck olvida que Dios también es amor. Y parece que lo que ahora necesitamos es una compensación en el platillo del amor. Para socorrer al prójimo tenemos ya bastante conocimiento. En el tercer milenio no va a faltar trigo, lo que puede faltar es misericordia.
Pero, en cierto sentido, también el problema del límite del conocimiento tiene que ver con la misericordia. El mismo Dios se ha impuesto algunos límites. Por una parte, Dios no sabe lo que el hombre va a elegir; y además, se ha querido autolimitar en la Encarnación. Si los mayores bienes que hemos recibido (la libertad y la redención) son fruto de una autolimitación de Dios, nuestra renuncia voluntaria a ciertos conocimientos también puede aportar grandes bienes a la humanidad.
Progresista antimoderno
Quizá esta conclusión explícita falta en el libro de Shattuck. Pero no es algo que se le pueda exigir. En mi opinión, Shattuck nos ha regalado con una obra de madurez en la que no sólo saca brillo a cuarenta años de investigación académica, sino que también manifiesta su capacidad prudencial y de equilibrio personal. Shattuck no está infectado, como Meursault, de presunción y pleonexia. En ningún momento afirma tener respuestas y sí, en cambio, muchas preguntas. Quizá por eso Rafael Argullol le llame «progresista antimoderno» (5).
Por otra parte, la literatura parece un medio muy adecuado para explorar la frágil barrera que hay entre hybris y conocimiento debido, entre información disponible y saber responsable. Con ello, Shattuck presenta la literatura como un nuevo territorio para un viejo debate; es un territorio amable, poético, que se sitúa a mitad de camino entre la afilada retórica de la arena parlamentaria y el marasmo conceptual de las tertulias radiofónicas.
La renuncia puede ser fecunda
Shattuck recurre a dos ejemplos literarios para ilustrar cómo la renuncia puede ser profundamente creativa. El primero se refiere al mundo estético creado por Emily Dickinson. Cuando contaba veinte años (1850), la escritora de Filadelfia se enamoró platónicamente de un pastor protestante ya casado y con hijos. Un amor imposible. Cuando una década más tarde el pastor cambió de ciudad, Dickinson decidió adoptar una vida de reclusión. Comenzó entonces el periodo más productivo de su vida poética.
Shattuck realiza un análisis verdaderamente delicioso del breve poema A Charm, donde la poetisa reflexiona, mediante imágenes, en su renuncia voluntaria al conocimiento y a la imaginación carnales. Según Shattuck, el lenguaje simbólico creado por la escritora americana es un buen ejemplo de fecundidad intelectual puesta al servicio de la preservación de un ideal. Dickinson hace posibles realidades aparentemente contradictorias, y por eso su obra es «el banquete de la continencia».
Pero, a veces, la ignorancia no es voluntariamente elegida, sino que simplemente se presenta ante nosotros bajo la forma de misterio. La aceptación del misterio también puede llegar a ser algo muy humano. Shattuck ve un ejemplo de esto en la novela de Herman Melville, Billy Budd, marinero (1891). La historia es la de un joven grumete que representa la inocencia (Billy Budd), y es dominado por un injusto oficial (Claggart), que personifica el mal. El chico mata a Claggart en una reacción desafortunada, y es ajusticiado por un homicidio que no había deseado. Billy no comprende esta justicia terrena tan injusta, pero sus palabras finales son de aceptación y de perdón. Por esta noble actitud, es inmortalizado en una balada que sus compañeros difunden por todos los mares.
Según Shattuck, la novela presenta un «misterio de la iniquidad» (San Pablo) que queda sin resolver. Pero del respeto del misterio surge una figura humana fascinante. Exactamente lo contrario ocurre con El extranjero (1942), de Camus. El protagonista, Meursault, recorre un camino semejante al de Billy Budd, pero en el momento de su condena se revuelve contra la injusticia y descalifica al mundo entero como un absurdo. El relato de Camus es un ejemplo de no aceptación del «misterio de iniquidad» y, a diferencia del de Melville, deja un amargo sabor de boca.
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(1) Roger Shattuck. Conocimiento prohibido. De Prometeo a la pornografía. Taurus, Madrid (1998). 440 págs. 3.200 ptas. 19,23 euros. T.o.: Forbidden Knowledge: From Prometheus to Pornography, 1996.
(2) La obra más conocida de Shattuck es The Banquet Years, un retrato de la avant-garde artística francesa, a través de algunos de sus protagonistas. Recibió el National Award Book por su biografía de Marcel Proust.
(3) T. Leventhal, Booklist, 15 septiembre 1996.
(4) J. Bottum, Commentary, diciembre de 1996.
(5) R. Argullol, Saber leer, diciembre 1998.