En la campaña del referéndum sobre la independencia de Quebec, salió a relucir un grave problema que amenaza la vitalidad de la comunidad francófona canadiense y del que no cabe echar la culpa a ningún factor exterior: la escasez de nacimientos. Con este motivo, algunas mujeres se han atrevido a manifestar en la prensa su íntimo malestar. Béatrice Richard, estudiante de doctorado en historia en la Universidad de Quebec, escribe en Le Devoir (Montreal, 19-X-95).
Por mucho que moleste a los políticamente correctos, es un hecho: las mujeres de raza blanca de Quebec no tienen hijos. Y la inmensa mayoría de ellas, yo también, sufren atrozmente por ello. No soy ni una católica nostálgica, ni una revanchista de las cunas. Pero soy de las que creen que es la sociedad la que debe ponerse al servicio de los vientres de las mujeres, ya sean blancas, negras o asiáticas, y no el vientre de las mujeres el que debe someterse a las exigencias del sistema.
Después de diez años de carrera profesional activa, me encuentro ante una «carrera» familiar inacabada y con la impresión de haber sacrificado mi vida, mis amores, la maternidad y a los míos a un ideal sin sentido, deshumanizado. Gracias a la píldora anticonceptiva, mi «liberación» me ha permitido trabajar y hacer «carrera», como suele decirse. Pero he pagado un alto precio: esos dos hijos que probablemente nunca tendré -tengo 38 años, y un solo hijo en vez de los tres que desearía-, porque el mercado laboral y la coyuntura económica no me lo han permitido nunca. Quizá también porque no estoy hecha de la madera de las heroínas. (…)
Hoy día, traer un hijo al mundo es menos importante que fabricar programas informáticos. De hecho, cuando se trata de mujeres y de maternidad, todo el mundo carraspea, molesto. Cuando una mujer anuncia que está embarazada, la primera pregunta que invariablemente se le hace es: «¿Y tu trabajo?». Como si ser la sirvienta de un patrón -o de una patrona- fuera humanamente más importante que ser la madre de un bebé, como si el trabajo asalariado fuera la única fuente de felicidad y de liberación para la mujer. Los que así piensan deben de tener un empleo excelente, forrado de prestaciones sociales, o es que nunca han trabajado. (…)
¿Qué hacer? Parece que nadie quiere dar la batalla por subsidios familiares y permisos de maternidad sustanciosos. Es tabú. Como si las mujeres temieran volver a verse «descalzas en la cocina».
(…) En interés del mundo que queremos construir para el futuro, ya sea en un Quebec soberano o en un Canadá revisado y corregido, ha llegado a ser urgente dar más tiempo a los padres para que eduquen a sus hijos. Es vital de ahora en adelante organizar los horarios de trabajo en función de sus necesidades. Hay que asegurar la prioridad de acceso al empleo o a la formación, junto con subsidios familiares compensatorios y un sistema de guarderías flexible y universal. No será un gasto, será una inversión para el porvenir. Y además, es tan bello un bebé que sonríe…
Nathalie Petrowski manifiesta en La Presse (Montreal, 22-X-95) la misma insatisfacción:
Con mi único hijo a modo de emblema, hay días en que me muerdo las uñas por haberme faltado el coraje para tener dos o tres hijos. [Luego deplora que, al tratar de la falta de natalidad en Quebec, tanto los partidarios del «Sí» como los del «No» en el referéndum repetían] que no se trataba de volver a enviar a las mujeres a casa con sus hijos. ¡Todo menos eso! Tanto de un lado como de otro, se empeñaban en decir que la mujer había sido puesta en la tierra para trabajar y que una mujer moderna y vacunada no se realiza de otro modo.
Ese discurso ya no lo soporto. En parte a causa de ese discurso, mis coetáneas y yo no tenemos más que 1,5 hijos. A causa de ese discurso hemos esperado y dudado hasta la última hora. A causa de este discurso hemos tenido vergüenza de quedarnos embarazadas y hemos visto el porvenir con pavor.
Sí, desde luego, ha habido otras consideraciones: la capa de ozono, la escasez de guarderías, la tacañería del Estado en materia de subsidios familiares, la rigidez de los horarios de trabajo, etc. Pero, aquí entre nosotros, la decisión de tener un hijo es demasiado importante para reducirla a esa lista de inquietudes. Es una decisión que está ligada a la tripa de las mujeres, a su identidad íntima y social. Ser o no ser madre, he ahí la cuestión.
Ahora bien, cuando desde todas las tribunas de la sociedad nos recalcan que tener hijos hoy día es tan absurdo como complicado, cuando la servidumbre se presenta como el destino inexorable de la que cría a sus hijos en casa, mientras que la esclavitud en el despacho, la empresa o la fábrica pasa por una liberación, cuando una mujer realizada es una mujer que ha triunfado en lo profesional, cuando la única identidad válida es la de una abeja menesterosa que sólo suscribe la doctrina del traba-jo, no tiene nada de extraño que las mujeres en busca de su identidad manden a paseo la maternidad.
¿Cómo podría ser de otro modo? No se deja de repetir que las madres son perdedoras y que negarse a tener hijos no es sólo un derecho, sino un orgullo.
(…) Llamadme reaccionaria, pero para mí ser madre no es una derrota, es una hazaña y una aventura. Evidentemente, bien instalada en mi carrera, no me cuesta mucho hablar. Pero el hecho es que hay días en que mi carrera me agota, días en los que sueño con encontrarme en casa descalza y encinta. Y apuesto a que una multitud de mujeres que tenemos una profesión compartimos en secreto la misma perversión.