Los jóvenes artistas cubanos avisan: quieren respeto y libertad de creación

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Jóvenes artistas e intelectuales se congregaron ante el Ministerio de Cultura de Cuba, el 27 de noviembre.

 

Que cientos de jóvenes acudan a un Ministerio a presentar demandas y que exijan ser atendidos por el ministro, es un suceso irrelevante más en cualquier sitio de este mundo. Salvo en Cuba, donde el mecanismo regulador interno que cada individuo tiene dentro de sí le dicta que “eso no se hace”, y que incluso una manifestación contra la política de Donald Trump o contra el enemigo que se tercie, debe estar orientada y coordinada “desde arriba”.

Por eso en Cuba sí es noticia. Ocurrió el 27 de noviembre: ante la sede del Ministerio de Cultura (Mincult), en La Habana, se reunieron unos 300 jóvenes artistas e intelectuales para solicitar un encuentro con el titular del sector, Alpidio Alonso, y presentarle varios reclamos.

Como viene sucediendo en muchos sitios del mundo donde se busca canalizar el descontento, las redes sociales les sirvieron de canal de movilización. Comenzaron a llegar desde por la mañana, y mientras atardecía y caía la noche sin que el ministro se asomara, llegaron más y más de ellos, además de figuras veteranas de gran prestigio, como el cineasta Fernando Pérez y el actor Jorge Perugorría.

Entonces la alarma se encendió en el Palacio de la Revolución, sede del gobierno. Poco acostumbradas a ver manifestaciones de grupos multitudinarios sin previa autorización ni listas de participantes, las autoridades ordenaron a las fuerzas del orden acordonar la zona. Así, aquellos muchachos que ya de noche se iban sumando esquivaron como pudieron, a la carrera, el cerco policial, y experimentaron por primera vez los efectos del gas pimienta, ese que, en el telediario local, solo utilizan las fuerzas represivas “de otros países”. Muchos llegaron, eufóricos, como si hubieran coronado una cima muy alta –y maldiciendo a la policía mientras pasaban los efectos del gas– para unirse a los ya plantados frente al Mincult.

Y era una cima en verdad: en décadas, ningún grupo de ciudadanos se había atrevido a tanto.

El mercenarismo, ese leitmotiv…

La raíz de la movilización hay que buscarla en la detención de un rapero, Denis Solís, a principios de noviembre. Solís, acusado de desacato y castigado con ocho meses de cárcel, había sido arrestado luego de que un policía entrara en su domicilio, sin autorización judicial ni del propio dueño, y este lo increpara.

En reacción a dicha condena, varios miembros del Movimiento San Isidro (MSI) –organización fundada en 2018 por jóvenes artistas para reclamar respeto a la libertad de creación y expresión–, iniciaron una huelga de hambre y sed en la casa del artista plástico Luis Manuel Otero Alcántara hasta que se dejara en libertad a Solís. La acción fue abortada en la noche del 26 de noviembre por fuerzas policiales, que ingresaron en la vivienda y desalojaron a los huelguistas con el argumento de que una persona llegada del exterior –el escritor Carlos Manuel Álvarez, residente en México– había ingresado en el local y podía suponer una amenaza para la salud pública.

Para el gobierno cubano, cualquier manifestación de disenso es automáticamente descalificada como “mercenarismo al servicio de EE.UU.”

El desalojo, aderezado con gritos de “¡Viva Fidel!” por parte de varios vecinos, fue indirectamente el empujón a cientos de jóvenes artistas hacia el Mincult. Tras más de diez horas allí, el viceministro de Cultura, Fernando Rojas, accedió a conversar con 30 de ellos, en representación de la multitud. Los reclamos fueron, entre otros, la revisión del caso contra Solís, el cese de la hostilidad contra el MSI –en días previos habían sido objeto de “espontáneos” actos de repudio y agresiones físicas–, así como de la criminalización del grupo, y que se garantizara un verdadero respeto institucional a la libertad de creación y expresión.

Días después, el 5 de diciembre, el diálogo tuvo una segunda parte, esta vez con el propio ministro de Cultura. Participaron varios de los que se movilizaron el 27 de noviembre, pero solo aquellos que, según el Mincult, “no han comprometido su obra con los enemigos de la revolución cubana”.

Versiones del encuentro, varias: la del sitio oficialista Cubadebate subrayó el apego de los asistentes al sistema político imperante en la isla, mientras que las de varios de los participantes señalaron que se había exigido el fin de los actos de repudio contra los creadores no afines al gobierno y que se dejara de llamarlos “mercenarios”, un calificativo que los medios de comunicación oficiales les cuelgan insistentemente y que el viceministro Rojas recalcó durante la reunión: “Que están sirviendo a una potencia extranjera contra este país es una realidad”, dijo.

Solo que los “mercenarios” de San Isidro y varios de los participantes en la protesta del 27-N no estaban en la reunión para defenderse: justo a esas horas tenían aparcados, en la puerta de sus casas, a policías o agentes de la Seguridad del Estado que les impedían salir.

Diálogo, sí, pero “con la Revolución”

No lo vio venir. El gobierno cubano, que preside Miguel Díaz-Canel, se apresuró a poner el parche, pero ya habían salido algunos granos. No contaba con la movilización de tantos, en una sociedad en la que, si alguien es conducido a comisaría por enseñar una pancarta antigubernamental, el resto de los transeúntes solía –hasta ahora– mirar hacia otro lado, porque “con lo mala que está la cosa”, lo mismo para poner la mesa todos los días que para trasladarse o vestirse, nadie quiere meterse en más problemas.

Por eso, el gobierno despacha el caso como un intento de “golpe blando” contra Cuba. Díaz-Canel se refirió a los sucesos del 26 y el 27 de noviembre como un “show mediático” y, sobre el deseo de diálogo expresado por los manifestantes ante el Mincult, fijó unos límites: “Hay espacio de diálogo para todo lo que sea con el socialismo y con la Revolución”.

La afirmación del mandatario es en buena medida el eco de la emitida por Fidel Castro en sus Palabras a los intelectuales, de junio de 1961. “Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”, decía Castro en aquella intervención, en la que hablaba, entre otros temas, del artista o intelectual mercenario y deshonesto: “Ese sabe lo que tiene que hacer, ese sabe lo que le interesa, ese sabe hacia dónde tiene que marcharse”.

Incidentes con creadores díscolos no le han faltado nunca a los sistemas de corte comunista. Por ello, en el caso cubano, muchísimos artistas y pensadores optaron por marcharse desde el mismo 1959. Los que se quedaron, y aquellos que han ido formándose a lo largo de estas seis décadas y no han hecho las maletas, se agrupan en la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), a cuyos congresos asistía Castro en lugar preeminente.

Los otros, los no miembros de esa organización, serían los independientes. En un país donde no trabajar en la maquinaria estatal se vio durante muchos años como algo sospechoso e ideológicamente desviado, lo de independiente suena raro, por lo que es “natural” que las autoridades no le pasen una a un grupo como el MSI, y que también les hagan una mueca de desagrado a los que se tomaron el atrevimiento de atrincherarse espontáneamente ante el Mincult. Los medios de comunicación estatales ya se han encargado de descargarles ramalazos a unos y otros.

Ayer en Praga, hoy en La Habana…

Por su carácter oficialista, la A y la C del acrónimo UNEAC bien podrían responder a “atados en corto”. El creador, si sujeto y callado, bien; si sale por libre a manifestarse, si plantea demandas por escrito, si cuestiona normas injustas, mal asunto.

Por casualidades de la vida –y por los defectos sistémicos que lo posibilitan–, el escenario actual, surgido a partir de una acción gubernamental contra un artista, replicada por cientos de profesionales de la cultura, remeda en cierta medida la que se originó en Checoslovaquia en diciembre de 1976, cuando el gobierno del Partido Comunista puso tras las rejas a los integrantes de la banda de rock Plastic People of the Universe. Por presuntamente atentar contra la paz social, los músicos recibieron condenas de entre ocho y 18 meses de prisión.

El encarcelamiento de la banda motivó que un grupo de artistas, escritores y músicos suscribieran la Carta 77, manifiesto en el que exigían al gobierno checoslovaco que liberara a los enjuiciados y respetara los pactos internacionales de derechos humanos que había suscrito.

“El derecho a la libertad de expresión (…) es en nuestro caso puramente ilusorio”, apuntaban, y añadían que cientos de miles de sus conciudadanos sufrían discriminación y acoso por parte de las autoridades y de otras organizaciones públicas por simplemente tener puntos de vista distintos de los oficiales.

De igual modo, denunciaban que esa libertad quedaba coartada por el control centralizado de los medios y de las instituciones culturales; que era imposible hacer crítica de ciertos fenómenos sociales, y asimismo defenderse de los insultos que se lanzaban gratuitamente desde la prensa oficial.

El problema de Cuba trasciende el ámbito de la cultura: se asienta sobre décadas de prohibiciones absurdas en diferentes ámbitos

Las similitudes entre estos reclamos de más de cuarenta años y los formulados por cientos de jóvenes creadores cubanos hace unos días son nítidas. El gobierno al que apelaron los inconformes checos y aquel al que han dirigido sus demandas los de la isla, también compartieron en su momento el mismo signo político: al frente de ambos, sendos partidos comunistas, normalmente reacios a transigir con demandas sobre libertades.

Eso lo sabían los jóvenes artistas e intelectuales cubanos. Sabían que el problema no se resolvía ante el Mincult. Que el problema es estructural, inherente a un sistema que ha querido controlarlo todo, desde los gramos de una croqueta en una cafetería estatal hasta los modos y estilos de expresión artística. Y que ese sistema, asentado desde hace 60 años sobre una montaña de absurdas prohibiciones que han terminado hartando y expatriando a millones de cubanos, está agotado.

Pero no han querido forzar situaciones de mayor calado.

“Dejen hablar, dejen participar”

Quienes están al mando del país también saben que son demasiados años de anhelos sin resolver. ¿Cómo actuarán en adelante? “Sería poco inteligente por parte del gobierno pretender que el tiempo haga la suyo para decir: ‘Aquí no ha pasado nada’ –nos dice el escritor Jorge Fernández Era, presente en la movilización ante el Mincult–. Los jóvenes de la cultura tomaron la iniciativa a partir de ciertos sucesos que se encadenaron, pero lo acontecido es un llamado de atención por la inercia que camina, que corre desde hace años y que se ha hecho más evidente con una actualización económica que, de tan desactualizada, ya necesita actualizarse”.

Según explica, el espacio de discusión que reclaman los jóvenes creadores es el mismo que precisa toda la sociedad, sin cortapisas al disenso, y no hacerlo posible supondría privar a las nuevas generaciones de un futuro próspero y sostenible.

“La principal demanda ya está planteada: dejen hablar, dejen participar, dejen pertenecer. Cesen ya de imponer una sola verdad y abran el abanico a una realidad que supera por mucho esa visión de fortaleza sitiada que justifica los desaciertos de siempre. La inteligencia colectiva, que la propia Revolución incentivó con sus políticas educacionales y culturales, no puede esconderse en la doble moral: tiene que manifestarse en todos los ámbitos a base de diálogo y polémica”, concluye.

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