Al margen de los principios establecidos en Bolonia, Nicolas Sarkozy plantea una reforma a fondo de las universidades francesas. Los resultados que reflejan los diversos informes internacionales sobre la calidad universitaria, abonan esa necesidad de cambio. Pero todo debe pasar a través de los poderosos sindicatos de la enseñanza.
Las características de las universidades francesas no distan de las de otros países mediterráneos: existe una excesiva masificación, derivada en parte de las débiles exigencias de selectividad, que provoca un amplio abandono, situado en torno al 50%. Por otra parte, en los estudios internacionales, a falta también de universidades no estatales, el prestigio de los centros franceses deja mucho que desear, con su bajo gasto por alumno, las tasas académicas tan baratas, y sus problemas presupuestarios.
Muchos de estos problemas se resolverían, al menos en principio, con una mayor autonomía universitaria. Incluiría frente a los clásicos criterios de la universidad napoléonica, la libre selección de los alumnos y, sobre todo, de los profesores. Pero esto choca fuertemente con la tradición francesa, que impone rígidos principios de acceso, sin repercusión efectiva en las tasas que pagan los alumnos.
El gobierno de Nicolas Sarkozy ha presentado al Senado un extenso proyecto, rectificado tras las primeras críticas. No obstante, ese texto sigue recibiendo las reservas de diversas comunidades universitarias. Buena parte de las dificultades proceden, como no podía ser menos, de las facultades de Medicina, que temen que las competencias previstas para los presidentes de las universidades reduzcan la competencia de los centros médicos en la atribución de medios o la afectación de puestos.
Ciertamente, una ley que desea profundizar en la autonomía no debería ser obstáculo para los problemas específicos en el ámbito médico. De hecho, países como España han sabido avanzar en la línea de asociar criterios académicos con plazas vinculadas a una determinada actividad asistencial en plazas hospitalarias, dentro del sistema público de salud.
Pero, en el caso de Francia, apoyados por el conjunto de los sindicatos de profesores e investigadores, a la izquierda como a la derecha, los universitarios ofrecen a los parlamentarios un amplio abanico de enmiendas.
El Ministerio de Enseñanza Superior e Investigación ha lanzado un sitio en Internet, nouvelleuniversite.gouv.fr, que trata de responder a las preguntas más sensibles, que afectan a cerca de dos millones de estudiantes. La ministra Valérie Pécresse está dispuesta a intentar la reforma, con datos y fundamentos precisos, de unos centros de enseñanza superior necesitados de actualización, aun a costa de derechos adquiridos y posiciones consolidadas.
Contra la reforma se invoca habitualmente que la ciencia y la universidad no pueden someterse a las leyes del mercado, especialmente cuando se trata de fijar las tasas académicas. Pero la realidad es que los estudiantes pagan menos por inscribirse en un centro universitario que en un colegio o un liceo.
Como expresaba un informe reciente, parece milagroso que Francia sea aún la sexta potencia mundial, a pesar de su débil inversión en enseñanza superior. Al fin y al cabo, una universidad norteamericana como Princeton gasta -y exige- por cada alumno más de cien mil euros al año, algo así como treinta y tres veces más que la Sorbona.
Pero está por ver si el principio de autonomía de las universidades, con el reforzado poder de sus presidentes para gestionar el propio patrimonio inmobiliario, será capaz de sacar a las universidades francesas de su indigencia. En todo caso, es un reto para Francia, como para otros países europeos, anclados en principios excesivamente burocráticos e intervencionistas.