Una joven con su bebé en brazos implora a un grupo de policías que no irrumpa en su vivienda. En el suelo, su otro hijo pequeño empieza a sollozar. Los agentes y los “boinas negras” –brigada especial del Ministerio del Interior– pegan con una mandarria en la puerta, intentando derribarla. La mujer llora aterrorizada: “¡Ya les dije que aquí no hay nada! ¡Ay, mis hijos!”. Uno de los uniformados logra entrar por el patio y la encañona con su pistola…
La grabación se interrumpe. Cuando vuelve un rato después, hay un charco de sangre en el suelo: han disparado al marido de la chica, lo han golpeado y se lo han llevado detenido. Destrozos. Desolación.
Sucedió el 12 de julio en Cárdenas, una ciudad costera del occidente de Cuba. Un día antes, miles de ciudadanos se lanzaron a las calles en todo el país en espontáneas protestas antigubernamentales, y las fuerzas del orden no se midieron: hay vídeos de la golpiza multitudinaria a un manifestante refugiado en una azotea, a otro que quedó arrinconado en una acera; imágenes de un sacerdote con una brecha en la cabeza, tras intentar defender a un joven; de un fotorreportero de AP sangrando…
El gobierno cubano ha hecho así su estreno en la pasarela de las dictaduras desacomplejadas. Hasta ahora había cundido cierto recato –la izquierda española aún lo tiene– para denominar a un sistema que desde hace 62 años no permite libertades políticas y que solo a regañadientes ha accedido a una muy tímida apertura económica, pero que había cosechado prestigio y admiración por los servicios de educación y salud modélicos para un país en desarrollo y para algún que otro desarrollado.
Durante décadas, las escenas de represión policial en todo el mundo fueron vistas con extrañeza por los cubanos: “Eso no pasa aquí”
Era más bien, utilizando la metáfora de un dictador sudamericano respecto a su propio régimen, una “dictablanda”. Una pequeña islita a 90 millas de EE.UU. era capaz de granjearse amplias simpatías por exportar sus logros sociales –junto con su conveniente carga ideológica– a otros países del Tercer Mundo, y por hacer sus pinitos como “potencia mundial” al apoyar y participar en los movimientos anticoloniales en Asia y África. De hecho, a la mesa en que se negoció la independencia de Namibia y la retirada sudafricana del sur de Angola, La Habana se sentó junto a Washington y Moscú.
Cuba era vista, además, como un reducto de seguridad pública, en un contexto –el latinoamericano– en que las tasas de criminalidad suelen ser altas, y como un sitio a salvo de los males de la sociedad capitalista, ampliamente difundidos en los medios locales. Si en España había desahucios por impago, si en Guatemala había hambruna en zonas rurales, si unos huelguistas en París no dejaban vidriera sana, o si los policías estadounidenses apaleaban a Rodney King y asfixiaban a George Floyd, esto era raro, lejano. “Eso no pasa aquí”.
Pero pasó. Está pasando.
Días de estupor
Las penurias materiales en que vive la población cubana desde los años 90 se han agudizado desde 2020 por un venenoso cóctel que incluye, de un lado, las restricciones económicas que impone EE.UU. –la imposibilidad de usar su moneda es una de ellas–, y de otro, la tendencia congénita del Estado comunista a decir “no” a todo lo que huela a iniciativa individual.
Si se le suma a esto una pandemia que ha congelado el turismo; la negativa del gobierno a solicitar vacunas a ninguno de los mecanismos internacionales existentes –Cuba ha producido las suyas, aunque con retraso–, y el rechazo a pedir ayuda humanitaria en alimentos y medicinas, así como a aceptarla de las organizaciones cubanas en la diáspora, se obtiene la bomba perfecta. Internet le ha servido de mecha: una protesta dominical en el pueblo de San Antonio de los Baños, cerca de la capital, corrió como pólvora por las redes; en decenas de ciudades siguieron el ejemplo, y a los pocos minutos una multitud coreaba “¡Abajo la dictadura!” ante el Capitolio de La Habana.
Con la fuerza policial sorprendida por los acontecimientos, el presidente Miguel Díaz-Canel apareció en TV: “La orden de combate está dada”, dijo. La calle era “de los revolucionarios”, por lo que militantes comunistas, “boinas negras” y policía especializada, con sus uniformes o de paisano; jóvenes cadetes de escuelas militares y simpatizantes progubernamentales armados con bates de béisbol, reprimieron a los manifestantes con una crudeza que, gracias a la proliferación de los teléfonos móviles y al descuido gubernamental de no cortar Internet –posteriormente “corregido”– ha sido ampliamente documentada.
Cabe anotar que esta fue la primera vez que la mayoría de los cubanos vieron a las fuerzas del orden enfundadas en trajes antimotines y con escudos al brazo. Otra rareza, por la cual los hechos han provocado la estupefacción general, ha sido que la ciudadanía hiciera frente a la policía, toda vez que las penas por “desacato a la autoridad” son rigurosas y se dictan con alegría.
Muestra de ese reflejo incorporado es que, cuando los agentes intentaban introducir a alguien en el coche policial, la multitud los increpaba fuertemente, pero nadie o muy pocos se atrevían a arrancárselo de las manos. Es el “policía interior” que la mayoría de los cubanos llevan dentro y que les aconseja constantemente: “No te metas en problemas: si caes preso, ¿quién cuidará de los tuyos?”.
Por eso han sido días de estupor. Sorpresa para el gobierno, que no imaginó que nadie se atreviera a tanto; para la policía regular, acostumbrada a hacerse respetar sin gran despliegue de medios disuasorios, y para la población, que aunque atisbaba que podía haber represalias, jamás pensó que fueran de tal magnitud.
Están, además, los desaparecidos, “guinda” de todo pastel dictatorial, que de momento se suponen vivos y que pasan de los 400 desde el 11 de julio. En las redes sociales circulan las imágenes de muchachos jóvenes, sonrientes, diáfanos: artistas, médicos, estudiantes de bachillerato, universitarios, youtubers, padres y madres de familia…
Desde que los metieron a la fuerza en furgones policiales o en camiones de recogida de desechos, sus familiares no saben dónde están. El art. 96 de la Constitución de 2019 refiere que “quien estuviere privado de libertad ilegalmente tiene derecho (…) a establecer ante tribunal competente procedimiento de Habeas Corpus, conforme a las exigencias establecidas en la ley”. Sin embargo, la negativa de las autoridades a dar información acerca del paradero de cientos de personas permite ver cuán poca importancia le conceden a un procedimiento legal que fue anunciado en su momento como un gran “avance”.
La Conferencia Cubana de Religiosas y Religiosos (CONCUR) ha anunciado su disposición a “ofrecer un servicio destinado a los detenidos y sus familiares a raíz del 11 de julio”, que se enfocará “en el asesoramiento para la presentación del recurso de Habeas Corpus, la ayuda para la localización de los detenidos y el acompañamiento espiritual/psicológico a los familiares”.
La intranquila tranquilidad
La expresión “Teníamos tanta hambre, que nos comimos el miedo” fue una de las más compartidas desde las primeras horas de las protestas. Pero no está claro qué será en adelante de ese temor colectivo.
Ahora mismo el inédito nivel de la represión puede haber convencido a muchos de que más vale bajar la voz y quedarse tranquilos en casa. Es lo que estaría ocurriendo si damos crédito a lo que publican reporteros oficialistas, entregados a la ingrata labor de hacer fotos de los barrios en estos últimos días para ilustrar la presunta normalidad cotidiana.
Pero las calles semivacías no son exactamente muestra de normalidad; al menos no en Cuba, donde la gente suele vivir conversando en las aceras. Una prolongación de esta calma ficticia, únicamente apuntalada por el miedo, haría encarnar en el presidente Díaz-Canel a aquel personaje de Les Luthiers, el general Eutanasio Rodríguez, quien se ufanaba de haber limpiado las calles “de pornografía, de corrupción, de violencia, ¡de gente!”.
Por otra parte, la contundencia de la respuesta policial, presenciada con horror por millones de cubanos dentro y fuera de la isla gracias a Internet, puede hacer incubar una mayor aversión al gobierno e impulsar, a falta de otras esperanzas, una salida violenta a la crisis.
Esto preocupa a las autoridades, que quieren enfriar la caldera. Díaz-Canel, consciente de la brutalidad empleada contra los civiles, reconoció que “a lo mejor habrá que pedirle disculpas a alguien que, en medio de toda la confusión, haya sido maltratado”.
Una invasión que no llega (ni llegará)
Si finalmente la inestabilidad fuera a más en los próximos días o meses, quedaría por ver qué hace un actor omnipresente en la sociedad cubana, que hasta ahora se ha mantenido como tranquilo observador: las Fuerzas Armadas Revolucionarias. ¿Puede venir de los cuarteles la llamada de atención al gobierno?
Sería difícil. El ejército es, a pequeña escala, una foto de la sociedad cubana: si en las calles la gente mira hacia atrás para cerciorarse antes de hacer un comentario “inconveniente”, entre militares la desconfianza puede ser mayor. Además, según el reglamento, en situación combativa un uniformado puede descerrajarle un tiro a otro ante el menor atisbo de “deserción” o “traición”, por lo que la inmensa mayoría de soldados y oficiales se cuidarán mucho siquiera de expresar enfado por la represión al pueblo.
Ante la nueva situación de crisis en Cuba, EE.UU. ha descartado reiteradamente una intervención militar
Pesa también la influencia de los altos oficiales. Generales y coroneles que eran niños o adolescentes al triunfo de la Revolución en 1959; que se formaron en las escuelas de cadetes en la más estricta fidelidad a Fidel y a Raúl Castro, y que dirigieron o participaron en guerras en África o, encubiertamente, en las guerrillas que pululaban en América Latina. Sus acciones los hicieron merecedores de prebendas –buenos coches, mansiones, viajes, empresas a su mando, etc.– que no dudarán en defender a toda costa, por lo que no es de extrañar que las palizas dispensadas por los “boinas negras” les inspiren cierta calma.
Calma que, si los astros no se trastocan caprichosamente e inspiran a Washington un cambio de postura, todavía perdurará. Pese al reclamo de una parte de la comunidad cubana en EE.UU., el gobierno de Joe Biden ha descartado implicarse. “No vamos a tener una intervención militar en Cuba. No lo ha hecho ninguna administración, ni republicana ni los más anticomunistas”, ha asegurado el senador demócrata por Nueva Jersey, Bob Menéndez.
La decisión tiene un doble efecto para La Habana. De un lado es música para sus oídos: un “pueden apretar, que no hay consecuencias”. De otro, implica un abrupto desplome del mito de que EE.UU. está buscando siempre un casus belli para lanzarle un par de misiles a la sede del Consejo de Estado y desplegar a los marines en el Paseo del Prado. Al final, a los jerarcas civiles y militares cubanos solo les queda musitar: “Pues no, no éramos tan importantes”. Y la gente común, machacada por décadas con el mensaje de que el desembarco de los yanquis era inminente, se reafirma: “Ya lo sabíamos”.
Lo que millones no sabían con certeza era hasta dónde eran capaces de llegar las autoridades comunistas para mantenerse en el poder. Y ya lo saben. “Cuba es de amor, de paz”, dijo Díaz-Canel el sábado 17 en una concentración pro-gubernamental, pero la casi simultánea imagen de agentes policiales patrullando las calles, vestidos de paisano y armados con palos y barras metálicas, desentona un poco con tanto almíbar oficialista.
Llegó la hora del puño. Se acabó la “dictablanda”.