El laberinto de Chiapas

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Cuatro años buscando la salida
Puebla. La masacre a sangre fría, a finales de diciembre pasado, de 45 indígenas en el poblado de Acteal, ha vuelto a poner en primer plano el conflicto en el Estado mexicano de Chiapas. La situación es peor que la de enero de 1994, cuando estalló la sublevación del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). El gobierno del presidente Zedillo ha hecho nuevas ofertas de pacificación para resolver un conflicto estancado, pero los zapatistas exigen que cumpla los acuerdos ya alcanzados en 1996, que preveían una reforma constitucional para reconocer la autonomía de los indígenas.

Tras la matanza de Acteal, los sucesos se aceleraron: el gobernador interino, Robledo Rincón, y el Secretario del Interior del gobierno federal, Emilio Chuayfett, fueron destituidos; investigaciones imparciales achacaron a las autoridades locales su complicidad en la masacre; algunos funcionarios públicos pidieron la intervención de los cascos azules de la ONU.

Sea cual sea el modo más adecuado de intervención, nadie niega que la situación actual es peor que al inicio del alzamiento del EZLN el 1 de enero de 1994. Así lo ha reconocido el nuevo Secretario del Interior, Francisco Labastida. Y aunque éste acaba de dar a conocer su plan de pacificación, la paz que todos desean parece lejana.

Guerra civil no declarada

En estos territorios se libra desde hace más de tres años una guerra civil no declarada. Recluida en la selva Lacandona, la guerrilla que dirige el «subcomandante Marcos» cuenta con bases de apoyo en las regiones que habitan los indígenas chol y tzotzil.

A la maraña de viejos conflictos étnicos, agrarios, religiosos y hasta familiares que han corroído tradicionalmente estos municipios, se superpone ahora la lucha por el control político de las comunidades entre los filozapatistas y sus adversarios, aglutinados en torno al gubernamental Partido Revolucionario Institucional (PRI).

El origen de la guerrilla permanece oscuro hasta la fecha. Lo cierto es que parece estar formada exclusivamente por su jefe el subcomandante Marcos, un grupo de más de 500 catequistas de la diócesis de San Cristóbal, profundamente empapados de la teología de la liberación, y los indígenas chiapanecos que abrazaron -o fueron forzados a abrazar- su causa.

Desde el inicio del conflicto, el EZLN exigió su reconocimiento como grupo armado en términos del derecho internacional, la renuncia del presidente, la elaboración de una nueva Constitución y elecciones para presidente de la república, condiciones imposibles para sentarse a la mesa de negociaciones.

El gobierno actuó inmediatamente. Las fuerzas armadas se desplegaron en la zona y obligaron a los zapatistas a refugiarse en la selva Lacandona. Después inició el diálogo para restablecer la paz, emitiendo la ley para la Conciliación en Chiapas. Sin embargo, su actitud ha sido muy variable, lo que ha provocado la lógica desconfianza de la contraparte: ha prometido el diálogo franco, mientras por otro lado despliega el ejército y fomenta grupos paramilitares armados -según parece, fueron los organizadores de la matanza de Acteal- que atemorizan a la población y siembran la confusión y el desorden, para obligar al EZLN a replegarse aún más.

De modo que en la política del presidente Zedillo respecto a Chiapas es patente la ausencia de un proyecto de solución claro, la indecisión, la lentitud, la resistencia a aceptar la realidad tal como es. Con su política económica o con su reforma electoral uno puede estar o no de acuerdo, pero no se puede negar la existencia de un proyecto. En cambio, en el asunto de Chiapas, el vaivén sin sentido aparente de medidas y contramedidas a lo largo de más de cuatro años crea la impresión de que, más que buscar soluciones, de lo que se trata es de mantener el statu quo, con los menores costes políticos y económicos posibles.

Las propuestas de paz del gobierno

En este sentido, de muy poco han servido los 52.600 millones de pesos canalizados desde el inicio del alzamiento hacia Chiapas por el gobierno federal. El problema no reside en la transferencia de recursos sino en la creación de riqueza, para lo cual se requieren inversiones directas que generen empresas y empleos. Y en cuanto a la atracción de inversiones, Chiapas se encuentra en una situación de marginación peor que la de 1994.

De otra parte, es preocupante la proliferación de situaciones similares en otros puntos de la geografía mexicana. Situaciones en las que prevalecen la intolerancia religiosa, el autoritarismo político, leyes injustas combinadas con gobiernos corruptos e ineficaces, falta de educación e inversiones y, por lo tanto, de desarrollo económico.

La matanza de Acteal era previsible y, sin embargo, nada se hizo para evitarla. Actualmente, tanto el obispo de San Cristóbal, Samuel Ruiz, como la Comisión de Concordia y Pacificación del Congreso (Cocopa) han advertido insistentemente sobre la inminencia de una guerra civil en la región, sin que el gobierno haya adoptado las medidas necesarias. Manifestación de ello ha sido la designación de un nuevo gobernador interino de Chiapas, Albores Guillén, que al igual que el anterior se identifica con un grupo ligado a los latifundistas de la zona.

El nombramiento del nuevo secretario de Interior, Labastida Ochoa, fue calificado por el subcomandante Marcos como un «cambio de nombre», pero sin variación de estrategia. Otros partidos políticos reaccionaron de forma similar. Sin embargo, a finales de enero ha dado a conocer sus «diez propuestas para la reconciliación», entre las que destacan el desarme de los grupos paramilitares, salvo el EZLN mientras dure el conflicto, y el respeto de los únicos acuerdos firmados (los acuerdos de San Andrés Larráinzar el 16 de febrero de 1996). En ellos el gobierno se comprometió a reformar la Constitución para reconocer la autonomía indígena. Esta propuesta, elaborada por la Cocopa y aprobada por el EZLN, fue rechazada luego por el Ejecutivo, alegando que llevaría a la «balcanización del país».

La propuesta de reforma constitucional de la Cocopa ha sido sumamente discutida. Para algunos, supondría una desmembración del país; para otros, no sólo es compatible con la Constitución sino que es necesaria para reconocer la diversidad cultural de los indígenas de México. Ahora el gobierno federal acepta la propuesta, pero con algunos límites en las condiciones de autonomía otorgada a las comunidades indígenas. Autonomía en la que el EZLN no está dispuesto a ceder, pues constituye uno de los puntos cruciales de su lucha. Por ahora, el EZLN ha manifestado que no renegociará los acuerdos de San Andrés Larráinzar «aunque la renegociación se disfrace de revisión».

De todos modos, también es discutible que los zapatistas actúen como portavoces oficiales de los grupos indígenas, ya que representan sólo una parte de los grupos étnicos de la región; es más, son rechazados por buena parte de los otros grupos indígenas de la zona. Este rechazo se debe a su práctica de forzar a los otros indígenas a entrar en su organización o, de lo contrario, expulsarlos de la zona.

Por lo tanto, como ha puesto de manifiesto el conocido economista Arturo Damm Arnal, tampoco están justificadas las voces que claman por la retirada del ejército de la región, medida exigida por los zapatistas, así como el cumplimiento íntegro de los acuerdos de San Andrés, puesto que éstos sólo expresan el sentir de una parte de los 11 millones de indígenas del país.

La singularidad de Chiapas

El problema de Chiapas es más complicado, según otros, porque los indígenas tienen una idiosincrasia distinta de la del resto del país. Prueba de ello es la existencia de costumbres y raíces étnicas distintas de las de la cultura mexicana mestiza predominante en el país, lo cual exige a su vez un tratamiento constitucional distinto. Además, el problema de Chiapas no es sólo racial; es político, de conflictos de tierras, diferencias religiosas y abismales desigualdades económicas entre la población.

El conflicto de Chiapas es un problema localizado, no una guerra civil nacional, como pretendió hacer ver alguna prensa extranjera en 1994. Pero mientras el gobierno sea incapaz de respetar y hacer respetar las leyes, y que éstas sean justas, y mientras no consiga castigar a los que las violen, el Estado de Derecho no existirá de hecho. La seguridad pública y la administración de justicia dejan mucho que desear y no sólo en Chiapas, sino en buena parte del país.

La intrincada mezcla de conflictos raciales, económicos, religiosos y políticos en Chiapas será irresoluble mientras siga la cambiante actitud del gobierno y la intransigencia zapatista. Y mientras se eterniza la búsqueda de una solución pacífica, el Estado de Chiapas se mantendrá en su marginación social y económica.

Xavier Ginebra SerrabouUn escenario complejoFuera de México, el conflicto de Chiapas se ve a menudo bajo la apariencia de un caso claro: la lucha de unos indígenas desposeídos contra un gobierno que intenta aplastarlos. Pero el escenario es bastante más complejo. Pedro Pitarch, profesor de Antropología de América en la Universidad Complutense de Madrid, que ha trabajado en la zona de Chiapas, intentaba explicarlo en un reciente artículo (El País, 12-I-98).

Pitarch describe la heterogeneidad de las organizaciones políticas y religiosas que actúan en la zona. «Hay indígenas vinculados a Iglesias protestantes (más de un tercio de la población indígena es protestante), a la Iglesia católica, a partidos políticos de carácter nacional (PRI, PRD, PAN), a organizaciones sindicales agrarias, a movimentos indianistas, a asociaciones civiles». Etiquetas engañosas, por otra parte, ya que la pertenencia no implica que los indígenas hayan interiorizado las ideas de estas organizaciones. «Hablar de indígenas protestantes resulta tan artificial como hablar de indígenas revolucionarios: un día se identifican como tales, al siguiente ya no. De hecho, en la comunidad tzeltal donde he trabajado, uno de los rasgos más característicos es el continuo cambio de miembros de unas organizaciones a otras, un incesante nomadismo que desespera a los dirigentes políticos, sacerdotes y pastores por igual».

Estas organizaciones compiten por el control de las comunidades indígenas. «Pero cuando la rivalidad entre estas organizaciones se yuxtapone a las facciones locales e interviene en conflictos enquistados (la mayor parte de los cuales anteceden con mucho a la insurrección zapatista), es sumamente fácil que emerja la violencia». Pitarch aclara que las comunidades indígenas «han preservado su singularidad cultural al precio de no tolerar la diferencia interna. De forma característica, las luchas entre facciones -y el faccionalismo es endémico- se resuelven por la expulsión del grupo perdedor y a menudo con el asesinato de alguno de sus miembros principales y de sus familias». No es ésta la única fuente de conflicto, pues la violencia ha presidido también las relaciones entre los indígenas con los grupos de poder político y económico de la región.»Pero es un hecho que el conflicto se produce también entre indígenas, y probablemente ésta sea ahora la fuente principal de la violencia que sacude la región». Por eso piensa Pitarch que los acuerdos de paz entre el Gobierno federal y la guerrilla zapatista son «una condición totalmente necesaria, pero por sí sola probablemente insuficiente» para detener la violencia.

En este panorama, el Ejército Zapatista es una facción más entre los 700.000 indígenas de Chiapas. «Ejerce su control sobre una zona relativamente pequeña, de nueva colonización, en la selva Lacandona, pero su presencia en las regiones indígenas principales, los altos y el norte, es más bien reducida». Al principio del alzamiento en 1994, los zapatistas despertaron la admiración de muchos tzeltales y tzotziles, sobre todo por haber tomado la ciudad de San Cristóbal de las Casas, símbolo de la dominación europea y mestiza sobre los indígenas. Después la simpatía disminuyó y amplios sectores indígenas empezaron a considerarlos como enemigos. «En ello influyó la práctica zapatista de forzar a los indígenas a entrar en su organización o de lo contrario expulsarlos de su territorio (según supe en 1994 y 1995, cuando trabajé recogiendo testimonios de indígenas desplazados)». En esto los zapatistas se comportaban como el resto de las organizaciones indígenas, «pero con la ventaja inicial de estar militarmente organizados y armados».

Pitarch advierte que las voces indígenas no tienen mucho que ver con las de quienes se erigen en sus portavoces: las instancias gubernamentales, la diócesis de San Cristóbal, el subcomandante Marcos… «Los discursos del subcomandante Marcos, que tanta fascinación ejercen entre el público universitario de México y en Europa, a los indígenas les dejan más bien fríos». En los discursos de estos portavoces, amplificados por los medios de comunicación, «los indígenas aparecen como la encarnación de los valores occidentales: son así convertidos alternativamente en revolucionarios modelo, en comunidades cristianas de base en su estado más prístino, en depositarios de la esencia de México, en guardianes de vastos saberes místicos, en ejemplo de respeto por la naturaleza, o cualquier otro. Pero esto, mal que nos pese, no es así».

La división de las comunidades indígenasLa división de las comunidades indígenas quedaba reflejada también en un reportaje de Bertrand de la Grange, enviado especial de Le Monde (31-XII-97).

El periodista francés advierte que las autoridades gubernativas y las de la diócesis están en total desacuerdo sobre el origen de la violencia y se acusan mutuamente de echar leña al fuego. «Según el gobierno, la violencia se explica por la existencia de ‘viejos conflictos’ políticos, económicos, religiosos e ideológicos entre diversas comunidades indígenas ‘por el control del poder’; para Mons. Samuel Ruiz, obispo de San Cristóbal de las Casas, como para la oposición de izquierdas y el subcomandante Marcos, es el poder el que recluta en el seno de la población indígena ‘mercenarios’ y forma organizaciones ‘paramilitares’ equipadas por el Ejército para combatir una ‘guerra de baja intensidad’ contra los zapatistas».

Bertrand de la Grange coincide también en que, si bien los zapatistas controlan la selva Lacandona, en la zona norte y en las tierras altas partidarios y adversarios del EZLN se disputan el poder pueblo por pueblo. En las tierras altas que dominan la ciudad de San Cristóbal, en la comuna a la que pertenece Acteal, «cada bando dispone de grupos armados y, hasta la masacre de Acteal, la mayoría de las víctimas se encontraban más bien del lado de las organizaciones antizapatistas». En la zona norte, «los militantes de Abuxu (hormiga nocturna), ligados al EZLN y al Partido de la Revolución Democrática (PRD, oposición de izquierda), libran una guerra sin cuartel contra la organización Paz y Justicia, formada por antiguos maoístas y simpatizantes del PRI en el poder. También ahí la mayoría del centenar de víctimas de la violencia se encuentran en el bando antizapatista».

El reportaje recoge testimonios sobre la acción de los catequistas, laicos formados por la Iglesia para suplir la carencia de sacerdotes. Diego Vázquez, maestro indígena, cuenta que «desde la sublevación zapatista, los catequistas nos quieren obligar a apoyar al EZLN. Los que no están de acuerdo ya no tienen derecho a recibir los sacramentos de la Iglesia».

La iglesia de su pueblo está cerrada desde hace dos meses en signo de protesta contra el cura, originario del norte de México, que ha tomado partido por los zapatistas.

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