Cuando el Estado planifica la distribución de alumnos en los centros educativos, las familias buscan trucos para llevar a sus hijos al lugar deseado. Este recurso puede proliferar más en Gran Bretaña por la reforma de las normas de admisión en las universidades. «The Economist» (9 octubre 2004) explica cómo será el juego.
Para combatir el elitismo en la educación superior, el gobierno británico pretende que las universidades prestigiosas admitan al mayor número posible de alumnos de escuelas públicas y de alumnos exentos de pagar tasas. La semana antepasada publicó las nuevas «cuotas», más exigentes. Las universidades se quejan de que el plan no va acompañado del aumento de financiación que exigiría. En cualquier caso, dice «The Economist», «semejante distorsión del sistema aumenta la probabilidad de que la gente trate de hacer trampas».
Naturalmente, unos padres de clase media o alta, que han gastado mucho en la educación de su hijo, no se resignarán a que se quede sin ir a la universidad deseada por carecer de «pedigree» proletario. Si quieren evitar eso, tendrán que moverse desde la enseñanza primaria. Tienen varias posibilidades.
«Si usted tiene montones de dinero, un hijo brillante y no quiere demasiados líos, la mejor opción es enviar a su retoño, desde el principio, a una buena escuela privada». Saldrá cara, pero dará al chico la educación de buena calidad que necesitará para tener éxito en la mejor universidad. El truco consiste en que «cuando su hijo cumpla los 16, lo cambie a una escuela estatal por dos años. Los burócratas del gobierno lo tratarán como un producto de la escuela pública. Pero en su solicitud de ingreso en una universidad como Cambridge figurarán todos los colegios por los que ha pasado, de modo que se verá lo bien preparado que está».
Otra opción es «mudarse a algún barrio feo». «Las universidades reciben financiación extra por admitir estudiantes procedentes de distritos pobres. Usted siempre podrá volver a una zona más salubre tan pronto como haya sido aceptada la solicitud de su hijo».
Para quien no tenga tanto dinero hay otras posibilidades. «La más sencilla es irse a vivir dentro de la zona asignada a una buena escuela primaria pública. Después puede hacer lo mismo para entrar en un buen colegio público comprensivo, que normalmente estará en un vecindario de clase media». Tales mudanzas supondrán pagar más por la vivienda; pero «puede considerarlo una inversión: venda la casa una vez que su hijo haya entrado en la universidad conveniente, y probablemente no perderá dinero».
Hay otra opción, muy económica. «Muchas de las mejores escuelas públicas son de la Iglesia. La probabilidad de meter a su hijo en una de ellas aumenta mucho si consigue que su párroco escriba una carta donde diga que usted va a la iglesia los domingos. El mejor ejemplo de esto es el primer ministro: sus hijos van a excelentes escuelas católicas financiadas por el Estado, que reciben muchas más solicitudes que plazas. Por fortuna para los padres de fe vacilante (o los cínicos sin ninguna fe), ya no se permite que tales escuelas pregunten sobre el particular».
La tercera posibilidad es probar a obtener plaza en una escuela estatal no comprensiva. Como quedan pocas, lo más probable es que esto exija ir a vivir a otro distrito, con el consiguiente costo. A cambio, esos colegios no cobran mucho.
Otra opción es pagar clases particulares, cosa que hace una de cada cuatro familias, según una encuesta reciente. Este recurso sale caro: unas 150 libras a la semana, por término medio. «Pero tiene una gran ventaja: es invisible para el Estado. Su hijo puede llegar a la universidad muy bien formado, pero con impecables credenciales plebeyas (como los Blair, que contratan profesores particulares que trabajan en el colegio Westminster, la mejor escuela privada de Londres)».
«El gobierno está siempre atento a cambiar las reglas para evitar semejantes trucos. Ahora amenaza con penalizar a los candidatos a la universidad por el historial educativo de sus padres, y no solo por el propio». Si así ocurre, la gente buscará nuevas vías para sortear los reglamentos. «The Economist» imagina una: «Sofía, 17 años, busca padres adoptivos simpáticos, preferiblemente de clase obrera, para que la vean ingresar en la universidad y le ayuden a librarse de la desventaja de haber nacido en una familia de clase media. Licenciados abstenerse».