Tiempo atrás decir «parque» era hablar fundamentalmente de espacios naturales o ajardinados acotados para el recreo. Un recreo que se limitaba al paseo, la contemplación y, en algún caso, la práctica de ciertos deportes. Hoy el desarrollo económico y la democratización del tiempo libre han propiciado una potente y sofisticada industria del ocio. El auge de los llamados parques temáticos -266 millones de visitantes y una facturación de 7.500 millones de dólares en 1997 en todo el mundo- es un ejemplo de la buena salud de la economía de la diversión.
Los parques temáticos se alzan como uno de los paradigmas del ocio de fin de siglo. Más allá de su proliferación, los parques han dejado su impronta en el mercado del ocio a través de la creciente tematización de la diversión (restaurantes, tiendas y hasta ciudades son vendidas bajo la marca de un «tema»). Su influencia también se siente en los propios centros comerciales, donde el componente recreativo gana terreno. Pero, además, ese concepto de diversión planificada, segura y hasta virtual que los parques temáticos promueven, configura también el gusto de los consumidores. No es de extrañar que centros de turismo y hasta museos se hayan hecho eco del llamado «efecto Disney».
De Disneylandia hasta Animal Kingdom
La historia de los parques temáticos se remonta a 1955, año en que se abre al público Disneyland en Anaheim (California). Después, el imperio Disney en Estados Unidos fue aumentando con Disney World en Orlando (1971), que engloba el clásico Magic Kingdom, EPCOT (la comunidad prototipo experimental del mañana), los propios estudios Disney de la MGM y, desde 1998, Animal Kingdom. En los últimos años, frente a las dificultades de las otras empresas Disney, los parques temáticos figuran como la industria más estable del amplio conglomerado de entretenimiento que incluye industria cinematográfica, televisión, tiendas y un largo etcétera.
Y aunque la exportación del modelo Disney a otras latitudes no ha estado exenta de dificultades, el imperio parece consolidarse. El Tokio Disneyland Park, creado en 1983, recibió 16 millones de visitantes en 1998, la mayor afluencia mundial. Eurodisney, que recibió 12,5 millones de visitantes el año pasado, se ha convertido en el primer destino turístico europeo. Y está prevista la apertura de un parque Disney en China, un segundo parque en Tokio y otro en Francia, según declaró recientemente Michael Eisner, presidente de la compañía. Con 38 millones de visitantes al año y una facturación de 5.000 millones de dólares, los parques Disney son los más visitados de todo el mundo.
Un safari a bajo precio
La inauguración en abril de 1998 de Animal Kingdom (el Reino Animal) en Orlando marca las previsibles tendencias en parques temáticos. Cerca de 200 hectáreas que simulan la sabana del Serengueti reproducen un safari africano donde los animales -a diferencia de Kenia- siempre aparecen cuando deben hacerlo. Es más, animales reales y «virtuales» (audioanimatronics), desde el unicornio hasta el pegaso pasando por los prehistóricos, se suceden en un escenario donde es posible encontrarse con cazadores furtivos. Aprovechando el auge de viajes de aventuras, se ofrece a un precio mucho menor la oportunidad de vivir «lo mismo» sin las incomodidades del viaje real, la comida extraña o los peligros de contraer una enfermedad.
Con este nuevo parque, Disney pretende llegar a los consumidores ajenos a la «cultura Mickey», así como a los insensibles a las mega-atracciones tipo montaña rusa, a través de una causa hoy muy popular: los animales. De paso, se trata también de prolongar en los parques Disney en Orlando la estancia media de los visitantes, entre los cuales los adultos y jóvenes son cuatro veces más numerosos que los niños.
¿Ocio para niños o para adultos?
Y es que uno de los aspectos más evidentes del éxito de los parques temáticos es su adaptación a la demografía. Desde los años 70 la natalidad ha bajado considerablemente en todo el mundo. Menos niños y más gasto por niño es una regla de oro. No en vano, los parques están fundamentalmente dirigidos a clases medias y medias altas que pueden afrontar una entrada que ronda las 4.000 pesetas (24 euros) como mínimo por persona. Una visita de una familia media (dos padres y dos niños) alcanza la nada despreciable cifra de 16.000 pesetas, sin contar los inevitables gastos adicionales de comida y otros.
En este mismo sentido, los parques temáticos también responden al perfil tanto de nuestras relaciones con los niños como al de los propios niños en cuanto demandantes de ocio. Debido a su coste, la visita al parque temático no se concibe como una actividad rutinaria sino, precisamente, como una «recompensa». Un día entero en un lugar en el que la diversión ya está fabricada, prevista y asegurada: no hay nada que inventar ni tampoco que explicar. Algo importante para todos aquellos adultos agobiados por la presión laboral, con poco tiempo libre y algo de culpabilidad. Además, los parques temáticos ofrecen un entorno seguro, limpio, agradable y amigable hacia los niños, por muy artificial que sea. Y esta no es una cuestión menor para muchos padres.
Sin embargo, quien haya visitado cualquier parque temático sabe muy bien que los adultos son también un público importante. Y no sólo porque la simple aritmética de nuestras cada vez más reducidas familias inclina la balanza hacia éstos, sino también porque de manera creciente los jóvenes y las parejas solas son asiduos visitantes y, por supuesto, tienen más posibilidades de gasto per cápita que una familia.
El mundo y todo lo que hay en él
«El mundo y todo lo que hay en él», lema con el que nació la revista National Geographic, es plenamente aplicable a muchos parques temáticos, ojo a través del cual accedemos a determinados ámbitos atraídos por el afán de diversión. Y la elección del «tema» es muchas veces ciega al contexto en el que crece el parque. Algo que tiene mucho que ver con la pérdida del sentido de la distancia y del tiempo que hoy promueven las tecnologías de la comunicación.
Pese a las diferencias existentes entre espacios de diversión como Port Aventura, Terra Mítica, Isla Mágica en España o EPCOT en Estados Unidos, todos ellos ofrecen una visita virtual a tiempos pasados, futuros o geografías lejanas. Y es que las industrias del ocio que prosperan son aquellas que han entendido que el ciudadano medio está bastante cansado, no le sobra el tiempo, tiene una mentalidad consumista y a veces hasta tiene familia. Y, sobre todo, espera que el mundo sea como una gran pantalla de televisión.
Más allá de Disney
Jurassic Park, el parque de los dinosaurios, no será ya una ficción. A unos cuantos kilómetros del complejo Disney en Orlando, la Universal planea abrir otro parque cuya atracción principal, en colaboración con Steven Spielberg, se llamará precisamente Jurassic Park. El grupo Busch abrirá también este año otro parque bajo el tema acuático, Sea World, esperemos que con resultados menos catastróficos -en todos los sentidos- que la homónima película protagonizada por Kevin Kostner.
Y aunque los rigores del clima en Francia han causado dificultades tanto a Eurodisney como a Futuroscope y al parque Astérix (los tres grandes parques franceses), cerca del 60% de los franceses declaran haber estado ya en alguno de ellos y 80.000 visitan cada año alguno de los parques de Disney en Norteamérica.
La moda de los parques temáticos ha llegado incluso a los países más lejanos. En Arabia Saudí incluyen una mezquita y asignan los días de visita a hombres o mujeres y niños. Japón cuenta con 120 parques temáticos, entre los que podemos encontrar Parque España, Expoland y otros muchos, aunque, lógicamente, tamaña oferta se salda en un 10% de bancarrotas anuales.
En Alemania, cerca de 22 millones de personas acudieron en 1997 a los parques, una cifra que triplica la asistencia a los estadios de fútbol. El Europa Park Rust ofrece en las cercanías de Friburgo la posibilidad de «vivir» la cultura europea asistiendo a torneos medievales y otras muchas atracciones tras lo cual se puede descansar en el hotel El Andaluz (con paella, sangría y flamenco, por supuesto). Legoland, promovido por la popular marca de juguetes en Dinamarca, puede contarse entre los éxitos europeos. Pero lo último en parques temáticos es la posibilidad de convertirse en verdaderos juegos de rol. El Karl May Land Park que se abrirá en Dresde permitirá a los visitantes vivir como indios americanos o cowboys, vistiéndose, durmiendo y montando caballos tal y como nos muestran las películas.
Para revitalizar ciudades
El futuro de muchas ciudades depende en gran medida del atractivo que tengan tanto para potenciales residentes y turistas como para las empresas. Y el espíritu de los parques temáticos se ha configurado como un importante motor de revitalización. Ya sea en los aledaños de algunas ciudades o en su interior, configurar macroespacios de diversión parece ser la varita mágica del desarrollo económico.
En el caso de los centros urbanos se trata de sustituir la marginalidad nocturna que caracteriza a muchos de ellos por visitantes de clase media. En Nueva York la degradación de la mítica calle 42 pretende ser frenada a través de un extenso proyecto de renovación en torno a la industria del entretenimiento, en el que Disney, entre otros, tendrá un gran protagonismo. Nuevos teatros, salas multicines, tiendas, clubs deportivos, restaurantes temáticos y hoteles pretenden atraer a visitantes dispuestos a gastar. El Universal CityWalk de Los Ángeles, la recuperación del histórico puerto de Chicago, los jardines Elitch en Denver, el centro de Minneapolis y otras muchas ciudades americanas han sido objeto de la misma estrategia de renovación en torno a una diversión cada vez más monocorde.
Centros comerciales … y cívicos.
Los centros comerciales tampoco son ajenos a esta tendencia. Ir de compras (por necesidad o lujo) es una de las actividades a la que las personas dedican gran parte de ese tiempo libre, especialmente el fin de semana. Si además de poder llenar el carrito de alimentos o cambiar una camisa, el centro comercial ofrece cines, una exposición de pintura o un mercadillo de antigüedades, el tráfico está asegurado. Al modo americano de los malls, proliferan en España nuevos mega-centros comerciales donde jóvenes, familias y hasta ancianos pasan la tarde entera como en las antiguas plazas de pueblo.
Quizás haya quienes aún recuerden el intenso debate que en Madrid y a finales de los 70 rodeó el destino que se pretendía dar al espacio de La Vaguada, situado en uno de los barrios más populares de la ciudad. Y si las asociaciones vecinales reivindicaban entonces «La Vaguada es nuestra», no cabe duda que dicho espacio ha acabado siendo el «centro cívico» que se pretendía, si bien a través de la ciudadanía del consumo, la que hoy prima.
La oferta cultural de muchos de estos centros comerciales no es despreciable. No sólo porque muchos de ellos alojen servicios concretos de cultura (librerías, centros de exposiciones y otros), sino también porque, como un modo de atraer el tráfico -«animación», se llama-, se emprenden actividades culturales diversas: actuaciones de grupos teatrales y musicales, exposiciones temporales, etc.
Cultura y naturaleza: comunicar sin corromper
Hacer compatible la conservación del patrimonio cultural y natural con el derecho que tienen los ciudadanos a disfrutarlo supone un reto constante. En este terreno, instituciones como museos y espacios naturales protegidos no son inmunes a las tendencias que imponen los parques temáticos.
Según los estatutos del ICOM -la institución de la UNESCO que vela por los museos-, el museo es «una institución permanente, sin finalidad lucrativa, al servicio de la sociedad y de su desarrollo, abierto al público, que adquiere, conserva, investiga, comunica y exhibe para fines de estudio, educación y deleite testimonios materiales del hombre y su entorno». A continuación reconoce que tienen también el carácter de museos, entre otras, las instituciones que presenten especímenes vivos, como ocurre en los jardines botánicos y parques naturales. Así, museos y espacios naturales protegidos se configuran no sólo como centros de conservación e investigación del patrimonio, sino también de comunicación entendida en su sentido amplio (exhibición, interpretación, educación, etc.). En el marco de una sociedad donde la comunicación significa tantas veces mero espectáculo y ante el fenómeno de desdoblamiento de la cultura -la popular y la oficial-, ambas instituciones intentan sobrevivir.
Cerca del 6 % de la superficie de España tiene la consideración de espacio natural protegido (ENP). A los 12 Parques Nacionales (9 millones de visitantes en 1997) se suman unas 24 figuras de protección aprobadas por las diferentes comunidades autónomas, así como otras de carácter internacional.
Nuestra visión de la naturaleza está fuertemente mediatizada por la televisión y, en concreto, por los documentales. Pese a la fantástica labor de divulgación, estos últimos también han contribuido a forjarnos una imagen distorsionada: porque en la realidad ni el lince aparece justo delante de nosotros, ni el águila se pone a tiro de cámara, ni sucede todo en veinticinco minutos. En este sentido, muchos ENP han desarrollado servicios dirigidos a que el visitante saque el máximo provecho de su estancia a través de los llamados centros de interpretación así como de las visitas guiadas que, entre otros fines, sirven para minimizar esa desilusión del principiante y valorar dichas áreas.
Ni cotos ni lugares comerciales
Hace algunos años la revista del ICOM, Museum, se hacía eco de los efectos que el éxito de los parques temáticos provocaban en museos, parques nacionales y lugares históricos, fundamentalmente en Norteamérica. Un artículo a favor firmado por Margaret J. King, que sugería malévolamente qué podían aprender los museos de los parques temáticos, y otro firmado por Neil Postman, que alertaba sobre los excesos, ponían la cuestión sobre el tapete.
La misión educativa o, más allá, comunicativa de todo museo debería promover una filosofía de acercamiento y comprensión mayor hacia el cliente (una orientación al marketing en el mejor de los sentidos y, sobre todo, al potencial cliente, no al que ya tienen). Pero también resulta evidente, especialmente si dichas instituciones dependen de los ingresos que proporcionan los visitantes, que la misma orientación puede desembocar en ofrecer un producto puramente comercial. ¿Compiten museos y espacios naturales en el mismo mercado que parques temáticos, cine, televisión y centros comerciales? ¿Deben utilizar las mismas armas? ¿Cómo cumplir su misión educativa sin vulgarizar pero haciendo atrayentes sus servicios?
Afán pedagógico
Aunque el patrimonio cultural o natural sea eso -herencia y propiedad de todos-, perviven residuos de la concepción elitista que sigue considerando museos y espacios naturales como lugares de reserva, reducto y lugar sagrado: coto para los entendidos. No en vano, el origen tanto de las colecciones como de los propios espacios naturales protegidos está en la labor de unos cuantos ilustrados. Muchas veces los que se lamentan de que el pueblo es inculto o que es poco respetuoso con el medio ambiente son los mismos que se quejan ante la afluencia de público. Sin embargo, los posibles excesos no deben corregirse a priori, sino a través del propio marketing, desestacionalizando la demanda y canalizándola y, por supuesto, adecuando el uso a los diferentes tipos de público.
Dentro de la misión educativa de ambas instituciones, suministrar referencias y contextualizar sus contenidos es algo prioritario. En este sentido, es posible que el afán pedagógico e interpretativo que impregna hoy muchas exposiciones sea visto con ironía. Pero a muchos nos encanta que nos expliquen cómo funciona la televisión, qué es una hoja marcescente, por qué el cielo es azul, qué es una vasija funeraria o quién fue Juanelo Turriano. Aunque luego incluso seamos capaces de comprarnos un libro y ampliar conocimientos por nuestra cuenta.