Protesta en la Plaza Baquedano, Santiago, 22-10-2019 (CC: Carlos Figueroa)
Santiago.— La pregunta que más escucho de parte de mis amigos extranjeros es: “¿qué ha sucedido en Chile?” Hasta hace un año, era un modelo en la región. Había hecho una transición ejemplar a la democracia; apenas tenía inflación; redujo drásticamente la pobreza, y en los últimos años había recibido cientos miles de inmigrantes (también europeos) que querían aprovechar la bonanza económica y estabilidad política para iniciar una existencia más segura. Quiero ofrecer algunas ideas que pueden ayudar a acercarse a un problema muy complejo.
En octubre del año pasado hubo una acción subversiva muy bien planificada, que en 24 horas dejó inutilizadas 80 de las 136 estaciones del metro de Santiago, y quemó iglesias, supermercados y tiendas, particularmente en barrios populares. A esa acción concertada se sumó la delincuencia común y la acción de numerosos grupos antisistema, incluidas las “barras bravas” de los equipos de fútbol más populares. (Los destrozos se repitieron el domingo pasado, con ocasión del aniversario de aquellos disturbios.)
Una protesta difusa
A la anterior labor destructiva se superpuso una masiva protesta social, que no tiene líderes y abarca reivindicaciones muy distintas e incluso contradictorias entre sí. Para algunos se trata de las pensiones, para otros de la salud, la ecología, los derechos de la mujer o la mala calidad de la educación (aunque según los parámetros internacionales tiene los mejores índices latinoamericanos).
La cuestión central ha sido el reclamo en contra de los abusos y la desigualdad. Sobre ambos temas venían advirtiendo desde hacía años algunos intelectuales, tanto en la izquierda como también entre conservadores y socialcristianos, pero no fueron oídos. Hace quince años, el historiador Gonzalo Vial (+2009), un conservador, decía que “una crisis social avanza sobre nosotros, y no hacemos nada por remediarla… Ni siquiera nos percatamos de que existe”.
El sistema político, cegado ante sus logros, no supo procesar a tiempo las tensiones sociales que se fueron creando
La cuestión no es nueva. Ya Tocqueville había advertido que el progreso en las condiciones de vida puede ir acompañado de fuertes tensiones sociales: “La menor desigualdad resulta chocante en medio de la uniformidad general y su visión se hace más insoportable a medida que la uniformidad es más completa”. Esta descripción parece haber sido hecha a propósito para el caso chileno. El sistema político fue víctima de su propio éxito: cegado ante sus indudables logros, no supo procesar a tiempo estas tensiones.
Progresos que acaban en decepción
Un caso particularmente ilustrativo es el sistema privado de pensiones (AFP), que se ha imitado en muchos países. Cuando se concibió, en 1980, nadie pensó que hoy los chilenos tendrían un promedio de vida superior a los norteamericanos. Durante 40 años, ningún gobierno se atrevió a elevar las cotizaciones y la edad de jubilación, de modo que hoy las personas que se jubilan tienen ingresos muy inferiores a lo previsto y cunde la decepción.
Otro ejemplo de cómo Chile ha sido víctima de su propio éxito está dado por la educación superior. En 1990, solo 200 000 jóvenes accedían a ella. Veinte años después, esa cifra se había sextuplicado. Sin embargo, el valor simbólico de un título universitario y los ingresos asociados a él disminuyeron drásticamente. En especial, este deterioro afectó a las nuevas clases medias, que se endeudaron para que sus hijos tuvieran una calificación profesional, para comprobar luego que sus ingresos distaban mucho de lo esperado.
En las últimas décadas se ha producido una creciente erosión de los vínculos comunitarios
En Chile se olvidó que tanto la democracia representativa como la economía libre suponen, para su buen funcionamiento, una serie de condiciones que ellas no son capaces de producir. En las últimas décadas se ha producido una creciente erosión de los vínculos comunitarios: el 70% de los niños chilenos nace fuera del matrimonio; la adhesión a la Iglesia católica ha disminuido dramáticamente y, como consecuencia de la crisis de los abusos, su prestigio está por los suelos (en 1990 su aprobación era de un 70%, hoy no llega al 15%). Además, las asociaciones vecinales, los partidos políticos y los sindicatos han disminuido dramáticamente su influencia. Por otra parte, los chilenos que vivían en extrema pobreza hoy habitan casas mejores y tienen agua potable, pero –al trasladarse a otros lugares de la ciudad– han perdido los vínculos personales que mantenían en la situación de marginalidad.
La respuesta de los políticos
Tanto el comportamiento del gobierno como el de la oposición han sido erráticos en esta crisis. El primero no contuvo la violencia con decisión en el momento mismo en que se inició. Para colmo de sus males, la policía no estaba preparada y ha habido muchos casos de lesiones graves a los derechos humanos, por el uso de instrumentos inadecuados de defensa. De este modo, ha perdido legitimidad en su acción ante grupos particularmente agresivos, que actúan muchas veces en la impunidad.
La oposición más extrema (el Partido Comunista y el Frente Amplio, una agrupación que sigue de cerca al Podemos español) ha visto en esta crisis una oportunidad, y ha sido ambigua respecto de la violencia destructiva, cuando no la ha justificado. La centroizquierda (los partidos socialdemócratas y la Democracia Cristiana) no se ha atrevido a apoyar al gobierno en sus esfuerzos por establecer el orden, y ha pretendido sumarse a la protesta social para tratar de superar la profunda crisis en que está sumida y la falta de un proyecto político propio.
¿Qué ha hecho la clase política ante esta situación, que la pandemia no ha hecho más que agravar, por sus consecuencias económicas? En noviembre pasado se acordó realizar un plebiscito para una nueva Constitución, que será el próximo 25 de octubre. La actual, de 1980, se dictó durante el régimen de Pinochet, aunque ha sido modificada de manera muy significativa. En teoría, se trataba de una oportunidad de encontrar algunas reglas de juego que permitieran enfrentar el futuro, pero si la aprobación del gobierno es baja (hoy es del 15%), la del Congreso, dominado por la centroizquierda, todavía es más exigua, y no supera el 5%. De este modo, los acuerdos políticos tienen un valor muy relativo.
En espera de una renovación
Chile es un país telúrico y, periódicamente, los movimientos sísmicos revelan sus fortalezas y debilidades. De una parte, está la violencia de anarquistas y otros “antisistemas”, y la frivolidad de unos parlamentarios que no parecen hacerse cargo de la situación. De otra, se aprecia una discusión pública de calidad y normalmente muy respetuosa en los medios de prensa, los seminarios de los centros de estudios y universidades, y la amplia literatura publicada sobre la crisis. Asimismo, el manejo de la pandemia ha sido muy superior al de los países vecinos y, a pesar de las graves dificultades, la economía parece repuntar.
Más que el resultado que se obtenga de una nueva Constitución o de las reformas a la actual, puede que el proceso que se inicia la próxima semana signifique una renovación de la política y haga espacio para el diálogo. Pero todo esto depende de que se rechace la violencia y se contengan las desmesuras de la izquierda parlamentaria más extrema, lo que no puede hacerse sin la colaboración de socialdemócratas y democratacristianos. Hasta ahora el gobierno no ha conseguido este apoyo, pero cabe que el proceso constituyente les dé un motivo para tomar la iniciativa. De lo contrario, deberán oír el reproche de Tocqueville: “Celebráis que ha sido derrotado el gobierno, pero ¿no os dais cuenta de que es el poder mismo el que está por los suelos?”
Joaquín García-Huidobro
Profesor del Instituto de Filosofía de la Universidad de los Andes (Chile), columnista político del diario El Mercurio. Recientemente ha publicado Comunidad: la palabra que falta (Tirant, Valencia, 2020), donde hace una crítica al individualismo y propone vías para recuperar la idea de comunidad.