Desde hace tiempo ando buscando e intentando comprender la fundamentación exacta de los mal llamados «matrimonios homosexuales», las razones de quienes los defienden y las no menos inasibles razones de quienes resignadamente los aceptan. El más común de los argumentos es que las parejas de dos hombres o dos mujeres «se quieren», de ahí que se justifique totalmente su acceso al matrimonio, sin diferenciación ninguna con respecto a las parejas de hombre y mujer.
Ocioso es decir -o quizá no, a la vista de los acontecimientos- que el matrimonio no es un mero trámite jurídico-festivo que dos personas acatan por su afecto recíproco. Esta sería la única posible definición de «matrimonio» capaz de abarcar las razones de quienes postulan las uniones homosexuales con rango conyugal, sin que pase desapercibido que es una definición en la que caben otras muchas situaciones no necesariamente maritales.
El matrimonio es la unión de un hombre y una mujer para toda la vida, establecida para la mutua entrega y la formación de una familia. Al menos así ha sido hasta anteayer. Por sus elementos, sus propiedades y sus fines se aprecia que es una realidad natural, a la que el derecho ha puesto un nombre y ha protegido mediante una regulación, pero que no ha creado con sus leyes, porque es muy anterior a la actividad del ordenamiento sobre él.
No ocurre lo mismo con las uniones homosexuales, creación puramente legal, con el defecto -reñido con la seguridad jurídica- de recibir el mismo nombre que la realidad ya existente. En la definición que hemos dado no aparece el elemento afectivo, que puede estar presente en uno u otro grado entre las personas, pero que no es componente justificante del matrimonio dada su inestabilidad -también reñida con lo jurídico-. Menos aún se puede decir que el matrimonio sea un trámite administrativo, pues la regulación que le da el derecho es un añadido «a posteriori» para proteger una realidad que la sociedad estima como valiosa, incluso diría que fundante. De modo que tan sólo el componente festivo quedaría como rasgo también presente en el matrimonio, respecto de la definición que englobaría a las uniones homosexuales, y no parece justificación suficiente para hablar de equiparaciones.
Desechado este argumento, quedaría una razón extrema, también argüida a veces por quienes alardean de más conocimiento, que fundaría la extensión del matrimonio a los homosexuales sobre la base de la dignidad de las personas, que no puede ser negada. Resulta evidente que, como la misma Constitución española proclama, la dignidad de la persona es fundamento del orden político y de la paz social (art. 10.1). Tal proclamación no es otra cosa que reconocer el valor de las personas por el mero hecho de serlo: su dignidad, que es igual que decir su valor, radica en su misma existencia, y engloba los caracteres propios de la naturaleza humana. Sobre la premisa de la dignidad se reconocen los derechos fundamentales, que son reputados como valiosos por ser consustanciales a las personas, y por lo mismo protegidos: así ocurre con el derecho a la vida y a la integridad física, a la libertad religiosa, a la de enseñanza, de expresión, etc. Todos estos son derechos de las personas en cuanto tales, no creados por las leyes, sino meramente reconocidos por el Estado como ya existentes.
No ocurre lo mismo con el derecho a contraer matrimonio. Si se lee la Constitución se observa enseguida que es un derecho reconocido al hombre y a la mujer con igualdad jurídica (art. 32). Es más, si nos vamos a la Declaración Universal de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, tantas veces invocada, nos encontramos con que el elenco de derechos que recoge hace siempre alusiones genéricas («toda persona…», «todo individuo…», «nadie…»), salvo en un único momento: cuando se reconoce el derecho al matrimonio. Entonces el artículo comienza de una forma distinta: «Los hombres y las mujeres, a partir de la edad núbil, tienen derecho…» (art. 16.1). El significado de este cambio de tenor no puede ser más claro: el matrimonio no es un derecho que se base, como los demás, en la dignidad de la persona de forma genérica, sino específicamente en la dignidad de hombre y mujer, es decir, en la naturaleza propia de ambos, que por su diferencia radical permite la unión entre ellos, posibilidad que los Estados reconocen como derecho y lo regulan para proteger sus caracteres y sus efectos, al tiempo que procuran evitar los abusos que pudiesen darse a su sombra.
La conclusión es que los argumentos para equiparar las uniones homosexuales al matrimonio no se sostienen, ni los más superficiales ni los aparentemente más profundos. El matrimonio es mucho más que una relación afectiva legalizada, pero antes que nada hay que volver a su raíz antropológica, esa que las sociedades han tenido siempre en cuenta para reconocer que el respeto a la dignidad de las personas en relación con el derecho al matrimonio sólo se garantiza cuando dicha dignidad es contemplada en sus dos dimensiones insoslayables: femenina y masculina.
Ángel López-Sidro____________________Ángel López-Sidro es profesor de Derecho Eclesiástico del Estado de la Universidad de Jaén.