Lenora Chu, norteamericana de origen chino, lleva más de cinco años viviendo con su marido y sus dos hijos en Shanghái. Acaba de publicar un libro (Little Soldiers: An American Boy, a Chinese School, and the Global Race to Achieve) donde relata su experiencia sobre la educación de su hijo mayor, de 8 años, en el sistema escolar chino. The Wall Street Journal ofrece un anticipo.
El relato comienza con una anécdota. A los pocos días de matricular al niño en la guardería, el pequeño contó en casa que una profesora le había forzado a comer huevo, parte del menú escolar. El chico lloraba y escupía cada vez que la maestra le introducía a la fuerza el huevo en la boca. A la cuarta vez, terminó por tragárselo.
La madre, nacida y criada en Estados Unidos pero de ascendencia china, acudió a la escuela a pedir cuentas a la mujer en cuestión. “En América no utilizamos estos métodos”, le dijo. “¿Qué hacen ustedes, entonces?”, preguntó la profesora. “Les motivamos para elegir bien, y luego les apoyamos en su decisión”, respondió Lenora. “¿Y funciona?”. Lenora no contestó, pero, en lo que a su hijo concernía, se dio cuenta de que ella nunca había conseguido que el chico comiera lo que no le gustaba. A los pocos días, la misma profesora le explicó en una tutoría que, al menos delante del niño, ella debería haberse puesto de su parte sin dudar.
Autoridad, mentalidad de grupo y esfuerzo
Esta anécdota sirve a Lenora para reflexionar sobre algunos de los “ingredientes” del éxito educativo chino, refrendado por las evaluaciones internacionales, la cada vez mayor matriculación en las mejores universidades del mundo, o la también creciente presencia en focos de innovación como Silicon Valley. Casi todos estos “secretos”, explica la autora, tienen que ver con la actitud hacia el aprendizaje, que a su vez deriva de una forma de ver la vida muy influida por el confucionismo.
Uno de estos rasgos es la indiscutida autoridad del profesor. Los padres apoyan el criterio del docente, que así dispone de un control casi total sobre el clima del aula, facilitando la instrucción directa (la explicación tradicional, por contraposición al llamado “aprendizaje centrado en el alumno”), clave en algunas materias, como demuestran algunos estudios citados por Lenora.
No es de extrañar que la autoestima de los maestros y la valoración social de esta profesión sea más alta que la media: según un estudio de 2013, la mitad de los chinos recomendarían a sus hijos dedicarse a la docencia, cosa que solo haría un tercio de los padres en Estados Unidos o Reino Unido.
Otro de los rasgos que diferencia la educación china de la occidental es la “mentalidad de grupo”: más que adaptarse al ritmo y las preferencias de cada estudiante, los profesores se esfuerzan en que ningún alumno se quede descolgado del proceso de instrucción, que sigue una velocidad única. Desde pequeños, los niños tienen interiorizada la idea de que es el esfuerzo y la perseverancia lo que conduce al éxito, más que el talento personal. Este clima de autoexigencia se ve reforzado por las frecuentes, y severas, evaluaciones.
El precio del éxito
En los cinco años que el niño lleva en el colegio, la autora y su marido han tenido ocasión de reconocer todas esas ventajas educativas. Pero también han encontrado algunas características negativas del sistema: la necesaria autoridad se confunde a veces con rigorismo y dureza en los castigos; es común el adoctrinamiento en las teorías comunistas; los millones de alumnos que cada año no logran entrar en los centros de secundaria reglados se ven abocados a una formación precaria, que les convertirá en una subclase social; la creatividad, especialmente la artística, fácilmente resulta mermada por la homogeneidad de la instrucción.
No obstante, reflexiona Lenora, no es cierto que la educación china sea una fábrica de niños serviles, dependientes y cobardes, como dicen algunos tópicos. Su hijo es muy imaginativo y tiene un gran sentido del humor. Además, desde hace tiempo, disfruta comiendo huevo.