Últimamente ha saltado la alarma de la malnutrición infantil. Pero esta vez es justo lo contrario de lo que se nos viene a la cabeza: malnutrición por exceso. Niños obesos, diabetes infantil son las nuevas epidemias de los países ricos.
Varios países han ingeniado distintas soluciones especialmente para las escuelas. Por ejemplo, el gobierno de Tony Blair ha previsto dedicar más dinero a mejorar los menús (ver Aceprensa 71/05). En Francia simplemente se han prohibido las comidas a deshoras por la mañana en las escuelas. Italia ha optado por aumentar la información en los envases: «si quiere Ud. comer este chocolate, ha de saber que su poder energético equivale a dos horas de caminata». En España, los anunciantes de alimentos y bebidas han adoptado un código de autorregulación de la publicidad dirigida a menores, para prevenir la obesidad. ¿Qué hará Alemania? Se acaba de publicar una noticia («Die Welt», 6-09-2005) que puede empezar el debate: en los colegios con horario de día entero, los chicos y chicas se encuentran estresados. En cambio, en Baviera donde comen en casa, el rendimiento y la educación son claramente superiores.
Un mismo problema con diversas soluciones, pero también con una ulterior pregunta: ¿será alguna realmente eficaz?, ¿es que los niños comen sólo en el colegio? A veces para afrontar un problema hay que sufrir un «shock», como el que supuso para Francia la mortalidad de ancianos en la canícula del 2003. Este shock ha hecho pensar a los franceses, que en estos pocos años han mostrado su capacidad de reacción y han optado por promover los trabajos de servicio directo a la persona: trabajos manuales, realizados en casa; trabajos de cuidado o «care», de los que Francia -en palabras del Ministro de Trabajo, Jean Louis Borloo-, «quiere convertirse en líder mundial, gracias a un verdadero foco de excelencia». Y en julio pasado, la Asamblea Nacional aprobó un cheque de empleo de servicio universal, que prevé crear 500.000 puestos de trabajo en tres años, sólo en este sector («Le Monde», 2-07-2005).
Cambiar la mentalidad
Pero convencer de la importancia de estos trabajos no sólo a esos niveles de «tercera edad», sino también a otros más cotidianos, es tarea ardua, porque supone aceptar un reto cultural: superar una visión negativa de estos trabajos como la que ofrece Hannah Arendt en su obra más conocida: «The Human Condition». Ciertamente, su propuesta supuso a mediados del siglo XX una renovadora vuelta a temas clásicos como la acción y la virtud cívica, el conocimiento teórico, etc., ausentes en un mundo excesivamente técnico y económico. Pero su discrepancia respecto de la concepción marxista del trabajo presenta algunas grietas que muy pocos han criticado.
En efecto, Arendt identifica la labor -la labor de nuestros cuerpos- con las notas marxistas de la praxis: es actividad irracional, alienante, como el comer, el cocinar, el cuidar a los enfermos, propias de la dependencia corporal esclava, «que no deja nada tras de sí» y que no «requiere especial destreza». Además, «guarda poca semejanza con los actos heroicos» y es penosa por el esfuerzo de su «inexorable repetición». En cambio, propone superar a Marx descubriendo un sentido no alienante del trabajo -el trabajo de nuestras manos-, que manifiesta racionalidad y libertad y que acaba en productos que duran en el tiempo. Pero ¿hasta qué punto aceptar la labor distinguiéndola del trabajo rebate a Marx? Es más, ¿podemos admitir la valoración negativa o la ausencia de cultura en actividades como la gastronomía en cualquiera de sus formas, la higiene, el cuidado de los enfermos, etc.?
En el fondo de estas tesis -diría la filosofía- se encuentra un ideal de hombre ya presente en los griegos (es feliz quien contempla la verdad y vive según la virtud) o con el racionalismo moderno (para Kant, el hombre es la razón autónoma; para Nietzsche, el ideal es el superhombre). Pero esta crítica puede sonar a la típica respuesta teórica y erudita
Por eso Alasdair MacIntyre la ha traducido del siguiente modo: hemos aceptado que toda la vida gire alrededor, y en ocasiones exclusivamente, del varón adulto, sano, inteligente, con plenas capacidades productivas y comunicativas, ciudadano de pleno derecho y, según qué países, potencial defensor de la patria en el campo de batallla. La filosofía política y social apenas se ha fijado en los enfermos, en los discapacitados, en los ancianos, en lo inmigrantes o en los marginados. Estos últimos son ellos; en cambio nosotros somos de los primeros, con atributos positivos indiscutibles.
Reconocer la dependencia
Hoy en día, sin embargo, las catástrofes provocadas por el hombre o por la naturaleza nos vuelven a recordar que todos somos o podemos ser vulnerables, frágiles, dependientes. Los movimientos solidarios lo han descubierto y es loable su colaboración en poblaciones con condiciones «infra-humanas».
Pero los países ricos sufren también de un déficit de humanidad, que exige ayudas solidarias quizá menos espectaculares pero no por ello menos urgentes. Según Pierpaolo Donati, sociólogo italiano, es el cuidado y sus manifestaciones aquello que distingue propiamente al hombre y a lo humano, y por eso la «humanización» se alcanza precisamente en este tipo de relación. De ahí que descubrir el valor del servicio directo a la persona en lo cotidiano y en su dimensión frágil y dependiente, sea un modo de devolver a esas sociedades opulentas pero deshumanizadas, un rostro más personal.
Estos trabajos y servicios requieren no sólo inclinación y capacidades concretas, sino estudio y práctica. Es decir, ya no basta el aprendizaje «amateur»: hay que presentarlos con toda su dimensión profesional. Por eso, apoyar políticas en favor los servicios directos a la persona puede ser también una solución para la malnutrición infantil. Porque realizados con la preparación necesaria, aseguran comida sana y bien elaborada, no en la escuela sino en la casa donde el niño recibe la mayor parte de la alimentación.
Además, comer en familia fomenta virtudes como la templanza, más eficaz que el ejercicio físico o la información cuando las calorías son excesivas. Pero, sobre todo, una casa favorece el desarrollo de personalidades maduras, capaces de enfrentarse con el dolor; y fuertes para superar dificultades ordinarias con generosidad y sacrificio. En definitiva, el reto consiste en devolver al hogar la posibilidad de humanizar la sociedad, gracias al ejercicio del servicio y del cuidado directo y cotidiano a sus miembros.
Maria Pia Chirinos