Ante el resultado de las elecciones europeas, medios y analistas de todo el mundo se han entregado a la exégesis de lo que parece el fenómeno más notorio: el castigo a las izquierdas nacionales sin distingo de que ocupen las filas del gobierno o las de la oposición. A pesar de las motivaciones que este fenómeno puede hallar según la diversidad de la política interior en cada uno de los 27, y aunque la emergencia de opciones exóticas y los elevados índices de abstención tampoco autorizan a la derecha a asumir el escrutinio con aire triunfalista, lo cierto es que el nuevo mapa del Parlamento comunitario ha puesto en evidencia la anemia que desde hace tiempo viene acusando la socialdemocracia europea (cfr. Aceprensa, 12-12-2008).
La izquierda y la crisis económica
Si por un lado parece previsible que ante una crisis económica el favor popular se oriente a los valores de eficacia y ortodoxia fiscal que suelen identificarse con la derecha, los analistas se admiran de que la izquierda no haya sabido aprovechar lo que podría presentarse como un fracaso del capitalismo y de las políticas neoliberales.
Gobiernos de derechas con políticas keynesianas
Existe, por otro lado, la impresión de que el parámetro económico no es ya lo definitivo para perfilar un determinado carisma político. Pues, según resaltan muchos columnistas, otra “paradoja” debía haber favorecido a la izquierda, y es que aunque los gobiernos de derecha se proclamen tales, el modelo que siguen es socialdemócrata, con políticas económicas que redescubren el keynesianismo. Según comenta José Ignacio Wert en un artículo para El País (9-06-2009), la evolución de las formaciones de derecha en la Europa comunitaria las ha configurado como grupos menos dogmáticos, pues “los democristianos se han transformado en populares y abarcan un amplio espectro desde el conservadurismo hasta la frontera de la socialdemocracia. Su adaptabilidad los ha hecho más aptos para la supervivencia”. Ya decía Cánovas del Castillo que, después de todo, “la política es el arte de aplicar en cada época aquella parte del ideal que las circunstancias hacen posible”.
No todo el mundo, desde luego, está dispuesto a alabar esta flexibilidad de las derechas cuando se trata de relajar las reticencias al intervencionismo; y aun hay quien lo considera una apuesta que pasará factura a mediano o largo plazo, pues se afirma que cuando el Estado mete las manos en un negocio, no las vuelve a sacar. Pero si puede acusarse a las derechas por esta pérdida de principios ante situaciones en las que parece no hallar alternativa, la culpa de las izquierdas tiene muchas veces el signo de un deliberado desbarre hacia la alternativa equivocada. Pues -como señala también Wert- hay una máxima cuyo respeto tiene indudable repercusión en el electorado: “si quieres seguir manteniéndote en el poder, haz lo que tu competidor hacía de manera exitosa y, si puedes, mejóralo”.
Wert cree además que el poco éxito de la izquierda para centrar el debate electoral sobre Europa ha llevado a convertir las elecciones en foro de debate sobre problemas domésticos, ante los cuales la susceptibilidad de los ciudadanos tiende ahora, bajo el apremio económico, a favorecer los discursos nacionalistas.
La debacle del laborismo británico
The Economist juzgaba hace poco que el liderazgo de Gordon Brown en el Partido Laborista se debía en buena parte a lo tímidas que habían sido siempre las críticas provenientes de sus propias filas. Un estado de cosas que terminó decididamente el 4 de junio con la renuncia de James Purnell, su ministro de Trabajo, que exhortó además a la dimisión al jefe del gobierno.
Los resultados de las elecciones europeas han sido ahora demoledores: el laborismo cae más de seis puntos con respecto a 2004 y pasa a ocupar el tercer lugar, tras el Partido Conservador de David Cameron, que obtuvo el 27% de los votos (prácticamente igual que hace cinco años), y el euro-escéptico UKIP, que se hizo con el 17%.
Para Tony Travers, profesor del Departamento de Gobierno de la London School of Economics, lo obtenido en las urnas el 4 de junio pone en cuestión no sólo al laborismo, sino en general al orden bipartidista, pues “tiene el sabor -con sus correspondientes consecuencias electorales- de la fragmentación y el individualismo que han envuelto a Gran Bretaña en las últimas décadas”. Travers cree que “si ve la oportunidad, la gente experimentará cada vez más con nuevos partidos políticos”, para bien o para mal. “Gordon Brown, David Cameron y Nick Clegg tendrán que enfrentar el desafío de impedir el avance de partidos de minorías y otros”, explica el catedrático, que concluye lapidariamente: “el genio ha sido liberado de la botella”.
La puerta abierta por Purnell parece estar ya de par en par. Así, por ejemplo, Charles Falconer, ex ministro de Justicia del Reino Unido y miembro del Partido Laborista, se ha despachado en un artículo, publicado en España por El Mundo (9-06-2009), contra los excesos que urge corregir en el seno del laborismo. “El escándalo por los gastos de representación de los parlamentarios demuestra que la opinión pública no está dispuesta a aceptar que el Gobierno sea algo que se ventila en secreto entre un reducido grupo de personas”, ha asegurado Falconer, aludiendo a las irregularidades descubiertas en las dietas de varios ministros, incluidos el titular de Justicia Jack Straw, el de Exteriores David Miliband, el de Economía Alistair Darling y el propio premier.
El Partido Conservador no permaneció ajeno a estos escándalos, algo que según algunos analistas apuntala el progreso hacia el multipartidismo. Sin embargo, la reacción de David Cameron pareció entender el problema en las claves de oportunidad y apertura que se han aludido antes, pues dijo que reabriría sus listas de candidatos antes de las próximas elecciones para permitir que figuren en ellas personas que hasta ahora no han participado en política. Una promesa especialmente propicia para pedir la convocatoria de elecciones generales, a la que Brown se ha negado aduciendo -torpemente- que un gobierno conservador que recorte el gasto público conduciría al caos. La respuesta de Cameron era previsible: “Ya tenemos la primera admisión de que [los laboristas] van a perder”.
Laboristas como Falconer reconocen en efecto que la supervivencia del laborismo “exige un liderazgo de una clase y una cultura diferentes de las que han funcionado hasta ahora, más transparencia, una mayor disposición a contar con una más amplia variedad de personas, más explicaciones, así como mayor capacidad para afrontar la economía y más sinceridad sobre la situación real”.