A algunos no les gusta la opción económica de Estados Unidos, pero la mayoría de los ciudadanos reconocen que las grandes empresas son en buena parte las responsables de la riqueza y el bienestar generado en los últimos años. Si les echan algo en cara es su falta de responsabilidad en temas sociales -salud, medio ambiente, educación, etc.- y su obsesiva orientación al beneficio. Tolerable.
Pero como el capitalismo parece estar siempre a punto del exceso, hay quien insiste. La última oportunidad la dio Enron hace unos meses; y sus directivos animando a los empleados a comprar acciones por un lado mientras ellos las vendían por el otro; y los medios de comunicación económicos intentando comprender el gol que ellos mismos habían animado a marcar.
Sin embargo, ahora las críticas no se dirigen a la hipotética «plutocracia» sino a los principios mismos del capitalismo. El modelo económico estadounidense se basa en tolerar la intervención mínima del Estado y en la convicción de que la suma de bienes individuales proporciona el bienestar general. Pero sobre todo en que, por su propio funcionamiento, premia a aquellos que producen cosas que otros quieren. Según Sebastian Mallaby, empresas como «Enron o Adelphia han envenenado el sistema: sus jefes lo hicieron bien no porque produjeran bienes para los consumidores, sino porque hicieron mentir a las cuentas de resultados» (The Washington Post, 10-VI-2002).
Lo peor es que el fraude se extiende más allá de las cuentas. Mallaby recuerda el estudio encargado por Pharmacia Corp. para demostrar que uno de sus productos, Celebrex, funcionaba mejor que otros medicamentos más baratos. El estudio duró doce meses y la conclusión fue que Celebrex no aportaba nada nuevo. Entonces, los autores publicaron solo los resultados de los seis primeros meses, intentando demostrar que el medicamento tenía menos efectos secundarios. Se calcula que en 2001, este ardid provocó que los pacientes gastaran 3.000 millones de dólares innecesariamente.
Mallaby afirma que el problema va más lejos aún. Por ejemplo, dos terceras partes de las patentes de «nuevos» medicamentos aprobadas entre 1989 y 2000 eran de medicamentos conocidos. O, en los últimos cinco años, 993 empresas han sido obligadas a repetir las cuentas después de presentarlas porque estaban falseadas.
Según Mallaby, «hay que olvidarse de las críticas tontas a la globalización y al libre mercado. La verdadera injusticia es que se premie a las empresas por mentir y dominar el tráfico de influencias, en vez de por producir bienes y servicios».
Paul Krugman afirma algo similar en The New York Times (4-VI-2002). «Las empresas estadounidenses de hace veinte años tienen poco que ver con las actuales. Es más, ahora nos parecerían poco menos que repúblicas socialistas. Los salarios de los directivos eran pequeños; los ejecutivos no estaban obsesionados con subir el precio de la acción; y pensaban que servían a la sociedad y a sus empleados. Años después, desembarcó una especie empresarial que empezó a sugerir, acertadamente muchas veces, que había que aumentar los beneficios y reducir plantillas y gastos. Al mismo tiempo, estos ejecutivos empezaron a recibir participaciones de la empresa, de manera que se les inducía a aumentar el precio de la acción.
«Hasta hace unos meses, todo esto parecía funcionar. Pero un sistema que premia tanto el éxito de los ejecutivos, también puede tentarles para que fabriquen una apariencia de éxito. Cosa no muy difícil cuando se controla la información que sale a la luz.
«El problema -afirma Krugman- no es de unos pocos desaprensivos. Las estadísticas de los últimos cinco años muestran una gran divergencia entre los beneficios que las empresas declaran a los inversores y otras formas de calcular el crecimiento económico. Lo cual demuestra que muchas grandes empresas, quizás la mayoría, maquillan sus cifras».