Si la estrella en la literatura infantil inglesa, y mundial, es hoy Joanne K. Rowling, la de las últimas décadas del siglo XX fue Roald Dahl, de igual modo que Enid Blyton lo fuera los años cincuenta y sesenta. Sin embargo, la comparación debe limitarse sólo a su condición de ser líderes en ventas, pues las características de sus obras son muy diferentes. Dahl fue un autor aplaudido por aquellos críticos que ven siempre un avance en lo trasgresor, y no muy bien visto por algunos educadores preocupados por los contenidos de los libros infantiles.
El centenario de su nacimiento será una oportunidad para que unos conozcan y otros vuelvan al autor inglés, fallecido en Oxford en 1990 y nacido el año 1916 en Llandaff (Gales), en una familia de origen noruego. Aunque después de la segunda Guerra Mundial se hizo famoso como autor de relatos cortos, de los que algunos fueron llevados por Hitchcock al cine, su carrera como escritor cambió de signo cuando, a partir de las historias que componía para sus hijos, comenzó en los años 60 a escribir libros infantiles y juveniles.
Juegos con el lenguaje
Dahl tiene una prosa espontánea y chispeante: pinta unos personajes vivísimos, es ingenioso y logra interesar con muy pocos trazos, al modo en que lo hacen también los dibujos abocetados de Quentin Blake que acompañan sus libros. Es además un gran narrador que sabe unir con gran naturalidad lo cotidiano con lo fantástico o lo absurdo, que maneja un cierto humor negro y coloca desenlaces imprevistos en sus relatos para mayores, y que usa la ironía y termina con finales previsibles sus relatos infantiles.
Tiene una enorme habilidad para jugar de modo inteligente y divertido con el lenguaje, un aspecto en el que quizá logra su máximo nivel en «El Gran Gigante Bonachón», una obra menos popular en España que otras y que, sin embargo, es una de las más apreciadas entre los lectores de su país. Eso en parte se debe a que contiene referencias literarias familiares en el mundo anglosajón y, además, a que tienen más frescura en inglés las equivocaciones continuas del gigante: «¿Tengo zarrón o no?». Aun así, debe decirse que la traducción castellana es igualmente divertida y enigmática: estimula la imaginación y la capacidad del lector pequeño, para quien son todo un desafío las mezclas y confusiones de palabras, pues el gigante puede decir que revienta de «irancundicólera», o hablar de que los «pepinásperos» son «cochinibundos».
Niños independientes
Dahl tiene unas claras preocupaciones educativas que comienzan por su fuerte rechazo a toda violencia y autoritarismo en la educación: figuras como la del profesor Lancaster en «Danny», o las de los padres y la profesora de Matilda, la señorita Trunchbull, son personajes dickensianos que Dahl caricaturiza sin piedad hasta convertirlos en repulsivos.
Por otra parte, si no le gusta cualquier talante a la hora de tratarlos, tampoco le gustan sin más todos los niños: ataca vicios como la glotonería en «Charlie y la fábrica de chocolate» y en «Las brujas», o como el mal uso de la televisión en «Charlie» y en «Matilda», obra esta última en la que reivindica la lectura frente a la televisión y en la que arremete ferozmente contra los padres que se desinteresan de sus hijos.
En «Mi año», un libro que redactó al final de su vida, critica en el mismo párrafo la pasividad de los niños y la sobreprotección de los padres de la siguiente manera: «Suele ser cierto que cuantos más riesgos dejas asumir a los niños, mejor aprenden a cuidar de sí mismos. Creo que se hacen propensos a los accidentes si nunca les dejas arriesgarse. A los niños se les debería permitir subir a los árboles, andar por el borde de las tapias y tirarse al mar desde las rocas más altas. Es mejor dejarles hacer tales cosas que repetirles constantemente: «No, Johnny, no. No hagas eso. Es peligroso». Lo mismo sucede con las niñas. Me gustan los niños que se arriesgan. Mucho más que los que nunca lo hacen».
Carcajadas y sorpresas
Ese talante independiente que Dahl propone para los niños en parte se revela en esa especie de mini-versión de Gulliver entre los liliputienses que resulta ser «Los Mimpins», un relato publicado póstumamente. Aquí Dahl no es sarcástico como acostumbra pero son obvias las connotaciones del nombre «Bosque del Pecado», al que la madre de Billy le prohíbe ir y al que sin embargo Billy va, para descubrir un mundo que resulta ser peligroso, en efecto, pero también atractivo. Pero si se llamara el «Bosque de la Libertad», el relato funcionaría igual y el explícito mensaje final sería el mismo: «Mirad con ojos siempre muy atentos el mundo que os rodea, porque los más grandes secretos están siempre escondidos en los lugares más insospechados y aquellos que no creen en lo mágico nunca descubrirán las cosas mágicas».
Dahl expone algunas opiniones literarias por boca de Matilda, admiradora de Dickens y de Hemingway, a la que gusta «El jardín secreto», «un libro lleno de misterio. El misterio de la habitación tras la puerta cerrada y el misterio del jardín tras el alto muro»; a la que divierte «El león, la bruja y el armario», aunque dirá que «C. S. Lewis es un escritor muy bueno, pero tiene un defecto. En sus libros no hay pasajes cómicos. (…) Tampoco hay pasajes cómicos en los de Tolkien»; y que, cuando su profesora le pregunta si cree que todos los libros para niños deben tener pasajes cómicos, responde que sí, pues «los niños no son tan serios como las personas mayores y les gusta reírse». Habría que preguntar a Matilda qué entiende por pasajes cómicos, pero, desde luego, pocos autores logran provocar la carcajada o la sorpresa como Dahl.
Los chicos contra los adultos
Dahl puede haber suscitado desconfianza en algunos por la carga erótica presente en algunos de sus cuentos para mayores y en sus relatos en verso para chicos. Pero, si nos centramos sólo en sus libros infantiles más conocidos, se advierte que, ciertamente, Dahl no se preocupó nunca mucho de componer sus relatos de acuerdo con los esquemas que hoy son habituales en la literatura infantil y juvenil. Tal despreocupación, unida a su talante rompedor, le llevó en ocasiones algo lejos.
Es un reproche menor y con escaso fundamento, a mi juicio, el de que a veces se le deslizaran comentarios que pueden sonar racistas, como el tratamiento de los pigmeos Oompa-Lompas en «Charlie y la fábrica de chocolate» -algo que parece haberse suavizado en ediciones posteriores inglesas pero no en la española-. No he percibido que, como alguno ha dicho, que haya cierta misoginia en sus primeras obras, aunque quizá por eso al comienzo de «Las brujas» insiste socarronamente: «No quiero hablar mal de las mujeres. La mayoría de ellas son encantadoras. Pero es un hecho que todas las brujas son mujeres. No existen brujos». O, en «Mi año», haga la siguiente puntualización: «Sólo los mosquitos hembra pican a la gente. Merece la pena que grabéis en vuestra memoria un dato como éste, curioso y poco conocido».
Tampoco me parece importante que, llevado por su deseo de «conspirar con los chicos contra los adultos», cargara la mano en los rasgos molestos y exasperantes de los personajes criticables, que frecuentemente son familiares y profesores tan arbitrarios y mandones como estúpidos. Por un lado, las caricaturas funcionan así y, por otro, cualquier cuento clásico hace lo mismo con las madrastras o las hermanas envidiosas. Además, el lector de sus relatos sabe que Dahl no es cómplice de los niños a cualquier precio: toma partido por ellos frente a los adultos odiosos pero también fustiga sin piedad a los que caen en los vicios que detesta: suciedad, glotonería, televisión, etc.
El reproche más fundado
Sí podría tener más peso la observación de que Roald Dahl, después de predisponer mucho al lector contra los malvados, parece justificar o pasar por alto fácilmente las actuaciones menos elogiables de sus protagonistas. Pero aquí yo distinguiría varios niveles. El más bajo, aunque hay a quienes les parece horrible, está en hechos como el de que la sensacional abuela del protagonista de «Las brujas» no solo fume puros sino que se los ofrezca a su nieto: «Sólo tengo siete años, abuela», dice el chico; «Me da igual la edad que tengas -dijo-. Nunca te cogerás un catarro si fumas puros». Tiene más entidad que Danny y su padre sean cazadores furtivos dentro de la finca de un terrateniente imbécil, que el Gran Gigante Bonachón comience secuestrando a la niña protagonista, que el Superzorro robe a unos granjeros estúpidos, que el protagonista de «Agu-Trot» mienta para conseguir sus objetivos
Más fuerte es que algunos de sus héroes se irriten demasiado: lo que comienza siendo una travesura vengativa en «La maravillosa medicina de Jorge» acaba con la desaparición de la abuela sin que a los padres de Jorge les parezca mal; Matilda aprovecha sus capacidades mágicas para tomarse la justicia por su mano con su profesora y sus padres.
Se podría sostener la conveniencia de suavizar estos finales, pero interesa observar algunas cosas. Una, que justamente aquí está parte del atractivo de los relatos de Dahl sobre los chicos: por un lado les resultan más cercanos unos protagonistas que no son «perfectitos», y por otro les encanta presenciar la victoria e incluso la revancha de unos chicos sobre un adulto insufrible (algo que raras veces pueden ver en la vida ordinaria ni siquiera en los casos en los que tal cosa parecería más que justa). Otra, que los libros que nos engañan de verdad no son los que, desde su planteamiento inicial, ya nos sitúan en un mundo irreal y caricaturesco tal como hacen los de Dahl. Y una tercera, que los posibles efectos de relatos así no dependen tanto del texto mismo como del contexto social en el que uno vive y de las experiencias personales que uno ya tiene: sobre todo en estos dos últimos factores es donde se ha de buscar la causa de que alguien se sienta molesto o incluso amenazado por algunas historias.
Obras
Su primer libro fue «Charlie y la fábrica de chocolate», sobre cuatro chicos que ganan un premio para visitar la enigmática fábrica de chocolates WONKA: Charlie, la mimada Veruca Salt, el glotón Augustus Gloop, una niña que masca chicle todo el día llamada Violet Beauregarde, y Mike Teve, un teleespectador incansable.
La mayoría de sus libros posteriores, unos en prosa y otros en verso, siguió esa línea de fantasía burlona y desatada. En mi opinión, los mejores en prosa son «Las brujas», «El Gran Gigante Bonachón» y «Matilda». En «Las brujas» un chico descubre y desbarata una conspiración mundial de brujas gracias a las explicaciones y consejos de su abuela. «El gran gigante bonachón» secuestra a una niña una noche y, aunque no se la come como hacen sus colegas, tampoco puede permitirle que vuelva porque ya le ha visto. «Matilda» es una niña gran lectora que un día descubre que tiene poderes extraordinarios con los que puede ajustar cuentas con su odiosa profesora y sus repelentes padres.
Otros conocidos libros en prosa relativamente largos son «James y el melocotón gigante» y «Charlie y el gran ascensor de cristal»: aunque son ingeniosos y tienen personajes divertidos, su solidez argumental es menor. En ellos lo que importa no es tanto conocer el final como ver qué cosas van sucediendo a cada momento. De menor extensión y la misma eficacia son «El superzorro», «La maravillosa medicina de Jorge» y «El cocodrilo enorme».
Entre los libros en verso se pueden destacar «¡Qué asco de bichos!» y «Cuentos en verso para niños perversos». Tienen el inconveniente de que las traducciones en este tipo de obras siempre pierden, y el interés de que revelan una de las derivas habituales en la literatura infantil y juvenil de hoy, a la que Dahl ha contribuido especialmente: la inversión de los papeles clásicos habituales. En estos mini-relatos los animales se comen a los hombres; Blancanieves roba el espejito mágico a su madrastra y lo usa para ganar dinero apostando a las carreras, y Caperucita saca una pistola y dispara contra el lobo.
Al final de su vida Dahl publicó varios libros sin su sarcasmo habitual. Es el caso de «Agu-Trot», un relato sencillo que cuenta con cierta ternura el amor entre dos personas mayores, y de «Los Mimpins», un texto ilustrado por Patrick Benson sobre un niño al que se le prohíbe salir solo al jardín y explorar el mundo de más allá: el llamado Bosque del Pecado.
Un ameno libro realista es «Danny, campeón del mundo»: Danny y su padre son cazadores furtivos de faisanes en el bosque del odioso señor Hazell y, un día, a Danny se le ocurre un sistema para cazar centenares de faisanes de golpe y estropear la gran cacería que quiere organizar el señor Hazell.
Sus obras autobiográficas prueban el talento narrativo de Dahl y revelan sucesos que le dejaron huella: «Boy», sobre su infancia, «Volando solo», sobre sus años de juventud en África y su participación en la guerra como piloto, y «Mi año», algunos recuerdos de niñez con descripciones de cosas que le interesan al autor.
Y en cuanto a sus obras no infantiles, se pueden destacar las selecciones de relatos cortos tituladas «Historias extraordinarias», «Relatos de lo inesperado» y «La venganza es mía, S.A.»
Datos editoriales de los mejores libros«Charlie y la fábrica de chocolate» («Charlie and the Chocolate Factory», 1964). Alfaguara. Madrid (2004). 248 págs. 8,50 €. Ilust. de Quentin Blake; trad. de Verónica Head. «Danny, campeón del mundo» («Danny, the Champion of the World», 1975). Alfaguara. Madrid (2004). 200 págs. 8,50 €. Ilust. de Quentin Blake; trad. de Leopoldo Rodríguez y Maribel de Juan. «El gran gigante bonachón «(«The BFG», 1982). Alfaguara. Madrid (2004). 176 págs. 8,50 €. Ilust. de Quentin Blake; trad. de Herminia Dauer. «Las brujas» («The Witches», 1983). Alfaguara. Madrid (2003). 208 págs. 5,75 €. Ilust. de Quentin Blake; trad. de Maribel de Juan. «Boy. Relatos de infancia» («Boy. Tales of Childhood», 1984). Alfaguara. Madrid (2004). 240 págs. 6,10 €. Trad. de Salustiano Masó. «Volando solo» («Going Solo», 1984). Alfaguara. Madrid (1998). 184 págs. 6,16 €. Trad. de Pedro Barbadillo. «Matilda «(1988). Alfaguara. Madrid (2004). 248 págs. 8,50 €. Ilust. de Quentin Blake; trad. Pedro Barbadillo. «Mi año «(«My Year», 1991). SM. Madrid (1995). 137 págs. 7,44 €. Ilust. de Quentin Blake; trad. de María José Guitián. «Historias extraordinarias» Anagrama. Barcelona (2003). 208 págs. 6 €. Trad. de Jordi Beltrán. «Relatos de lo inesperado» («Tales of the Unexpected»). Anagrama. Barcelona (2003). 320 págs. 7 €. Trad. de Carmelina Payá y Antonio Samons. Ver servicio 162/93. «La venganza es mía, S.A.» («Vengeance Is Mine»). Debate. Barcelona (1995). 184 págs. 4 €. Trad. de Flora Casas. |