En varios países de Occidente, cuando se habla de menores con disforia de género, el criterio de los padres es escuchado y tenido en cuenta… siempre que coincida con el sentimiento particular del niño o el adolescente. De lo contrario, sobrevuela sobre ellos la amenaza de alguna instancia estatal de restarles autoridad sobre sus hijos.
En el territorio canadiense de Columbia Británica sucedió algo de este estilo en 2020: el Tribunal de Apelaciones provincial le ordenó a un padre que no pusiera obstáculos en el proceso de “transición” de su hija de 15 años al “género sentido”.
El problema había comenzado cuando la chica tenía apenas 13 años y quería someterse a un tratamiento hormonal con bloqueadores de la pubertad. El padre había acudido a la justicia en 2018 para que dejara en claro que la joven no tenía edad para consentir adecuadamente esa terapia, pero el resultado le fue adverso: cualquier intento de presionarla para que recapacitara se consideraría “violencia familiar”. En 2020, la corte de apelaciones remachó el caso, al argumentar que la actuación del progenitor le había ocasionado a la joven un “dolor significativo”, por lo que le ordenaron dirigirse a ella según el “género” de su elección y le prohibieron compartir su frustración en los medios.
Pese a la falta de certezas sobre los efectos de los tratamientos hormonales a menores, no se escucha a los padres cuando se oponen
Dato paradójico es que, en la propia Columbia Británica, el sistema de salud pública provincial, en su apartado “Bloqueadores puberales para jóvenes”, afirma no saber a ciencia cierta cuáles son los efectos de dicho tratamiento: “No estamos seguros –advierten– de si los bloqueadores de la pubertad tienen efectos secundarios negativos sobre el desarrollo óseo y la altura. La investigación hasta ahora muestra que los efectos son mínimos, pero no conoceremos los efectos a largo plazo hasta que las primeras personas que toman bloqueadores de la pubertad sean mayores”.
Mientras tanto, por si las dudas, a los padres no les queda otra opción que aceptar un procedimiento a todas luces experimental. Y callar, claro.
“Que intervenga el Estado”
Las presiones sobre los progenitores asumen formas variadas. De una parte, acecha la amenaza legal: si un juez concluye que no están obrando “en el mejor interés del menor”, pudiera incluso llegar al extremo de quitarles la custodia legal.
Así lo plasma un reciente estudio de un equipo de médicos de varias clínicas estadounidenses (Dubin et. al, 2020). Para los investigadores, que un tutor trate de impedir que el menor a su cargo reciba terapias afirmativas para, hipotéticamente, alejar el riesgo de secuelas mentales o de autolesión, puede considerarse como negligencia. Y esto tiene efectos prácticos: “La negligencia, como término médico-legal, puede usarse para iniciar una evaluación por parte de los Servicios de Protección Infantil y dejar de considerar a un padre como tutor legal de un niño en los casos más graves”.
Según la perspectiva de los firmantes, la retirada de la tutela parental casa perfectamente con el denominado principio de daño de John Stuart Mill, el cual establece que las personas son libres de actuar como deseen, a menos que sus acciones perjudiquen a otras. En este caso, la negativa de los padres a aceptar un tratamiento hormonal o quirúrgico para su hijo menor de edad sería lo que le estaría infligiendo un daño, por tanto, un tercero estaría obligado a actuar. “El médico está éticamente obligado a involucrar al Estado cuando las acciones de un individuo pueden causar directamente un daño”, zanjan.
A los padres les quedaría, simplemente, conformarse: los niños y adolescentes saben bien lo quieren, y sus deseos tienen preeminencia. La psicóloga Diane Ehrensaft, directora de Salud Mental en el Child and Adolescent Gender Center de San Francisco y entusiasta impulsora de la intervención temprana, señaló años atrás que había que superar el conflicto entre los intereses del menor y los de sus tutores, y que el “problema” de la fertilidad era uno de los escollos para que estos aceptaran la “identidad de género” de sus hijos sin darle demasiadas vueltas.
“Hay muchos padres –aseguró– que sueñan con convertirse en abuelos. Es muy difícil para ellos no imaginarse a esos nietos genéticamente relacionados. Así que tenemos que trabajar con los padres y decirles: ‘Estos no son tus sueños. Tienes que concentrarte en los sueños de tu hijo; en lo que quieren ellos’”.
“Ellos”, sí, y la cada vez más potente industria de la resignación de sexo, que en 2026 puede estar ingresando unos 1.500 millones de dólares anuales.
El espantajo del suicidio
Sobre los padres pesan también las presiones emocionales. Como ejemplo, el argumento del posible suicidio del menor si no se le afirma en su voluntad de ser reconocido como del sexo opuesto.
Lo han esgrimido una y otra vez médicos de las clínicas de “reasignación de sexo”–S. Rosenthal, director una de estas en San Francisco (EE.UU.), menciona el riesgo de suicidio si se espera a que los menores crezcan para intervenirlos hormonal o quirúrgicamente: “No tratarlos no es una opción neutral”–, pero también padres que ya se han embarcado con entusiasmo en este viaje de difícil retorno (los cambios quirúrgicos son del todo irreversibles).
La estadounidense Jeanette Jennings y su hija Jazz, quien nació varón, son un ejemplo. Ambas han contado en muchas ocasiones la historia de Jazz (hoy una estrella televisiva en Florida), que se identificó prontamente con el sexo femenino: apenas a los cuatro años se le diagnosticó disforia de género.
“La reasignación de género médica no es suficiente para mejorar el funcionamiento y aliviar las comorbilidades psiquiátricas entre adolescentes con disforia de género”
Para Jeannette, solo hay una explicación para que Jazz haya llegado a sus actuales 21 años: “Está viva únicamente porque recibió el tratamiento médico que le salvó la vida”, dice, en alusión a las terapias hormonales y quirúrgicas a que se ha sometido. Y vuelve a su frase más socorrida: “Hemos preferido tener una hija viva y saludable antes que un hijo muerto”.
La aseveración tiene todas las papeletas para impresionar a los padres dubitativos, pero se demuestra falsa: Dhejne et. al (2011) constató, con una muestra en Suecia, que la transición médica completa al género deseado no libra a las personas trans de exhibir una tasa de suicidios mayor que la media. También Kaltiala-Heino (2020) revisó las historias clínicas de 52 adolescentes diagnosticadas con disforia, y observó que la aplicación de hormonas del otro sexo (de efectos no siempre reversibles) no les atenuaba los síntomas psiquiátricos. “La reasignación de género médica no es suficiente para mejorar el funcionamiento y aliviar las comorbilidades psiquiátricas entre adolescentes con disforia de género”, apuntó.
El bombardeo “culpabilizante”, sin embargo, puede ser brutal. En el blog 4thwavenow –que se denomina “fuertemente pro-LGB”, pero que cuestiona las prisas en el tratamiento de la disforia en menores–, varios padres testimonian haber sido puestos entre la espada y la pared por el activismo trans.
Una madre, por ejemplo, narra que la terapeuta a la que estaba consultando telefónicamente sus dudas la presunta disforia de su hijo, la instó a afirmar automáticamente al joven en su deseo: “Empezó a aleccionarme sobre cómo yo necesitaba ir a terapia, y mi hijo someterse a bloqueadores hormonales en el programa de género de un hospital cercano. Cuando le pregunté cómo podía diagnosticarlo tan descaradamente sin haberlo conocido nunca, me llamó transfóbica”. Otra refiere que una doctora le dijo a su hija que su madre estaba “mal informada” y que quería incluirla a ella y al padre en la siguiente sesión “para poder ‘enderezarnos’. En cualquier caso, optamos por interrumpir las sesiones, pues pagarle a la terapeuta para que afirmara la creencia errónea de nuestra hija era ridículo”.
Al final, se trata de un “solos contra el mundo”, porque entre los médicos que agitan el espantajo del peligro, los lobbies que presionan, los medios de comunicación entregados a la “causa trans” y los responsables políticos que asienten y sonríen para la foto, poco asidero les va quedando a los padres que no ven a sus hijos “atrapados” mágicamente en un cuerpo ajeno.
La autoridad parental, en entredichoEn España se están tramitando normas que pueden menoscabar la autoridad de los padres de menores con presunta disforia, toda vez que facultan a la administración pública para intervenir en caso de detectar “riesgos”. La denominada Ley Trans, actualmente en preparación, considera que “la negativa a respetar la identidad de género de una persona menor de dieciocho años por parte de su entorno familiar perjudica el desarrollo personal del menor, a efectos de valorar una situación de riesgo” (art. 6.4). También el Estado “mediará” si una persona de entre 14 y 16 años desea cambiar la mención de su sexo en el Registro Civil y sus padres se oponen (art. 9). Por su parte, la ya aprobada Ley de Protección Integral a la Infancia considera “indicador de riesgo” la “no aceptación de la orientación sexual, identidad de género o las características sexuales de la persona menor de edad”. |