Narra la Ilíada que, con la ciudad de Troya bajo asedio, el bueno del rey Príamo se sentó con Helena y le dijo: “A ti no te considero culpable, sino a los dioses que promovieron contra nosotros la luctuosa guerra de los aqueos” (canto III). El anciano no mencionó el detalle de que, por haber abandonado a su esposo Menelao y huido de buena gana con Paris, la chica había contribuido a liársela parda a los troyanos. Haberle dicho: “Mira, hija, deja el TikTok y prepara la maleta, que regresas, a ver si salimos de esta” hubiera sido una actitud razonable, pero no: “La culpa es de los dioses”, y punto.
Ahora quitemos Troya y pongamos Franja de Gaza. El ejército de Israel está dejando el diminuto territorio palestino como los británicos dejaron Dresde o los norteamericanos, Hiroshima, en 1945. La cosa no va solo de escombros, por supuesto: la repetida cifra de 30.000 palestinos muertos se está actualizando tristemente, cada vez más cerca de los 31.000. Y varios organismos internacionales y oenegés llaman una y otra vez, con vídeos insertados en las redes sociales, en YouTube, en las webs de medios de prensa y en las teles, a parar la masacre, el “genocidio”, la tragedia…
Curiosamente, sin embargo, no hay muchos spots en que entidades humanitarias exijan contundentemente la liberación incondicional de los 130 civiles israelíes que permanecen como rehenes en manos de los terroristas de Hamás.
La palabra rehenes puede resultar, en ocasiones, engañosamente aséptica. La mencionas y, si tu capacidad para la analogía funciona bien, imaginas a una decena de señoras y señores tumbados en el suelo de una sucursal bancaria en medio de un atraco, pero que un par de horas después, tras una negociación con los bandidos –o sin negociación: los malos se largan alegres con el botín– saldrán ante la cámara nerviosos y contando su versión del hecho. Y a casita sin un rasguño.
Los terroristas de Hamás no obraron con tanta limpieza. El 11 de marzo, en su presentación del informe sobre lo ocurrido en el sur de Israel el 7 de octubre de 2023, la representante especial de la ONU sobre violencia sexual en los conflictos, Pramila Patten, afirmó ante el Consejo de Seguridad: “Lo que presencié en Israel fueron escenas de una violencia inenarrable perpetrada con una brutalidad espantosa”. “Hemos encontrado –dijo– información clara y convincente de que se han cometido actos de violencia sexual, incluidas violaciones, tortura sexualizada y tratos crueles, inhumanos y degradantes contra rehenes, y tenemos motivos razonables para creer que tales actos de violencia pueden seguir cometiéndose contra las personas cautivas”.
Los fanáticos cometieron salvajadas, sí, y todo parece indicar que en sus guaridas aún las cometen. Afuera, a la luz del sol, las bombas israelíes despedazan, sepultan, reducen las ciudades a una argamasa de polvo y sangre. Pero los terroristas no sueltan a nadie. No tienen posibilidad alguna de hacer retroceder a Israel; tampoco podrán devolverles la vida a decenas de miles de palestinos, y tardarán muchas décadas en sacar a Gaza del Paleolítico estructural en que la está sumiendo el ejército israelí. Saben –tienen que saberlo– que el suyo ha sido un error fatal, descomunal.
Pero no se mueven. “La culpa es de los dioses”.
A esta persistencia a sabiendas en el error, a esa tozudez suicida, le dedicó un interesante libro la historiadora Barbara W. Tuchman: La marcha de la locura: De Troya a Vietnam, donde analizaba maniobras políticas que habían derivado en fracasos estrepitosos y en males para los propios decisores.
Entre los ejemplos, la cerrazón de la Corona británica ante los pacíficos reclamos de los residentes de las Trece Colonias de eliminar impuestos indebidos –originalmente nadie quería la independencia–; o el encaprichamiento de la Casa Blanca en meter dinero, maquinaria militar y soldados en Vietnam como si no hubiera un mañana, sin aprender de los errores del ejército colonial francés allí, y todo para, al final, con 58.000 efectivos muertos y con la economía norteamericana temblando, tener que retirarse y dejar en el país asiático ya reunificado una tiranía comunista.
¿Qué impidió al gobierno estadounidense en los años 60, al británico en el siglo XVIII y a los jerarcas troyanos en tiempos de Maricastaña echar el freno antes de llegar al despeñadero? En opinión de Tuchman, un viejo conocido: el ego. “Mientras más se haya comprometido el ego del instigador, más inaceptable es la retirada”, dice, y agrega que, para quienes ejercen el poder –y Hamás lo ha detentado en Gaza desde 2006–, “reconocer el error, reducir las pérdidas (y) alterar el rumbo es la opción más repugnante”.
Debe de ser así en este caso. El “épico” vídeo de terroristas volando en parapentes con sus ametralladoras, o aquel en el que aparecen islamistas alistando drones para lanzarlos hacia Israel, y otros en que muestran cómo incendian viviendas o estampan contra el suelo de una furgoneta el rostro de una mujer judía son papilla nutritiva para el ego de estos fanáticos. Si se advierte además que, fuera de Israel, los cautivos importan muy poco, ¿cuál es el incentivo para rectificar?
A cinco meses del ataque, de aquel día en que la estupidez pudo más que el instinto de preservar la propia vida y el bienestar de los suyos, Hamás, como el faraón, no cede; las oenegés lloran –no tanto por los rehenes, que se lloran a sí mismos–, y el ejército israelí sigue enviando su plaga de plomo sobre la Franja. Lo hará hasta el polvo. Hasta las moléculas.
Pero el ego de los terroristas seguirá intacto. “Ya han muerto demasiados de los nuestros, sí, pero ¡a que estuvieron chulos los vídeos de octubre…!”.
2 Comentarios
El artículo es sobresaliente y de lo más esclarecedor gracias
Muchas gracias. Saludos cordiales para Ud.