La ascensión y caída de la música clásica, según Norman Lebrecht
A juzgar por las apariencias, el sector de la música clásica goza de buena salud. Los conservatorios están llenos de alumnos. Los directores y solistas son personajes famosos. La ópera encuentra un nuevo público. Pero hay quien piensa que, tras la fachada, el negocio de la música clásica amenaza ruina, por fraude al público y falta de renovación. Este es el diagnóstico de Norman Lebrecht, uno de los más conocidos críticos musicales británicos, en su libro ¿Quién mató a la música clásica? (1).
La publicación de un análisis en términos de denuncia puede proceder de un debilitamiento interno del sector cuestionado. Así, quien ha disfrutado de la buena racha se permite saltar a tiempo de un tren que supone en vías de descarrilar y, si el diagnóstico es acertado, obtiene un beneficio doble: se ahorra el accidente y está en condiciones de rentabilizar su capacidad de predicción. Si se equivoca, puede que tenga que pagar algún día las consecuencias de haber contribuido al pánico.
A esto se arriesga Norman Lebrecht, crítico musical del Daily Telegraph. De unos años a esta parte se ha dedicado también a producir programas de televisión, a editar biografías de músicos del siglo XX y a escribir ensayos sobre temas musicales. Este último libro, cuyo título original es When the music stops indica que la música clásica «se para» porque la han matado. La historia de este «crimen» es la continuación del sombrío análisis del mundo de los directores de orquesta que hizo en su libro anterior El mito del maestro (ver servicio 82/97).
El declive del sector de la música clásica, escribe Lebrecht, se refleja en que desde finales de 1987 «la recaudación de entradas cayó en picado, los beneficios de la industria del disco descendieron, los grandes intérpretes perdieron su independencia, las subvenciones estatales y privadas se interrumpieron, y los artistas que antes podían haber planeado una carrera independiente, pasaron a mendigar un sueldo como componentes de orquestas ya de por sí amenazadas de extinción».
Un sombrío diagnóstico que intenta explicar en su libro. Lebrecht, que académicamente es sociólogo y psicólogo, se dedica a aportar al lector una documentación pormenorizada de datos, opiniones, anécdotas y circunstancias dirigida a demostrar la muerte de la música clásica, señalar al culpable y desenmascarar sus turbios móviles.
Cien años de industria musical
En el terreno musical, el análisis del declive exigiría preguntarse por qué ciertas creaciones de la música contemporánea -¿clásica?- no parecen haber logrado atraer a un público más amplio que el de un discreto grupo de «serios especialistas». Pero la referencia a la radical actitud del atonalismo, dodecafonismo y otros «ismos» de vanguardia hubiera llevado a un análisis artístico. El espacio en que Lebrecht desarrolla la escena del crimen es otro.
Dos terceras partes del libro recorren la historia de los últimos cien años de la industria musical: los representantes artísticos, los teatros, los festivales, las compañías discográficas… Figuras desconocidas para el gran público y artistas de renombre mundial son descritos en un violento contraste de actitudes: abundan los personajes que, lejos de ocultar su falta de escrúpulos y su ambición, parecen alardear de su comportamiento.
Es el afán de poder el que domina las decisiones de muchos de ellos. De esta forma, según el autor, Karajan se describe a sí mismo como «un adorador del juego de los poderosos». «Desde el momento en que Karajan regresó en 1956, hasta su muerte en julio de 1989, nada se movía en Salzburgo sin su aprobación». Y, matando dos pájaros de un tiro, Lebrecht afirma del omnipotente director: «Como Alfred Hitchcock, era un maestro de la tensión incapaz de pasión. Karajan aspiraba conscientemente a conseguir la uniformidad en la música, y, por definición, lo uniforme es un rasgo característico de autoridad totalitaria».
Para pagar a los divos
Muchas de las opiniones sobre el papel desempeñado en esta crisis por los directores de orquesta quedaron reflejadas ya en El mito del maestro. Si se trata de desenmascarar su complicidad, poco prueba el libro más allá del desproporcionado peso de sus emolumentos en el coste de la interpretación en vivo, que «se ha disparado hasta multiplicarse por cien en dos generaciones, al menos cuarenta veces más que la tasa de inflación».
Según el informe de la Liga de Orquestas Sinfónicas Americanas en 1992, el efecto acumulativo de la explosión de los salarios hizo que el gasto de las orquestas se multiplicara por ocho de 1971 a 1991, el triple del índice del coste de vida. Más de la mitad de esta subida se debía al «coste de los artistas».
La supervivencia de las orquestas, que exige sacrificios, no es compartida por aquellos directores que sacan partido de su privilegiada posición: «Para salvar sus puestos de trabajo, los músicos de conjuntos de bajo presupuesto se están viendo obligados a recortar sus salarios para pagar los altos cachés de directores y solistas, además de la comisión de sus agentes. Los profesores están en un aprieto. Si no se contratan intérpretes conocidos, el público no acudirá y la orquesta estará condenada al fracaso, pero, a su vez, cada estrella comporta unos gastos que llevan a la orquesta cada vez más al borde de la extinción». Puestos a sacar conclusiones, cabe preguntarse si el público hace mal en disfrutar de sus directores y solistas conocidos, a pesar de este desmedido afán de lucro. Lebrecht no logra aportar una fórmula que permita hacer más atractivo al director o intérprete desconocido.
Un rayo efímero
La aparición del CD en la segunda mitad de la década de los 80 supuso un espectacular crecimiento de las ventas discográficas. El comprador acogió con entusiasmo el formato que permitía a las casas discográficas recuperar el fondo de catálogo: grabaciones que, con un coste de conversión ínfimo, eran reeditadas a un precio que permitía un margen desorbitado.
El crecimiento del sector fue tan espectacular como efímero: «En 1992, la recaudación mundial por ventas de discos fue de 287.000 millones de dólares (…). La participación de la música clásica en este total fue de aproximadamente un 7%, es decir, 20.000 millones de dólares, habiendo doblado sus beneficios en diez años».
A partir de aquí la cuota del sector clásico, que había alcanzado la histórica meta del 10% de las ventas discográficas en 1990, decrece alarmantemente. Cuatro grandes grupos -Time-Warner, Sony-CBS, PolyGram y Thorn-EMI- controlan las tres cuartas partes del mercado clásico. En 1994, la cuota del disco clásico ha descendido a un 5%, mientras el resto del mercado crece en un 16%. Literalmente, el mundo de la música clásica vive de las rentas. Las nuevas grabaciones, con presupuestos y planteamientos artísticos disparatados, intentan reemplazar a las reediciones. Pero el fondo de catálogo es limitado y la calidad del compacto es «la verdad última»; los aficionados, como señala el autor, «si compraban una sinfonía, nunca más necesitarían volver a adquirirla».
El precio de la música
La posición privilegiada de los líderes de un sector a la deriva es descrita certeramente por Lebrecht: «Por una misteriosa coincidencia, los nuevos lanzamientos de las buenas firmas discográficas del mundo cuestan exactamente lo mismo, peseta arriba o abajo. Y lo que es todavía más extraño, las reediciones aparecían a un precio medio uniforme, mientras los fragmentos y los fracasos no comerciales tenían un precio de saldo. Hubo acusaciones de estar amañando los precios, especialmente cuando el coste de los CDs alcanzó las tres mil pesetas en Europa occidental, pero las auditorías oficiales exoneraban normalmente a la industria».
Mientras tanto, algunos nuevos empresarios musicales estaban demostrando la sinrazón de esta actitud. Uno de ellos es Klaus Heymann, un profesor de idiomas de Francfort afincado en Hong Kong, que desde su irrupción en 1988 ha puesto en jaque al sector de la grabación clásica con su sello Naxos.
Los datos que aporta el libro son una auténtica lección de gestión profesional: «Grababa sinfonías por la quinta parte de los gastos que tenían los grandes sellos. Cubrió gastos con las ventas de dos mil quinientos discos y a menudo vendió seis veces esta cifra en cuatro años. En 1990, antes de penetrar en América y Japón, vendió tres millones de discos. A finales de 1994, la cifra de ventas ascendía a 10 millones, con un crecimiento anual del 50%. Contaba con un equipo de siete personas, apenas gastaba dinero en promoción y obtenía al menos un dólar de beneficio por cada disco vendido. Producía 300 nuevos discos al año, y en Escandinavia vendía más que el resto de toda la industria del disco clásico junta. En el Reino Unido ocupaba el tercer lugar, detrás de Decca y EMI, pero acortando rápidamente terreno. Uno de cada seis discos de música clásica que se vendían en el mundo era de Naxos».
Falta de renovación
Junto a la impresión de siniestra catadura de la industria discográfica -parte del morbo del discurso de Norman Lebrecht-, la lectura de este libro aporta una tesis no necesariamente explícita: el negocio de la música clásica está en manos de gente caracterizada por la pereza mental, el conservadurismo y la convicción de que el dinero es la única clave de las decisiones. La flauta, si suena, suena de vez en cuando, por casualidad y por última vez en cada caso. Empeñados en repetir la jugada sin analizarla, no son capaces de engañar ni al jugador ni al público.
Sin embargo, nunca en la historia el sector profesional de la música clásica ha dispuesto de más personas implicadas. Los conservatorios musicales arrojan anualmente miles de músicos a la arenas movedizas de un negocio rutinario. La música clásica, no debe olvidarse, lleva un preocupante desfase creativo. El repertorio clásico, con menores excepciones, es arqueología cultural y su plasmación discográfica carece de una verdadera renovación conceptual.
Frente al protagonismo habitual que el público concede a los intérpretes -entre los cuales el director ejerce una particular disciplina interpretativa- es lógico preguntarse por el elemento imprescindible de la música: el compositor. Quizá sea ésta una de las más desesperadas asignaturas pendientes y el origen de la falta de atractivo real de la música clásica contemporánea: «Una publicación digna de confianza (BBC Radio 3, Music Weekly, 27-10- 91) informaba que únicamente dos o tres compositores de la lista de cualquier editor podían vivir sólo de la composición. Según un informe general de ingresos, por término medio, menos de la décima parte de las ganancias de los compositores serios procedían de los beneficios obtenidos por sus composiciones musicales. La mayor parte de ellas se debía a la enseñanza, copias, interpretaciones y actividades extramusicales. Beethoven pudo haber muerto pobre, pero al menos murió componiendo».
El segundo elemento analizado con detalle en este libro es el del productor musical. Su papel en la confección discográfica es similar al del director en el mundo del cine o al del entrenador en un equipo de fútbol. Norman Lebrecht tiene una opinión muy concreta sobre su responsabilidad: «Sea quien sea el que se halle a la cabeza de una casa discográfica, es el productor quien selecciona el talento, el lugar y el equipo técnico, decidiendo los rasgos acústicos y humanos de todas y cada una de las grabaciones que se llevan a cabo. Un buen productor puede crear o hundir un sello, y nunca han abundado los buenos productores».
Luz al final del túnel
La profunda crisis descrita en este libro no es de transición. Exige profundos cambios en todo los elementos protagonistas. Si Norman Lebrecht es tajante al hacer su sombrío diagnóstico, es menos explícito a la hora de aportar soluciones. Es el lector el que tiene que sacar conclusiones en medio de una avalancha de la más heterogénea información.
Una observación del violinista Isaac Stern sugiere una pista sobre cuál es la profunda cuestión que se plantea a lo largo de esta crónica de un naufragio. Se refiere a uno de los intérpretes más importantes de este siglo, el lituano Jascha Heifetz: «La personalidad más influyente de nuestro tiempo era Heifetz», admitía Stern. «Sentía tal respeto por lo que él hacía que dejé que este sentimiento no fuese enturbiado por los celos y elegí otras vías de decir algo. Ojalá tocase mejor. Conozco a gente que puede tocar maravillosamente, pero todo dentro de mí hace que me pregunte no cómo se toca, sino por qué.
Éxitos imprevisiblesA lo largo de su libro, Norman Lebrecht inserta algunos de los éxitos populares que han tenido lugar recientemente en el terreno de la música clásica. El denominador común es su imprevisibilidad: «El nacimiento de una estrella es un misterio que desafía las teorías del marketing y los asombrosamente cómicos grandes esfuerzos de una industria cada vez más desesperada». Tres ejemplos, entre otros, ilustran esta afirmación.
En 1990 tiene lugar el primer concierto de los tres tenores, Domingo, Pavarotti y Carreras: «Por razones que aún no han sido aclaradas, ya fuera porque dudaban de su viabilidad o por haber sido mal aconsejados, los tenores decidieron aceptar unos honorarios fijos por sus derechos de grabación y de retransmisión -una cantidad no mucho mayor que la que Pavarotti percibía por noche en la carpa de Rudas-. Cuando 300 millones de personas vieron el programa y Decca vendió 12 millones de discos, los cantantes lamentaron su pérdida de royalties».
En 1992, un oscuro compositor polaco, Henryk Mikolai Gorecki, ve publicada en Estados Unidos su Tercera Sinfonía. Compuesta en 1976, ha tenido que esperar dieciséis años el encuentro con el público. Su Finale, cantado en polaco, está basado en un himno a la Virgen María encontrado en los muros de un calabozo de la Gestapo. Un año después las ventas superaban el medio millón de copias, había alcanzado el número seis en las listas de música pop inglesas -un puesto por debajo de Paul McCartney- y, en palabras de Lebrecht, «desafiaba cualquier dogma de fe de la industria del disco. Ningún sinfonista vivo había alcanzado cifras de venta de cinco dígitos desde Dmitri Shostakovich en tiempos de la segunda guerra mundial, y nadie había rondado el millón. Ningún compositor del gueto de la música contemporánea había penetrado jamás en las listas pop. Ninguna obra clásica había conseguido grandes ventas sin poseer un título y un intérprete que el público pudiera memorizar. Lo que estaba haciendo este humilde polaco de Cracovia era volver del revés la maquinaria de mercado más sofisticada del mundo, mostrándole la virtud de las cosas sencillas».
En octubre de 1995, los monjes de Silos anuncian que no quieren tener nada que ver con la industria organizada del disco. Con la reedición de una antología de cantos gregorianos han superado los cinco millones de copias vendidas. Según Norman Lebrecht, la compañía discográfica -que ha obtenido gracias a estas ventas los mejores resultados de los diez últimos años- ha abonado a la comunidad un 3% en concepto de royalties.
José Miguel Nieto_________________________(1) Norman Lebrecht. ¿Quién mató a la música clásica? Acento Editorial. Madrid (1998). 526 págs. 3.750 ptas. T.o.: Who Killed Classical Music? Traducción: Ángeles de Juan Robledo.