En Estados Unidos se pretende que las universidades públicas, sostenidas en gran parte con impuestos, sean un medio de promoción para jóvenes de extracción social modesta. En cambio, se espera que quienes pueden pagar el coste real de la enseñanza vayan a universidades privadas. La realidad es que cada vez más alumnos acomodados reciben educación subvencionada. Esto pone en tela de juicio la equidad del sistema de financiación de la enseñanza superior, y augura estrecheces económicas tanto para las universidades públicas como para las privadas.
La situación queda reflejada en un estudio reciente de dos economistas, del que informa International Herald Tribune (14-VIII-97). Resulta que en 1980 el 31% de los nuevos alumnos procedentes de familias con ingresos altos (más de 200.000 dólares anuales) entraron en universidades públicas. En 1994 la proporción había subido al 38%. Es más, otros estudios señalan que en al menos tres Estados (Minnesota, Florida y Oregón) la renta media de los alumnos de universidades públicas es superior a la de los alumnos de universidades privadas.
La causa de estos hechos paradójicos parece estar en el sistema de financiación universitaria. Casi todas las universidades públicas estadounidenses cobran lo mismo a todos los estudiantes, sin mirar cuánto dinero tienen las familias. Por su parte, muchas universidades privadas cobran a los estudiantes ricos más de lo que teóricamente les correspondería, para subvencionar a los de clase social más modesta, que pagan menos. El sistema funciona si la gran mayoría de los ricos van a instituciones privadas.
Pero todo se trastoca si, como está ocurriendo, las universidades privadas pierden estudiantes acomodados que van a universidades estatales, donde se benefician de subvenciones que no necesitan. El fenómeno se debe a que las familias pudientes ya no consideran, en tan gran medida como antes, que mandar al hijo a una universidad privada sea un símbolo imprescindible de status. La diferencia de calidad entre las universidades públicas y las privadas, si no se ha reducido, al menos no se ve tan clara por parte de muchos. Otro motivo es el elevado precio de las universidades privadas: 11.600 dólares por curso, de media, frente a unos 3.100 dólares que cuestan las estatales. Si, como cree Morton Schapiro, uno de los autores del primer estudio citado, «los padres ahora eligen universidad para sus hijos del mismo modo como eligen un artículo de consumo», la diferencia de precio importa más.
Los problemas de financiación universitaria llevan camino de agravarse, pues se avecina un fuerte aumento (33%) de población estudiantil en la próxima década. Y de momento los Estados no han tomado ninguna precaución. Si, como hasta ahora, cubren las nuevas necesidades aumentando las tasas a todos por igual, se reforzarán los desequilibrios. Saldrán perjudicados los estudiantes modestos, que habrán de pagar más, y las universidades privadas, que perderán más alumnos ricos. Si se recurre a un aumento de la financiación pública, se obligará a los contribuyentes a sufragar más subvenciones innecesarias. La única solución justa, según muchos estudiosos del asunto, es que las universidades estatales cobren tasas distintas a los alumnos, en proporción a los ingresos de las familias.