El escritor libanés Amin Maalouf sostiene, a propósito del caso de Yugoslavia, que es preciso abandonar el principio de la autodeterminación de los pueblos (El Mundo, Madrid, 28-I-93).
Lo más urgente en el drama de la antigua Yugoslavia es publicar los abusos que se están cometiendo, poner todos los medios para que cesen y para que no queden impunes, así como denunciar la gran perversión del famoso derecho a la autodeterminación de los pueblos, honorable principio que se enarbola siempre que hay que repartirse los despojos de un imperio vencido y que, a menudo, sólo sirve para preparar el decorado de futuras guerras.
Tal y como se interpreta, este principio equivale, en efecto, a reconocer a un determinado número de etnias el derecho de ejercer un control total sobre el territorio en el que son mayoritarias. Ahora bien, en cada uno de los nuevos Estados así delimitados, viven comunidades minoritarias que, de la noche a la mañana, se convierten en extranjeras en su propio país. El último ejemplo lo proporcionan los checos y los húngaros de Eslovaquia, pero la lista, como todo el mundo sabe, es interminable.
¿No es lo más normal, puede argüir alguien, que la mayoría decida y que la minoría se someta? Pues no, de ninguna manera. La idea según la cual la opinión mayoritaria, expresada a través del sufragio universal, debe prevalecer, sólo tiene sentido en una nación homogénea, en la que los ciudadanos no padecen discriminación alguna por razón del color, de la lengua o de la religión; ahora bien, en los países en los que hay graves tensiones entre las comunidades, lo más justo sería hablar de «predominio numérico», ya que el voto, en esas circunstancias, se convierte en un censo y, a menudo, incluso en un medio cómodo para legitimar y perpetuar la opresión.
Por eso, en los países en los que reina una «mayoría automática» de este tipo, surge inmediatamente el conflicto entre la democracia y la ley del número. Para preservar en dichas naciones los derechos del hombre y la paz civil, es indispensable que se asegure la protección y se reconozcan todas las garantías a las minorías. (…)
Bosnia también es víctima de la idea perniciosa que prevalece en la actualidad, según la cual toda sociedad pluricomunitaria está abocada al fracaso y, por lo tanto, la única salida es la separación. (…)
¿Sería, pues, conveniente renunciar a un principio [la autodeterminación de los pueblos] tan arraigado en el mundo moderno? Sí, de la misma forma que se ha abandonado, hace unos quince años, el eterno principio de la no-injerencia. Y por las mismas razones. ¿No se pensó un día que el principio de la no-injerencia servía de tapadera a la tiranía y que ya no era de recibo tal principio, cuando en su nombre se pisoteaban los derechos humanos?
Pues bien, el pretendido «derecho de los pueblos» no es mejor que el de la no-injerencia. Porque, en último término, ¿qué es un pueblo? ¿Qué requisitos hay que reunir para merecer tal denominación? ¿Cuántos hay que ser? ¿Un millón? ¿Cien mil? ¿Diez mil? ¿Quién podrá fijar la cifra por debajo de la cual se prohibirá el derecho a la autodeterminación? Además y sobre todo, ¿podrá «disponer de sí mismo» y autodeterminarse un pueblo que comparte su territorio con otros pueblos o tendrá que tener un territorio homogéneo? Y si éste fuera el caso, ¿no estaríamos primando la «pureza» étnica e invitando a la «purificación»? La misma noción de pueblo, tal y como se entiende hoy, no entraña una idea de acogida, sino de exclusión. Por definición, la identidad se opone a la diferencia. El derecho de los pueblos a disponer de sus minorías no vale más que el derecho de los Estados a disponer de sus pueblos.