En Estados Unidos es tradicional que los electores hagan llegar directamente su opinión a sus representantes políticos. Pero la actual oleada de activismo ciudadano ha batido un récord y ha sorprendido a los congresistas. En la primera semana de este año se registraron en la centralita del Congreso 1.650.143 llamadas telefónicas de ciudadanos (en el mismo periodo, en 1992, hubo 710.465) para expresar su opinión sobre asuntos públicos. Hay que sumar a ese número miles de llamadas y transmisiones por fax que se efectuaron directamente a las oficinas de los congresistas.
Durante la campaña electoral se dio gran importancia a que las peticiones y preguntas reales de la gente llegaran a los candidatos: se organizaron debates presidenciales con turno de preguntas, así como programas de radio y televisión con llamadas de los oyentes. Ross Perot basó su campaña en dar respuesta a «lo que el pueblo quería». Los resultados de esas encuestas populares dejaron ver que los estadounidenses estaban descontentos con sus gobernantes. De hecho, el 19% de votos que consiguió Perot se ha interpretado como un voto de castigo para los partidos tradicionales. Y se nota que ese descontento persiste.
Esta última oleada de llamadas ha estado motivada principalmente por dos sucesos: la candidatura de Zoë Baird -una abogada que había empleado a inmigrantes ilegales- al cargo de Fiscal General, y el intento de Clinton de levantar la prohibición de que los homosexuales ingresen en el Ejército. La presión popular forzó la dimisión de Baird y se sumó a la oposición del Pentágono y del Senado, que han obligado al Presidente a posponer su decisión en el tema de los homosexuales. En ambos casos ha sorprendido a los propios parlamentarios el escándalo que se ha originado en torno a esos asuntos. Los norteamericanos han mostrado que se puede hacer algo más que lamentarse, ante proyectos con los que no están de acuerdo.