Cuando se publique este texto, quizás el firmante esté de viaje fuera del Estado español, más exactamente, en el Estado cubano. Será la segunda vez que salga este año, pues en agosto estuvo unos días en el Estado checo. Es lo que tiene viajar: que a menos que se visite un iceberg en medio del Atlántico, siempre se está en un Estado (para mayor redundancia, el propio viajante suele estar en estado sólido).
Ya, no me lo diga: el mismo escozor que le provoca en los ojos leer tantas veces la palabra Estado lo experimento yo al verla o escucharla en contextos donde se puede decir, sencillamente, el nombre del país. El raro tic es ideológicamente pegajoso: años atrás, una antigua colega cubana, invitada a Madrid y al País Vasco por una organización política de izquierdas, me anunció con entusiasmo: “¡Voy dentro de una semana a España!”. Tras pasarse los primeros 10 o 20 días recorriendo pueblos y ciudades, sus posts en Facebook revelaban su grato asombro por las maravillas culturales, históricas, culinarias, etc., “del Estado español”. No es que le faltara razón: nada como una jugosa tortilla estatal española con cebolla autonómica aragonesa, una fabada del Principado de Asturias o unos deliciosos espárragos forales navarros.
Pero sí: suena pedante. Y viene a cuento porque, con cada vez mayor frecuencia, leo titulares con frases de una épica impostada, como que un partido independentista vasco exige al gobierno central que abra una “fase histórica” de reconocimiento a todas las “naciones del Estado español”, mientras que otro de su misma cuerda, pero catalán, reclama a La Moncloa que cesen de una vez los desfiles militares que se celebran año tras año “en alguna ciudad del Estado”.
La palabra Estado es gélida, y si adoptara forma física, la podríamos imaginar metálica, angulosa, densa. Si de España canta Ana Belén que es “a veces madre, siempre madrastra”, a los de la fijación con el Estado les debe parecer aun peor: una suerte de señorita Rottenmeier, severa y resentida. Porque no habría tal cosa llamada España, una tierra a la que llamar patria, hogar…, sino un Estado a secas, que en la concepción marxista –tan familiar a esas fuerzas políticas– es un poco Rottenmeier: una institución de instituciones que, en el sistema capitalista, tiene como función amargarles la vida a las mayorías trabajadoras y reprimirlas, hasta el feliz día en que estas tomen el poder, cambien el carácter burgués de la “megainstitución” por uno socialista y avancen hacia un nuevo horizonte: el comunismo, en que todo vestigio estatal desaparecerá porque ya no habrá clases sociales que se aticen mutuamente y en el que todos seremos radicalmente iguales. Como en el cementerio, digamos, que en esto el comunismo ha sentado escuela.
Claro que, si va de suyo que al Estado le toca reprimir, en el caso español no se limitaría a hacerlo dentro de los márgenes necesarios para mantener el orden y hacer cumplir las leyes en un marco democrático –lo que hacen suecos, franceses, alemanes, etc.–: el Estado español vendría a ser un represor alegre, siempre dispuesto a arrearle un sopapo al que sencillamente se declare independentista o queme una foto del rey, por más que los separatistas tengan escaño, micrófono y jugoso salario en el Parlamento, y que quien venda fotos incinerables del monarca cerca de cada manifestación indepe pueda terminar forrándose.
Entonces uno, que fuera de España ha visto cómo varios policías empujan contra una pared a un joven y lo arrestan por llevar un cartel con la palabra Libertad, y que se entera de que solo por ello le han caído cinco años de prisión, siente cómo se le garabatea una sonrisa entre lo compasivo y lo burlón y le viene de un salto a la mente un “¿pero qué rayos sabéis vosotros de represión?”.
Porque no, no saben, pero ¿a que mola imaginársela? ¿A que tiene su cosita creerse rebelde, indomable, intentar sacudirse un asfixiante yugo y cortarle de un tajo un par de cabezas a la hidra… desde la seguridad que da saber que el feroz bicho es una ficción digital, que uno tiene el mando de la Play y que toda la tensión –“¡ay, madre!”– acabará con solo quitarse la gafas 3D?
Bueno, pues así con el “Estado español”. Quien quiera “desfacer agravios y enderezar entuertos” reales, ya tarda: ¡gafas fuera y a buscar vuelos! ¿Kabul, Caracas, Managua, Moscú…? Que por escasez de oferta no sea.
Y a los que vivimos en este “Estado” –a saber, llana y sencillamente en España–, dejadnos tranquilitos. ¿Qué? Sí, vale, oprimiditos, siervos del régimen, ya. Pero en paz.