Acaban de publicarse los datos sobre el nuevo curso académico en Francia, y se confirma la tendencia alcista de la demanda de plazas en las escuelas privadas bajo contrato (el equivalente a las concertadas en España). En realidad, aunque se usa el término “privado”, el 97% corresponde a centros confesionales católicos.
Estos casi 10.000 centros escolarizan a unos dos millones de alumnos, de los doce millones inscritos en el conjunto de colegios y liceos. Y unas 35.000 solicitudes de admisión permanecen en lista de espera al comienzo del actual curso, unas 5.000 más que en septiembre de 2006, dentro de un progresivo avance, que se reitera desde 2003, tras los graves conflictos en el sector público provocados desde la poderosa esfera sindical de la enseñanza.
La escuela católica bajo contrato atrae cada vez más. Su prestigio social es evidente, aunque sufre problemas de identidad. La subvención, que arranca de la ley Debré de 1959, evita angustias económicas a los centros no estatales -equiparados con la escuela pública en sueldos y gastos de mantenimiento-, pero tiene el riesgo de difuminar su inspiración original.
Sus responsables vienen planteándose el problema desde finales del siglo XX. Los profesores y directivos tienen cada vez menos formación religiosa.
Trasvases de alumnos
La cuestión no es ya la confrontación entre lo público y lo privado. Porque la coexistencia de ambos sistemas, desde la ley Debré, no provoca oposición, sino una sana emulación. Y se producen con mucha frecuencia trasvases de alumnos, casi siempre a la búsqueda de un mayor éxito escolar. Se calcula que casi la mitad de los estudiantes ha hecho a lo largo de sus estudios preuniversitarios algún curso en un centro privado.
La política de Xavier Darcos, ministro de Educación en el gobierno de Nicolas Sarkozy, invoca esa permeabilidad social para ir suprimiendo el mapa escolar, que condiciona excesivamente la admisión de alumnos por razones territoriales. Esa solución histórica pretendía luchar contra las desigualdades, pero ha provocado efectos negativos no deseados, al perpetuar diferencias y formar cuasi-guetos, consolidando la distinción entre los liceos del centro de las ciudades y los de la periferia. Con la agravante de que, en los barrios populares, está mal visto ser buen alumno: el éxito escolar no es un valor en alza.
Un sondeo de Sofres en 2003 confirmaba que influía mucho en las familias el temor al exceso de violencia y al fracaso escolar de los hijos. El primer objetivo que esperaban de la escuela era aprender a vivir en sociedad (32%), antes que la preparación profesional (30%) o la adquisición de una cultura general (26%). De hecho, daban prioridad a la lucha contra la violencia (47%), más que a reducir el número de alumnos por clase (27%) o el aprendizaje de la lectura (24%).
Una encuesta del Crédoc en 2005, que recuerda Aurélie Sobocinski (Le Monde, 10-09-2007), reflejaba que la motivación de los padres al elegir escuela era cada vez más pragmática: sólo el 12% elegía un centro católico por una razón exclusiva de convicción religiosa; el primer criterio de elección era el prestigio académico.
El nuevo secretario general de la enseñanza católica, Eric de Labarre, evocaba recientemente su espíritu de colaboración con el sector público, pero invitando a los centros privados a reafirmar su “carácter propio” (La Croix, 28-08-2007). Porque, como lamentaba en agosto el arzobispo de Aviñón, la dimensión católica de muchos colegios es demasiado “delicuescente”: una relativa mayoría de centros “no tiene de católico más que el nombre”. Pero la confesionalidad más acentuada será compatible con la apertura a alumnos de distintas convicciones filosóficas o religiosas. En esa línea, Labarre anima a los centros a redescubrir los espacios de libertad que permite la ley: “La enseñanza católica es una enseñanza bajo contrato, no una enseñanza administrada”.