El Tribunal Constitucional alemán ha anulado una ley de Baviera por la que las aulas escolares han de estar presididas por un crucifijo. Andrés Ollero, catedrático de Filosofía del Derecho y diputado en el Congreso español, comenta este asunto en Diario 16 (Madrid, 4-IX-95).
Las dos polémicas que, sin conexión aparente, han animado la moderada pausa estival germana parecen programadas para resaltar el Año Internacional de la Tolerancia. Günter Grass ha decidido seguir oficiando de enfant térrible y ha logrado, con su Ein weites Feld, abrir efectivamente un vasto campo a los propensos a rasgarse las vestiduras.
(…) Con lo que el polémico autor no contaba es con que, nada menos que en agosto, otra publicación pudiera suscitar casi tanto barullo como su novela. No ha sido entre sus colegas, sino entre los sesudos magistrados constitucionales de Karlsruhe donde se han removido otros viejos demonios familiares, soliviantando a los partidarios de la ley y el orden. No contentos con admitir que calificar de «asesino» a cualquier militar es mera licencia poética, o considerar que las sentadas destinadas a bloquear el tráfico no merecen sanción penal, han amparado la protesta de unos padres ante el hecho de que su hijo recibiera clases en un aula estatal presidida (como todas las de Baviera y algunas de otros Länder) por un crucifijo.
(…) Se ha recordado que ya hace veinte años un abogado de religión judía solicitó amparo constitucional al considerar perturbada su libertad de creencia por la habitual presencia del crucifijo en las salas de los juzgados. Los jueces de Karlsruhe, entendiendo que se trataba de un símbolo ligado a las raíces culturales del país, descartaron su retirada generalizada, pero admitieron la necesidad de habilitar una sala diferente para evitar sobresaltos al ciudadano minoritario. Se abría así un campo de juego específico para la minoría, dando por hecho que el diseño del ámbito general de lo público acaba siendo, en cualquier sistema democrático, delimitado en clara conexión con líneas trazadas desde las convicciones mayoritarias.
Ahora, la minoría no sólo vería garantizado un campo de juego específico para sus convicciones, sino que parece disponer del derecho a vetar la presencia de las de la mayoría en el diseño de lo público. Surtido alud de argumentos: ¿es constitucional la Cruz Roja?; ¿habrá que retirar las cruces de los tejados catedralicios, aunque sobrevivieran en los del Kremlin?; ¿habrá que volver a Weimar, para que acabe abriéndose paso lo intolerable disfrazado de «diferente»? Un obispo evangélico llegó a sugerir que bastaría con colgar también un cuadro de La Meca; pero con ello -en vez de eliminarlos- se multiplican los colores confesionales. ¿Debe, pues, en el ámbito de los público verse todo color sometido a veto, para que sea la exigua minoría partidaria de lo incoloro la que acabe diseñándolo?
El presidente de la sala se ha tomado más de dos semanas para descubrir, de forma insólita, una «errata» en el texto de la sentencia. No parace obligado retirar los crucifijos, porque lo que se declararía inconstitucional es la obligatoriedad que la ley bávara impone, sin que se descarte que la propia comunidad escolar pueda decidir libremente al respecto; sin embargo, parece claro que bastará que uno solo de los afectados se muestre intolerante con la mayoría (no renunciando a oponerse a lo que de ella desaprueba…) para que la presencia del signo de contradicción se haga imposible. Mayoría y minoría se enredan así en el juego de la tolerancia, llegando a sugerir que más de una propuesta de «neutralidad» puede acabar encubriendo un veto planteado desde la minoría.