La desconfianza hacia los medios de comunicación puede estar motivada por la creencia de que no son tan independientes como se presentan. Pero también puede verse como parte de un fenómeno más amplio: el desencanto con las instituciones, fruto de un subjetivismo que lleva a pensar que cualquier opinión puede ser tan valiosa como la que se ha forjado alguien tras años de estudio.
Una encuesta de Gallup, publicada en septiembre, revela que la confianza de los norteamericanos en los medios de comunicación ha vuelto a tocar su mínimo histórico: al igual que en 2012, menos de la mitad de la población (el 40%) confía mucho o bastante en su capacidad para informar de forma “completa, veraz e imparcial”, 13 puntos menos que en 1997.
Los investigadores de Gallup no explican las causas de este recelo. Pero sí ofrecen una pista: la experiencia de esta última década es que los mayores picos de desconfianza se dan en años de elecciones, ya sean presidenciales o legislativas. Así ha ocurrido en 2004, 2008, 2010, 2012 y 2014; la única excepción a esta tendencia son las legislativas de 2006.
Esto sugiere, aunque Gallup no lo dice expresamente, que esa desconfianza está relacionada con la percepción de que los medios no son tan independientes como se presume. De hecho, el sondeo muestra que el 44% de los norteamericanos creen que los medios son “demasiado progresistas”; otro 19% opina que son “demasiado conservadores”; y solo el 34% piensa que están “en su justo medio”.
El pensamiento crítico supone revisar los prejuicios propios, no solo los de los demás
El creciente escepticismo hacia los medios no es un fenómeno aislado. Otra encuesta Gallup revela que el desencanto con las instituciones es visible en todos los niveles del país: solo el 7% de la población confía mucho o bastante en el Congreso; el 21% en las grandes empresas; el 22% en los sindicatos; el 26% en los colegios públicos; el 34% en los médicos; el 45% en las confesiones religiosas; el 53% en la policía…
Mentes jóvenes en estado crítico
Este clima de contestación es patente en la universidad, donde no es infrecuente ver a un alumno desautorizar las enseñanzas de su profesor porque “en su opinión” están equivocadas; o donde los debates entre los alumnos pueden llegar a ser más importantes que las lecciones magistrales de los profesores.
Michael S. Roth, rector de la Universidad Wesleyana en Middletown y autor del libro Beyond the University: Why Liberal Education Matters (2014), planteó hace unos meses este debate en el New York Times. Para Roth, el pensamiento crítico es un elemento clave de toda educación progresista. Pero ahora que este afán por cuestionar cualquier enseñanza recibida se ha vuelto dominante, se pregunta si las universidades no habrán ido demasiado lejos al favorecer una cultura de la sospecha.
“Hacer de la increencia un fetiche, una prueba de inteligencia, ha contribuido a reducir nuestros recursos culturales”, dice Michael S. Roth
“Claro que el pensamiento crítico es fundamental para la enseñanza y la erudición. Pero hacer de la increencia un fetiche, una prueba de inteligencia, ha contribuido a reducir nuestros recursos culturales”.
Roth cuenta la frustración que siente cuando al presentar cada año a sus alumnos los textos de Jean-Jacques Rousseau o de Ralph Waldo Emerson, comprueba que están más interesados en contradecir a estos autores que en tratar de comprenderlos o de ver qué aportan. “Criticar a estos autores produce cierta satisfacción. Pero ¿no sería más interesante situarnos en su marco de pensamiento para hallar inspiración en lo que dicen?”.
“A nuestros mejores alumnos se les da muy bien criticar. De hecho, para muchos de ellos, ser listo significa ser crítico. Mostrar buenas habilidades para la crítica pone de manifiesto que no serás tomado por tonto fácilmente. Es un signo de sofisticación, sobre todo si va unido al reconocimiento de este privilegio”.
Demoler lo recibido, ¿pero no mis prejuicios?
Lo que preocupa a Roth de esta obsesión por demoler todo lo recibido es que los estudiantes terminen por no aprender casi nada. “Al poner tanto énfasis en la capacidad de mostrar cómo los textos, las instituciones o las personas no han logrado conseguir lo que se habían propuesto, podemos estar privando a nuestros alumnos de la oportunidad de aprender lo máximo de lo que estudian”.
En EE.UU., los mayores picos de desconfianza hacia los medios de comunicación se han dado en años electorales
Y si no están dispuestos a admitir ningún conocimiento nuevo que contradiga sus esquemas mentales, ¿qué aportarán el día de mañana? “Como desacreditadores que son, contribuyen a crear un clima cultural que tiene poca tolerancia hacia lo que busca o crea sentido; una cultura donde los intelectuales y analistas culturales son aplaudidos por desenmascarar a otro más al que no se puede creer. Pero este cinismo no es un logro”.
Una iniciativa interesante para corregir esta situación es el curso de pensamiento crítico que ha puesto en marcha la Facultad de Periodismo de la Universidad de Stony Brook, en Nueva York. La novedad que aporta respecto a otros cursos de este tipo es que no se limita a enseñar a cribar la información periodística: también ayuda a los estudiantes a reconocer lo prejuicios… propios.
La idea es que aprendan a analizar las noticias, conscientes de que a todos nos cuesta encajar una información que no cuadra con nuestra visión del mundo. Una tendencia de la que tampoco se libran los que gozan de más formación: “Los mejor educados no están menos polarizados en su visión política o sus prejuicios que los menos educados. De modo que la educación no reduce por sí misma la polarización”, explica el psicólogo y Nobel de Economía Daniel Kahneman.
Experto es el que piensa como yo
En un artículo publicado en The Week, Peter Weber saca punta al brillante eslogan de la cadena Fox News: “Nosotros informamos, tú decides”. A su juicio, el mérito de este lema es que ha sabido explotar la creencia de que basta echar un vistazo a la Wikipedia para saber sobre un tema. El eslogan “alimenta nuestra vanidad y nos lleva a creer que podemos saber tanto como cualquier persona y ser expertos si nos dan una serie de hechos y opiniones cuidadosamente seleccionados”.
El problema de esta creencia es que “si un verdadero experto –alguien que ha estudiado un determinado asunto durante años e incluso décadas– pone en tela de juicio la opinión de esas personas, probablemente no cambiarán de postura”.
Weber lo ilustra con dos ejemplos. En 2005 y 2006, investigadores de la Universidad de Michigan mostraron que cuando a unas personas que están mal informadas sobre unos hechos les presentan una serie de noticias que corrigen esos hechos, muy pocos cambian de opinión. Las personas seleccionadas para el experimento tenían, en su mayoría, fuertes convicciones políticas.
Más recientemente, la revista Pediatrics publicó un artículo con un experimento parecido: los investigadores reunieron a unos padres que no querían vacunar a sus hijos; tras mostrarles cuatro presentaciones con argumentos sobre los bajos riesgos de las vacunas y sus muchos beneficios, ninguno cambió su decisión.
Para Weber, parte de esta crisis de confianza en los expertos se explica por el uso partidista que en ocasiones se hace de ellos: “Todo el mundo intenta que sus expertos aparezcan en la televisión y en la prensa. Y las cadenas de televisión se nutren de expertos que resultan cuestionables, y que a veces son contratados más por su capacidad de entretener o por sus señas políticas que por sus credenciales”.
En este contexto, Weber encuentra saludable cierta prevención ante el primero que se presenta como experto. Pero al final, concluye, no nos queda más remedio que elegir entre tres opciones: “Podemos desconfiar cada vez más de los científicos, médicos, profesores, funcionarios, banqueros y otros expertos en sus ámbitos; o podemos encontrar una forma mejor de filtrar a los supuestos expertos que se dedican a desinformar; o podemos seguir despreciando a todos los expertos que no respalden lo que pensamos”.