Pocas dudas hay sobre la importancia primordial de la familia tanto para el individuo como para la sociedad, pero en el actual debate cultural no es irrelevante la respuesta a cómo afecta a la familia la solidez del vínculo entre la pareja procreadora. La psicología y la sociología documentan los beneficios que aportan a los hijos que el padre y la madre convivan siempre juntos, y la antropología demuestra que el ser humano institucionaliza aquellas relaciones en las que descubre un valor esencial.
También la experiencia demuestra que todas las sociedades han privilegiado siempre un tipo de entorno estable para las relaciones sexuales, reconociendo en ellas una profunda dimensión moral y unas consecuencias que trascienden con mucho la intimidad de la alcoba. El acto sexual humano, incluso cuando la persona es estéril, tiene una serie de componentes que hacen de él mucho más que un intercambio de fluidos.
La «revolución sexual» ha pretendido sustituir el principio de «conyugalidad» por el del consentimiento mutuo de dos adultos, donde la moral queda supeditada a la subjetividad. Pero, según Scruton, la dimensión moral única de la sexualidad queda patente en el «delito universal» de la violación, que difiere de cualquier otra forma de agresión a la libertad del otro (1). También es universal el «tabú del incesto», porque universal es la idea que asocia la relación sexual a la creación de una nueva familia. Y universal, salvo muy raras excepciones, ha sido la proscripción social de la infidelidad, puesto que desincentiva el compromiso del padre hacia la prole, con enormes costes para la mujer y para el conjunto de la comunidad. Todo empuja a la pareja hacia el matrimonio, que supone un beneficio para la sociedad.
Robert P. George cree que las patologías del matrimonio no son sino una crisis en la capacidad de percibir esos bienes intrínsecos, que provoca que los votos matrimoniales se hagan a menudo de manera inconsistente (2). El matrimonio se considera a menudo como un bien instrumental, y sólo tiene el sentido que los esposos quieran darle. La razón principal es que las relaciones sexuales y la procreación se han disociado del matrimonio. Pero esa revolución sexual ha llevado también a que el sexo se haya convertido en un aspecto secundario del matrimonio.
Sólo dentro del matrimonio
Aquí se pierde ese bien intrínseco del matrimonio: la «comunión carnal» de los esposos, la forma más elevada y plena de complementariedad, donde «se actualiza y se consuma el matrimonio»: los dos sexos en que se divide el ser humano se funden en un solo ser. George no se anda por las ramas, y afirma que ese tipo de relación sólo puede tener lugar dentro del matrimonio. Debe haber una entrega mutua y plena, física, mental y espiritual. Ésa es precisamente la esencia de unos votos sin fecha de caducidad e impermeables a las circunstancias.
El hombre y la mujer se convierten en un solo cuerpo, lo cual es rigurosamente cierto desde la perspectiva de la función reproductiva, igual que lo sería a efectos de la función motriz si, en lugar de tener dos piernas, los seres humanos estuvieran constituidos de tal forma que dos individuos necesitaran acoplarse para poder andar. Lo definitivo no es que la relación sexual genere o no una nueva vida. El marido y la mujer han satisfecho la primera parte del proceso reproductivo, y no está en sus manos asegurar el resultado final. El mismo valor, por tanto, tiene la relación sexual cuando uno de los dos es estéril, ya que igualmente se completa la parte del proceso que depende de los esposos.
La cosa cambia con una pareja homosexual, puesto que aquí no hay más que dos individuos dándose mutuamente placer o instrumentalizando el sexo como una forma de expresión de su afecto. En ningún caso puede existir «comunión carnal». Sólo hay un acoplamiento de dos cuerpos.
La pérdida de significado del matrimonio, sin embargo, no lleva a George a augurar su crisis, sino el empobrecimiento de la vida en pareja. «Dicho en pocas palabras, el matrimonio es el tipo de bien que sólo puede ser elegido y del que sólo pueden participar con significado pleno aquellas personas que lo elijan de forma plenamente consciente». A esto añade otra vertiente: «La habilidad de la gente para comprender [el bien del matrimonio] depende de forma crucial de las instituciones y de la comprensión cultural, que trascienden a la elección individual y que están constituidas por un gran número de elecciones individuales».
De un experimento a otros
El matrimonio se merece un juicio justo, propone el profesor de Jurisprudencia e Instituciones Americanas Hadley Arkes (3). El llamado «matrimonio homosexual» no es sino el antepenúltimo episodio en una depreciación de la institución matrimonial; de este experimento surgirán otros nuevos, sobre la misma lógica que llevó al matrimonio entre personas del mismo sexo. Estaremos entonces ante dos posibles finales: su disolución definitiva, sin muchas posibilidades de prosperar a largo plazo, o la «vuelta a casa». Arkes compara a los defensores sinceros del matrimonio gay con los exploradores de la novela de Chesterton que, tras unas semanas, descubrieron que en realidad habían llegado a Brighton.
Arkes argumenta, por ejemplo, que la «no discriminación sexual» podría ser utilizada para defender el matrimonio entre un hombre y un niño, si su padre, «un adulto maduro sensible a los intereses y sentimientos del niño, está suficientemente seguro de que la relación no supone amenaza para él». Después de todo, en algunos lugares se ha legalizado el aborto de menores sin consentimiento paterno, algo que, a diferencia del matrimonio, no tiene vuelta atrás y, además, implica una operación quirúrgica.
Pero incluso aunque se prohíba el matrimonio a los menores, con el argumento del libre consentimiento de los adultos, nada impediría el matrimonio entre hermanos o hermanas. ¿Quién va a indagar si dos hermanas que se casan se acuestan juntas? Según la sentencia que legalizó el «matrimonio» homosexual en Massachusetts, las leyes del matrimonio «no privilegian la relación heterosexual de tipo procreativo entre personas casadas sobre cualquier otra forma de intimidad adulta».
¿Por qué sólo una pareja?
Al final, las contradicciones nos devuelven a la evidencia de que «la naturaleza del matrimonio es, sin escapatoria, sexual», y no de cualquier tipo de sexualidad, sino de aquélla abierta a la procreación. No es cuestión de discriminación. «¿Se niegan derechos civiles a los abuelos y a los nietos por no poder casarse entre sí», aunque sea evidente que hay cariño entre ellos? El «lobby» gay no puede explicar tampoco «por qué el matrimonio debe ser limitado a una pareja y no a un conjunto de tres o cuatro o más personas que dicen que tienen una relación íntima y se quieren». Lo de menos es que, a día de hoy, no haya demandas de este tipo.
Aquí sólo hay dos soluciones. Ciertos defensores de las reformas matrimoniales reconocen sin ambages que su objetivo es destruir el matrimonio: si todo es matrimonio, al final, nada lo será; el matrimonio gay no es más que un instrumento para vaciar la institución de sentido. Pero otros, en cambio, quieren honestamente extender sus bondades sin dañar a la «familia tradicional». «El aspecto triste del asunto, me temo, es que no habrá posibilidad de parar esta erosión del significado del matrimonio una vez que se acepte el matrimonio homosexual». Les sucederá como a Enrique VIII, que logró que la Iglesia aceptara su divorcio, sólo que esa Iglesia no era ya «la Iglesia».
Los defensores sinceros del matrimonio homosexual no tienen más remedio que terminar por admitir que a la ley sí le incumben las relaciones sexuales, puesto que hay comportamientos, como la pederastia, que no son admisibles. Pero «al admitir la presencia de la ley, conceden más de lo que quizá creen, porque admiten que la sexualidad y el matrimonio deben tener leyes que protejan su integridad, y reconocen que hay significado público y moral en el matrimonio, algo que va más allá del gusto privado y que alcanza las categorías de bueno y malo».
Ricardo Benjumea____________________(1) Cfr. Robert P. George y Jean Bethke Elshtain (eds.), «The Meaning of Marriage»: ver Aceprensa 81/06, 1ª parte.(2) Cfr. ibid.(3) Cfr. ibid.