En medio de la que está cayendo sobre cubierta, suena en el escenario una pregunta con signo agrio de incomprensión: “¿Puede alguien dormir tranquilo?”. La cuestión interpela como un rayo.
No hay telón, pero se abre.
Juan Mayorga (Madrid, 1965) acaba de estrenar La gran cacería. Will Keen integral. El diluvio universal y el particular. Noé. Un arca y muchos arcanos interiores convertidos en preguntas. Recuerdos hilados por las respuestas. Mediterráneo: cultura y sepultura. Animales. Un simulacro. Italia con Goethe. El insomnio hecho carne. La inmigración flotante. ¿Qué nos quita el sueño?
En el mosaico del teatro español, Mayorga está en el medio, querido, respetado y rodeado del vergel de unas virtudes discretamente atractivas. Rey de una selva sin malas hierbas de cinismo. Dramaturgo. Filósofo. Matemático. Prolífico. Versátil. Coherente. Profundo. Sereno. Catártico. Esencial. Antropólogo. Elegante. Amante. Contundente. Comprometido. De verdad. Un académico en el metro. Un metro y pico de bondad aristotélica que habla en cultura trascendente al pueblo, y el pueblo llena las butacas.
Un hombre con cabeza y corazón –padre, artista, pensador, conciliador, provocador, constructivo, vecino, audaz, lector, abuelo– en efervescencia. Mucha gente quiere trabajar con él. O, si acaso, arrimarse para contagiarse de su pandemia.
Estamos a finales de noviembre y sus textos se reencarnan como chinches. La gran cacería. El libreto de una ópera. La lengua en pedazos en la gran pantalla. La colección, para primavera. Libros. Proyectos. Actores. Acciones. Reflexiones. Palpitan sus obras en la gran ciudad.
Premio Princesa de Asturias de las Letras 2022. Sillón “M” de la Real Academia Española. Premio Nacional de Teatro. Director del Teatro de La Abadía y el Corral de Comedias de Alcalá de Henares. Un conversador atrapante que genera adicción. Metadona de diálogo. Inteligente ingenuidad en un mundo de aseveraciones taxativas. Pocos artistas con menos máscaras que esta mirada de frente que brilla en la penumbra.
— El estreno de La gran cacería. La lengua en pedazos, en el cine con Teresa, dirigida por Paula Ortiz. La paz perpetua convertida en ópera con música de José Río-Pareja, en Badajoz. Los ensayos de La colección, con José Sacristán y Ana Marzoa. La dirección del Teatro de La Abadía y sus constantes iniciativas culturales, filosóficas, artísticas. La gira de Amistad. María Luisa. Novedades editoriales y traducciones. El Princesa de Asturias de las Letras de 2022… ¿En qué cultura piensa Mayorga desde el epicentro de los aplausos sinceros?
— Yo quiero entregar algo a la gente. Cada ser humano tiene la obligación de hacer que el mundo sea más digno de ser vivido, que haya más belleza, que haya más pensamiento, que haya más ayuda entre unos y otros.
La cultura y el teatro han de ayudarnos a resistir, a ser menos dóciles y menos autoritarios. Siempre pienso que la docilidad y el autoritarismo son dos caras de la misma moneda. El autoritario suele ser dócil al aceptar la autoridad de otro que, simplemente, es más fuerte. Creo en una cultura que nos haga envidiosos de libertad, de belleza, de dignidad. Es decir: aspiro a un mundo en el que, al contemplar la belleza, sintamos envidia de ella e intentemos atraerla a nuestras vidas.
Muy torpemente, quizá balbuceando, en algún lugar escribí que toda cultura ha de ser crítica y que todo hecho cultural ha de animar a su receptor a ser crítico consigo mismo y con la sociedad en la que vive. Quisiera que mis obras enriqueciesen en experiencia a los espectadores, les hiciesen menos dóciles y les pusiesen ante algunas buenas preguntas. Eso quisiera.
“Todos somos seres deseantes. A todos nos falta algo. El teatro habla de eso”
— ¿Qué papel tiene un creador artístico en una sociedad polarizada?
— Como creador teatral, sé que vivo del conflicto. Lo propio de mi trabajo es, precisamente, observar las diferencias e imaginar cómo la diferencia puede ser causa de una confrontación. Como ciudadano, en cambio, soy partidario del acuerdo, de la negociación y de intentar ponerme en el lugar del otro. Sí. Represento conflictos y los llevo a escena y, por el contrario, en mi vida busco el acuerdo. Los creadores tenemos la responsabilidad especial de atender a la coyuntura, a lo que está pasando. Y, en ocasiones, tenemos que tomar la palabra siendo muy responsables.
— ¿Es más positivo ser puente o ser provocación?
— Cada cual tiene que hacer lo que le toca. En el teatro hay formas teatrales que aplaudo y que yo mismo no soy capaz de practicar. En la vida también hay opciones que me gustan y que yo mismo veo imposible desarrollar. Hay autores que son puente y hay autores que, por el contrario, son disruptivos. Haciendo a veces lo uno y a veces lo otro, pueden ser útiles. En ocasiones debemos ser capaces de ofrecer un discurso disruptivo y, otras veces, podemos crear mitos comunes. Provocar por provocar, no sé. Me interesa, en todo caso, provocar como manera de ofrecer a la sociedad asuntos que compartir para dialogar.
— Sobre tu llegada al Teatro de La Abadía, me llamaron la atención estas palabras: “Como director de teatro puedo acompañar el trabajo de otros creadores, salir de mi egoísmo personal y artístico, que es grande, y poder, de algún modo, asistir al trabajo de otros, y eso es fascinante también”. Me interesa hablar de esa fraternidad cultural.
— Me he dicho y he dicho que esta aventura de dirigir un teatro es fascinante, al menos por tres razones. Primero, porque un teatro es un lugar de reunión. Es maravilloso poder imaginar ocasiones de encuentro.
Segundo, porque puedo acompañar el trabajo de otros creadores. Lo que hago fundamentalmente desde este despacho es encontrarme con otros creadores, algunos muy distintos de mí mismo en sus intereses, en los asuntos que les importan o en las formas que eligen, e imaginar con ellos buenas ocasiones de reunión. Es un privilegio trabajar en intentar hacer posibles sus ideas, sus sueños, y que todas sus imágenes se concreten en un escenario.
La tercera razón por la que considero una suerte estar aquí es porque, cada vez que uno llega a un lugar, puede pensar cosas que no hubiera pensado nunca si no hubiera llegado. Eso me está ocurriendo aquí, cuando, por ejemplo, he podido imaginar experiencias como El Faro de La Abadía, que es un encuentro de creadores y pensadores al que te invito; o Poetas en La Abadía, que consiste en entregar a los poetas nuestras salas para que construyan una experiencia asimismo poética a partir de su palabra, de la palabra que aman. Esas iniciativas jamás las hubiera pensado de no estar aquí. Mi trabajo fundamental es ofrecer algo a la ciudad.
— Sobre eso, dices: “Quiero hacer una oferta a la ciudad –de Madrid– marcada por cuatro palabras que coinciden, por cierto, con las palabras con que yo quiero caracterizar el teatro al que aspiro: acción, emoción, poesía y pensamiento”. ¿Esas cuatro palabras pueden revolucionar pacíficamente una ciudad, o eso es una utopía?
— Yo creo que sí. Si un hecho teatral, una experiencia teatral y, desde luego, un teatro, entregan acción, emoción, poesía y pensamiento, están entregando algo muy importante, muy extraño y más raro de lo que pudiera parecer. En esta medida pueden estar realizando una acción revolucionaria, y mido mis palabras cuando lo digo.
En general, no se nos ofrece acción, sino más bien movimiento que enmascara una profunda detención o una detención básica, subyacente. No se nos entrega tanto emoción, como sentimentalismo. No se nos entrega tanto poesía, como cursilería. Y no se nos entrega tanto pensamiento, como fórmulas estereotipadas de autoayuda. Estoy hablando muy precipitadamente, pero queriendo decir que, en realidad, esas cuatro palabras designan fuerzas bien importantes.
En el hecho teatral es vertebral la acción, y cuando pienso en la acción, pienso que todos somos seres deseantes. A todos nos falta algo. El teatro habla de eso: de cómo un deseo puede ser tan importante y tan poderoso como para impulsarnos a hacer algo. Esa es la acción que yo quiero representar: la pulsión de una persona que desea algo y pone algo en juego para alcanzarlo, acaso perdiendo, o acaso ganando. Cuando uno está hablando de eso, está hablando de cualquiera. Cuando estamos en un patio de butacas y vemos que un personaje está deseando algo y actúa para alcanzarlo, no necesitamos compartir su deseo para entenderle, porque nosotros mismos deseamos algo y entendemos ese anhelo. Su pelea nos concierne, porque representa nuestra propia pelea.
Somos seres emocionales. Si yo pronuncio la palabra “madre”, provoco en ti una conmoción. En ti, algo se abre o se rompe. Necesitamos de la poesía, porque el mundo es áspero y frío. Y necesitamos a los poetas, que no son sólo los que escriben libros de poesía, sino, por ejemplo, los payasos que nos muestran la belleza de un gesto. Y, claro, es fundamental también el pensamiento. Son fundamentales las preguntas inagotables que nos hacemos una y otra vez sobre nosotros, sobre la relación que tenemos con los demás, sobre el mundo.
“Una cultura productivista entregada a estar arriba del ‘ranking’ deja poco tiempo para pensar”
— ¿A qué tipo de cultura debe aspirar una sociedad madura?
— Una sociedad madura ha de aspirar a una cultura crítica en la que cada ciudadano sea crítico primero consigo mismo y, después, con la sociedad misma y con la propia cultura. Una cultura auténticamente crítica es auténticamente cultural. A veces he dicho que los creadores, antes que promover o enunciar discursos sobre la libertad, debemos ejercerla, porque así defendemos también la de otros. Los artistas tenemos una gran tentación de ser cobardes y dóciles. Debemos tener coraje. Haciéndonos buenas preguntas ayudamos a los demás.
—¿Qué filosofía debe interpretar el teatro en el que sueñas?
— Me he dicho, repito y me repito que no se trata tanto de presentar posiciones. No creo que el teatro sea un buen lugar para probar a nadie que tengo razón acerca de nada, sino un lugar en el que compartir preguntas y en el que suspender al espectador ante buenas preguntas. Preguntas que son, por cierto, las cuestiones que se vienen haciendo los seres humanos desde siempre. Las primeras de ellas son: ¿Qué me pasa a mí respecto del otro? ¿Qué relación tengo con el otro? ¿Qué responsabilidad tengo para con el otro?
— ¿Cuánta humildad y cuánto no darse importancia necesitan los escenarios?
— La humildad es una virtud extraordinaria y rarísima. La gran cacería habla precisamente de eso. Puedo relacionarme con los demás, con los otros y con las palabras sin intención. Sin que haya un interés por invadir al otro en alguna medida. Puedo estar ante el otro en una actitud de escucha, intentando saber quién es y qué quiere decirme antes que imponiendo mi palabra y mi interés. La humildad es una virtud rarísima y extraordinaria. Y, sí, las personas que hacemos cultura deberíamos ser extraordinariamente humildes.
— Dices: “Un escenario cambia el mundo”. ¿Cómo?
— A mí me ha cambiado… Cuando vi en mi adolescencia La vida es sueño y, de pronto, aquel personaje me dijo –y lo sentí como si me estuviese hablando al oído– aquello de “porque el delito mayor del hombre es haber nacido”, eso me atravesó como una espada. O cuando vi a Doña Rosita la soltera descubriendo al final de su historia que la suya había sido una vida a la espera, eso me atravesó. Me afectó, porque me hizo consciente del misterio del tiempo. O cuando conocí el teatro de Chéjov y a personajes suyos, como Tío Vania, que me hicieron amar más a la gente. No se pasa en vano por Calderón, o por García Lorca, o por Chéjov. Tú asistes a Chéjov, lo lees o asistes a una auténtica representación de su obra y aprendes a ser más cuidadoso con el silencio de la gente y con el misterio de los otros. En este sentido, el teatro transforma el mundo.
— ¿La cultura del éxito tiene tiempo para pensar?
— Una cultura productivista entregada a estar arriba del ranking deja poco tiempo para pensar, si es que deja alguno. Walter Benjamin asociaba la revolución a la interrupción, no al progreso, ni a la acumulación. La detención, el preguntarse por qué estaba haciendo esto y hacia dónde iba realmente con una determinada creación, es fundamental.
— ¿Un filósofo como tú ve mucha gente corriendo en el mundo de la cultura?
— Sin duda, hay de todo. Vivimos en una cultura productivista y en una cultura del éxito, excesivamente rodeados de premios anuales y de clasificaciones. De algún modo, impera un régimen de la competición permanente. Eso poco tiene que ver con esa cultura de la crítica a la que antes me refería. Hay que saber no dejarse cegar por esa pulsión productivista y guardar silencio. Detenerse. Plantearse una y otra vez por qué uno hace las cosas. Estar a la escucha.
— A ver si te van a dar un Goya al mejor guion con Teresa…
— Para mí ha sido muy bonita la experiencia de trabajar con Paula Ortiz, que es una persona maravillosa, una artista extraordinaria y una luchadora. Estoy muy contento con la película. Sobre todo, me gustaría que Paula recibiese el reconocimiento que merece, especialmente para que pudiese hacer más películas y que cada vez lo tenga más fácil. Teresa es una película por la que ha peleado duramente. Personas con el talento de Paula Ortiz merecen que se le pongan las cosas un poco más fáciles.
— ¿Un filósofo dramaturgo es mejor antropólogo?
— Todos los seres humanos estamos convocados por la filosofía, que no es algo que hacen los filósofos profesionales. La filosofía es un plan de vida al que todos estamos invitados. Desde luego, un dramaturgo ha de estar especialmente concernido por ese permanente cuestionamiento y ha de prestar atención a las condiciones tan diversas en que se desarrolla la vida humana. Sí. En ese sentido, un dramaturgo ha de ser filósofo y antropólogo.
— Hablas de las personas con personajes de esperanza.
— Bueno, hay de todo… Algunos personajes encarnan muchísima esperanza, como la Teresa de Jesús de La lengua en pedazos, que no sé hasta qué punto es la Teresa histórica, a la que tanto respeto y a la que amo. Sí. Ahora que lo pienso, creo que todos mis personajes expresan esperanza. En La gran cacería encontramos este diálogo entre dos personajes:
— ¿Tenemos alguna oportunidad?
— No hay ninguna oportunidad.
— No tenemos ninguna oportunidad. ¡Aprovechémosla!
De algún modo, incluso los personajes más desesperados tienen una paradójica esperanza.
— ¿Tu pasión por buscar la verdad al fondo de todo es filosofía, matemáticas, dramaturgia o columna vertebral?
— Estamos llamados a tener una vida auténtica, a no engañarnos, a no engañar. Estar en una pesquisa permanente y no aceptar las apariencias es un mandato para todos. Y, sí, probablemente en mi teatro sea frecuente que ese gran deseo, esa gran voluntad de conocer y esa aversión a la aceptación de la apariencia construyan a mis personajes.
— En eso tienen bastante que ver contigo…
— Acaso sea así.
“Sin amar se puede crear, pero no se puede ser un gran creador”
— Tu propuesta sin intención es re-humanizarnos en un caldo de cultivo de cultura honesta. Para ti, el verdadero teatro es “compañía” y escuchar es más importante que decir. Pero vives en este siglo en punto.
— Vivimos en un tiempo muy duro y muy áspero. Como padre, muchas veces me alerta pensar en qué mundo tan extraordinariamente violento e injusto estamos dejando. Tenemos que conseguir que lo sea menos. Es un mandato moral.
En La gran cacería, que presenta un viaje a través del insomnio y a través del Mediterráneo, se repite una pregunta que se hace el protagonista en varios momentos de la obra: “¿De verdad alguien puede dormir tranquilo?”. Es una pregunta que en realidad es una cita de una carta que Benjamin le escribió a un amigo en los tremendos años 30: “¿De verdad alguien puede dormir tranquilo hoy en día?”. Es una pregunta que podemos hacernos hoy. ¿Se puede dormir tranquilo con lo que está pasando? Dicho esto, tenemos que conseguir trabajar para que en este mundo se pueda dormir mejor y para que cada vez más gente pueda dormir tranquila.
Siempre me gusta recordar esa expresión benjaminiana de “organizar el pesimismo”. Si no podemos ser optimistas, al menos organicemos el pesimismo, es decir, hagamos algo activo con esto, intervengamos de algún modo. No nos entreguemos a una resignación melancólica.
— En tu discurso de agradecimiento del Princesa de Asturias empezaste hablando de tus hijos. Amar y crear son palabras esenciales y muy unidas. ¿Se puede crear bien sin amar a los demás? A veces los creadores son muy egocéntricos y muy egoparlantes…
— Hay creadores extraordinarios, geniales y, al mismo tiempo, extraordinariamente egoístas. He conocido a unos cuantos y la historia nos los ha entregado también. Sin amar se puede crear, pero no se puede ser un gran creador. Teresa de Jesús es una gran creadora y una extraordinaria amante.
— ¿La sociedad que refleja la opinión pública del siglo XXI duerme o sueña?
— Convivimos con muchísimos seres humanos que aspiran a la a la dignidad, a la belleza, y a la libertad, y que la quieren para otros. La llamada opinión pública u opinión publicada no representa a una sociedad real que yo reconozco, porque es con la que me encuentro en el día a día.
Álvaro Sánchez León
@asanleo
Un comentario
muchas gracias por el artículo y por haber elegido al entrevistado ¡